IX.
El mundo entero guardaba silencio a esa última
hora de la tarde, de modo que sus pisadas sonaban estruendosas en toda la cuadra,
como una molesta gotera de media noche, a pesar de ello, no se daba prisa,
habían pasado muchos años desde el día en que se había ido de Bostejo y de esa
calle en particular, cuando esperaba que aquella joven dejara más de lo que
podía dejar y se fuera con él, hacia una vida llena de incomodidades y
estrecheces, pero también, él estaba seguro, de amor sincero, de protección y
de la más cálida compañía. Pero cuando el momento llegó, la joven no estaba
lista para irse con él, no porque no quisiera o porque le asustaran las
precariedades de una vida más modesta, sino que porque sabía que aquello
significaba contradecir tan duramente a su padre, que este, con seguridad,
sería capaz de negarla como hija para siempre. Aquel era un hombre severo que
desde que enviudó, se había vuelto cada vez más hosco, con una desagradable tendencia
a quejarse de todo, de lo que era y de lo que no era y a acumular frustraciones
que, de las maneras más inverosímiles, podía responsabilizar a cualquiera,
hombre, animal o cosa, menos a sí mismo, pero que sin duda, se había empeñado toda
su vida en que su única hija recibiera lo mejor, aunque con la intención, mucho
más personal, de encontrarle un buen marido en alguna familia importante, de
buen apellido y dentro de lo posible, adinerada. Aceptar que se casara
simplemente por amor con un hombre pobre sin siquiera un oficio respetable, era
ver fracasar el último proyecto importante de su vida, era ver todo su trabajo
y esfuerzo por formar a su hija como una señorita bien educada, en manos de un
muerto de hambre que seguramente la forzaría a partirse la espalda para
mantener el hogar en pie. Sin embargo, también falló en su último propósito, la
enfermedad le quitó la fuerza y la obstinación y lo obligó a aceptar a
regañadientes que su hija, además de pasarse el tiempo cuidando de él, terminara
arrendando a comunes y ordinarios desconocidos, las habitaciones de la casona
para conseguir dinero. Allí estaba parado Jonás, el titiritero, frente a la
casona. La muerte de su esposa había despertado en él la intención de regresar
a Bostejo, de darse la oportunidad de encontrarse con aquella mujer a la que
nunca había olvidado, porque es difícil terminar con algo que no se ha terminado,
que ha sido interrumpido, que se queda suspendido en el tiempo, inmutable a
pesar de los años, irremplazable a pesar de los intentos, persistente como una
duda. Así lo había percibido él todos estos años, pero al encontrarse frente a
la casa de la señora Alicia, se convencía de que ella lo vería como un demente,
que de manera incomprensible, regresaba a su casa después de una pila de años, con
ilusiones de una juventud remota y con seguridad olvidada. Jonás se acomodó sus
diminutos lentes y se subió el cuello de la chaqueta para comenzar a andar,
pero se detuvo al encontrarse de frente con Ulises que regresaba a casa, ambos
se conocían aunque no eran amigos, como quien conoce de alguien su nombre y qué
hace y poco más. Ulises, al verlo parado ahí varios segundos, le preguntó
amable si buscaba a alguien y si lo podía ayudar, “No. Hace muchos años viví
aquí cerca… de joven, y sólo ando recordando viejos tiempos” respondió Jonás como
excusándose, el viejo Ulises sólo asintió, tampoco es que tuviera algo que
agregar. El titiritero se despidió y sin apuro siguió su camino.
La ida a la iglesia el domingo por la mañana,
salvo para Ulises, que siempre tenía algo mejor que hacer, era ineludible para todos
en casa de la señora Alicia, y por supuesto, la ocasión demandaba usar los
mejores atuendos. Para Miguelito, el estrecho y urticante traje formal que lo
obligaban a usar, era tan incómodo, como los zapatos para un perro; la corbata
lo confinaba como una jaula, no importa cuántas veces se la acomodara Bernarda
y el peinado impecable que esta le hacía, era de lo más improductivo, pues era
imposible que su pelo se acostumbrara a él y su madre se lo debía repasar
constantemente. Al pequeño Alonso por su parte, flemático de principio a fin,
todo le daba igual y nada podía perturbarlo, ni siquiera la chaqueta y los
zapatos que aún le quedaban grandes, ni las enormes cantidades de perfume que
Edelmira le echaba encima. De la casa, todas salían con las cabezas decorosamente
cubiertas con velos, menos Estela que aún no tenía edad suficiente y debía
esperar a que le sujetaran el cabello con cintas, lo que resaltaba en ella una encantadora
e inocente belleza. En el templo, algunos de los numerosos feligreses usaban
ese momento y lugar para averiguar las últimas novedades de sus parientes
lejanos y amigos, otros para dejar en claro y bien establecidas sus rígidas
posturas morales frente a aquella parte de la comunidad que consideraban menos
virtuosa y por lo mismo más alejada de Dios y juzgar a quienes se les pasara
por enfrente. Luego de la ceremonia, hacían un pequeño y tradicional paseo,
pero muy pequeño, porque Miguelito, al borde de sus capacidades de resistencia,
empezaba con mucha antelación y con sutiles movimientos a liberarse de su aprehensión
para, apenas dar por terminada la misa, buscar las formas más ingeniosas e
inesperadas de arruinar su única ropa de domingo, lo que ya se había
transformado en un temor anticipado que obligaba al grupo a contener al muchacho
lo más posible, para retrasar su urgencia por volver a su estado natural de rapaz
travieso.
El viaje al hospital psiquiátrico, lo harían
al día siguiente, ya estaba decidido. Diana se había unido al grupo a la salida
de la iglesia y le aseguraba a la señora Alicia que no habría ningún problema,
pues tanto Estela como Alberto, eran chicos que sabían muy bien cómo
comportarse. Junto a ellos, Edelmira, traviesa como una adolecente a la salida
del colegio, tomaba del brazo de Bernarda para que le contara todos los
detalles de la cena que había tenido con Octavio, detalles en los que Aurora
también estaba interesada y que su madre, sólo soltaba con cuentagotas y de
manera muy superficial. En su negocio, Octavio ya recibía a sus habituales
clientes, que eran especialmente abundantes los fines de semana. Diógenes era
el primero en llegar, no importa el día o las condiciones climáticas, desde los
años en que el negocio era llevado aun por el padre de Octavio, el viejo ya gastaba
parte de su tiempo y dinero allí, todos los días como una tradición
indefectible y hasta se podía decir que casi en el mismo taburete junto a la
barra. Allí estaba, a punto de darle el primer sorbo a su café, cuando vio a
Bernarda entrar al negocio arrastrada del brazo por Edelmira, quien sonreía con
su soltura y confianza de siempre, tras ellas, la señora Alicia y Aurora hacían
lo mismo pero con cierta duda, como quien de pronto se ve participe de una
situación para la que no se está preparado. Sólo Estela había dejado el grupo
junto con Diana para afinar los últimos detalles de su viaje con Alberto. Diógenes
comenzó con nerviosismo mal disimulado, a dar de palmazos sobre el mesón para
llamar la atención del camarero, quien estaba de espaldas ocupado en sus
fritangas, pero este siguió su trabajo sin inmutarse hasta que sintió una voz
femenina que lo saludaba. Cuando se dio la vuelta, Edelmira ya había dejado a
Bernarda parada ahí sola con la cara del niño que, luego de hacer una travesura
con sus amigos, es el único que no alcanza a huir, pero Bernarda resolvió con
toda naturalidad, “¿Cómo está Octavio? ¿Necesita ayuda?” y sin esperar a que
Octavio saliera de su asombro, comenzó a repartir las ordenes como si siempre
lo hubiese hecho. El gordo camarero estaba encantado, mientras a su lado,
Diógenes encendía un cigarro y hablaba solo sobre el insondable poder del
encanto femenino, y como se habían desatado guerras y perdido reinos completos,
por una bonita sonrisa y un par de caderas. Sonreía y meneaba la cabeza
recordando como él mismo, de joven, había recorrido veinte kilómetros de monte
solo, de noche y bajo la lluvia, para hacerle una visita a una chiquilla
buenamoza cuyos encantos se le habían metido en la cabeza rápido y profundo
como un balazo. Alamiro lo sorprendió en ese momento y le dio una palmada en la
espalda “Presenta al amigo…” le dijo con sarcasmo y se sentó a su lado para
tomar un café. Diógenes no respondió palabra, más bien empezó a hacer discretas
indicaciones con la boca hecha trompa, para que el recién llegado notara la
presencia de Bernarda que en ese momento limpiaba una mesa que acababa de
desocuparse, Alamiro abrió tremendos ojos y luego adoptó una actitud
forzadamente formal, como si nada pudiera llamarle la atención, acomodándose su
eterna chaqueta de cuero y restregándose la cara para comprobar su impecable
afeitado. Cuando las mujeres se retiraron, Octavio se negó a cobrarles, por
supuesto, respondiendo con galantería torpe y fuera de práctica, que estaba
encantado de la visita y que la sola presencia de Bernarda en su negocio y su
ayuda, eran pago más que suficiente para él, lo que incomodó un poco a la
señora Alicia pero fascinó a Edelmira, quien aceptó el regalo por todas, en el
acto y sin dudarlo y encima prometió futuras visitas, para ella, aceptar los
halagos de un hombre, era un derecho y privilegio natural de la mujer que no se
debía reprimir, pues esta nunca debía sentirse obligada a retribuirlos, si no
quería, pero sí a aceptarlos, pues todo ello era parte de un proceso natural
creado por Dios, que hasta los pájaros imitaban.
Una vez en casa, Bernarda se llevó a su hijo
para desembarazarlo por fin de sus incómodos atuendos y Aurora a alimentar a su
hija. La señora Alicia encontró sobre la mesa de la cocina un Cristo de madera
con un brazo nuevo atado al cuerpo con huinchas elásticas, Ulises estaba a
punto de llevárselo de vuelta al cura luego de haberlo reparado. Antes de irse,
comentó que la noche anterior había encontrado a Jonás, el titiritero, parado
fuera de la casa, lo que provocó un repentino ahogo de la señora Alicia con el
agua que acababa de llevarse a la boca, Edelmira esbozó una sonrisa, pero no
dijo nada, solo se quedó expectante, mordiéndose una uña, el viejo continuó sin
relacionar la reacción de la señora Alicia con su comentario, “…dijo que de
joven, había vivido por acá cerca. Usted debe recordarlo seguramente” La señora
Alicia devolvió su agua al lavabo sin beberla, “Sí, es posible… ¿Qué más le
dijo?” Edelmira sólo movía los ojos de uno al otro, como si estuviera viento un
lento pero interesante partido de tenis, Ulises cogió su escultura, “Nada. Que
andaba recordando viejos tiempos… o algo así. Me pareció extraño, pero pensé
que tal vez fuera un viejo amigo suyo…” Luego de eso, el viejo se fue. La
señora Alicia tomó asiento y Edelmira se sentó en frente. Sus enormes ojos eran
tan astutos como inquisidores. “¿Es quien creo que es, verdad?” La señora
Alicia sintió un leve arrepentimiento por haberle hablado alguna vez sobre los
problemas que tuvo con su padre por haberse hecho amiga de un artista
callejero, “¿…verdad?” insistió Edelmira. La señora Alicia asintió resignada y
Edelmira soltó un grito, emocionada, que incluso hizo dar un respingo al
inmutable Alonsito, que concentrado e indiferente, analizaba el comportamiento
de una colonia de hormigas que transitaba por un rincón de la habitación. Edelmira
se puso de pie dando saltitos para preparar café, “Me lo vas a contar todo, hasta
el último detalle” mientras la señora Alicia se peinaba una ceja, atrapada como
un ratón arrinconado por un gato, y sabía que Edelmira era una excelente cazadora
que no la dejaría escapar.
León Faras.
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