XXVI.
La llegada de Ovardo a Rimos fue de
una luctuosidad sin precedentes, parecían un macabro cortejo fúnebre en el que
el muerto, aun no está muerto. Cal Desci nunca olvidaría, como el cielo se rajó
de un trueno en el preciso instante en que el príncipe entró en la ciudad, los
perros aullaron asustados, “Cantinero” se negó a avanzar y la lluvia se desató
violenta, como si los dioses quisieran hacer de su tránsito algo más pesado y lastimoso.
Todo se empapó en segundos, y la poca gente que aun transitaba, desapareció
buscando refugio, solo algunos soldados permanecieron erguidos bajo la lluvia, por
obligación más que porque el espectáculo fuera digno o grato de ver. Nadie hizo
nada cuando el príncipe se desmoronó de su caballo y cayó al barro, inerte, bajo
el peso del aguacero incontenible, como si aquello no fuera más que una consecuencia
natural que todos sabían que sucedería. Como si su caída solo fuese un merecido
descanso. La orden que los volvió a movilizar a todos, vino desde varios metros
dentro de la ciudad, “¿Qué están esperando? Recójanlo y tráiganlo aquí” la
silueta de Serna se podía ver parada allí, reconocido por su alta figura de
carne flácida, cubierta de la lluvia con una ridícula sombrilla de fibras vegetales
y su voz pobremente autoritaria. Dagar se arrodilló en el suelo para ayudar al
príncipe a ponerse de pie, pero este no tenía ninguna intención, “Ya estamos en
casa Señor. Solo un poco más” Ovardo le pasó la mano por el rostro, como
queriendo saber quién le hablaba y murmuró algo relacionado con la princesa
Delia, su mujer. Su intención de hablar se redujo a un estéril movimiento de
labios que pronto se apagó, como cualquier rastro de fuerza en su cuerpo, que
comenzaba a temblar de frío y miedo. Los soldados lo tomaron por debajo de los
brazos y lo arrastraron como a un borracho incapaz de sostenerse en pie, Serna
lo esperó parado en el mismo lugar donde estaba, “¿Está herido?” preguntó
incrédulo de verlo arrastrado como un bulto, “Nada que podamos ver, salvo por
la venda en sus ojos” respondió Dagar, aplastado por la congoja y por el
chaparrón que le caía encima.
La lluvia se podría decir que
equiparaba las cosas para ambos bandos, por un lado disminuía el fuego y por
otro lado, el barro se multiplicaba por todas partes. También y pronto lo
sabrían los Rimorianos, aumentaría el caudal del río Jazza y con él, los
canales que recorrían Cízarin, lo que los convertía en nuevos obstáculos que protegían
la ciudad, casi tan eficientes como muros. Del otro lado del gran puente
principal, la vieja Zaida soportaba la lluvia inmutable, erguida sobre su
caballo, lo que mostraba un temple acostumbrado a las durezas del clima. Había
ordenado verificar con hachas que todos los puentes menores que el fuego no
había destruido ya, quedaran inutilizados, sabía, como todo Cizariano, que el agua
en los canales crecería pronto y se convertiría en un valioso aliado. El fuego
sucumbía con rapidez y la oscuridad se hacía cada vez más cerrada, los informes
tardaban en llegar y sólo hablaban de enemigos que se ponían de pie y seguían
luchando a pesar de haber sufrido heridas ciertamente mortales. Siandro
apareció en ese momento, montado en su caballo caminando con toda calma, como si
supervisara los avances de la batalla, su guardia personal lo seguía de cerca,
uno de estos traía un saco en la mano, cuyo contenido fue vaciado a los pies
del general Rodas, era la cabeza de Darco, “Pensé que les interesaría ver esto”
dijo el rey mirando con indiferencia hacia el oscuro horizonte, cerrado por la
noche y la lluvia “¿Es acaso la cabeza del prisionero?” dijo Rodas con un
rápido vistazo, “Una cabeza bastante peculiar. Obsérvela con más cuidado,
general” No era fácil, el general tuvo que agacharse y tomarla, pero la soltó
de inmediato y retrocedió casi de un salto, Zaida lo miró como si su reacción
hubiese sido de lo más inadecuada, “Está viva…” murmuró Rodas con asco,
mirándose las manos como si se le hubiese pegado algo contagioso, Siandro
sonrió al ver que alguien más caía en su pequeña trampa, “Y también el resto de
su cuerpo despedazado, como lombrices cortadas en trozos. Son criaturas
asquerosas en verdad estos Rimorianos” la expresión de su rostro ilustraba bien
el sentido de sus palabras, Zaida bajó entonces de su caballo, cogió una espada
de un soldado y la ensartó con violencia en la sien de la cabeza cercenada, la
monstruosa cicatrización aun operaba, incluso en los miembros separados del
cuerpo, la cabeza de Darco perdió su inquietante expresión, se relajaron sus
músculos, su macabro rostro se apagó como una fogata bajo la lluvia, sin
embargo, sus párpados y mandíbula seguían acusando un leve e involuntario rastro
de vida “General Rodas, informe a todo el mundo. No importa los medios que
utilicen, quiero que destrocen las cabezas de todos los enemigos. Sólo así dejarán
de luchar” Siandro en tanto se cruzó de brazos y se acomodó en su montura, estaba
disfrutando de la batalla más de lo que esperaba.
Cuando por fin las reses en llamas
se dispersaron y Rianzo pudo organizar a su grupo para controlar la difícil
situación en la que se habían metido, se dio cuenta de que los cadáveres que permanecían
tirados en el suelo eran todos de sus hombres, mientras que los del enemigo, se
ponían de pie y se recuperaban para seguir luchando, a pesar de que estaba
seguro de haber atravesado con su espada a más de uno, sin embargo, su
superioridad seguía siendo por mucho, más amplia. Sinaro, Vanter y los demás se
agruparon en medio del camino. El fuego era cada vez más débil debido al
persistente aguacero, y la noche se cerraba, encerrando al mundo entero dentro
de una enorme cueva. “¿Cuál es el plan?” preguntó el joven Trego restregándose
los ojos empapados para ver un poco mejor, “Matarlos a todos, uno por uno…”
respondió Jacán tras él, luego escupió sonoramente una bola negra de asquerosa cicatrización
mezclada con saliva, de una herida en su boca, y se la limpió con la mano “Es
el plan más malo que he escuchado nunca… pero es lo mismo que yo estaba
pensando” replicó Vanter, con una sonrisa que apenas se veía en la oscuridad,
“Tengo un mal presentimiento de todo esto” continuó Trego, profundamente serio
y concentrado, aferrando su espada con ambas manos, “Hoy ya he muerto…” dijo
Sinaro, erguido y altanero como una fortaleza frente al mar, refiriéndose a la
herida en su vientre y que le había atravesado el cuerpo “…y un muerto, no
puede volver a morir, no importa lo que hagan, no importa cuántos sean… yo ya he
muerto, ahora les toca a ellos” “Esto es una locura…” murmuró a su lado Boras,
un tipo pequeño, calvo y con una prominente barriga que le daba más apariencia
de tabernero que de soldado. Inexplicablemente, era el único del grupo que no
había recibido ninguna herida en su cuerpo aun. Frente a ellos, Rianzo dio un
grito y todo su grupo de caballería se lanzó en una violenta envestida que,
como era de esperarse, arrasó con los Rimorianos que fueron golpeados y arrojados
en diferentes direcciones y luego pisoteados por los cascos de los caballos. Los
jinetes aminoraron la carrera hasta detenerse y luego se giraron, tan solo un
par de ellos habían caído de su caballo y alguno tenía alguna herida menor. Con
la escasa visibilidad de una noche encapotada, no podía verse ni un enemigo de
pie, aunque en los bordes del camino, junto a los muros de las viviendas, las
sombras podían tragarse a un hombre por completo. Los Cizarianos volvieron
sobre sus pasos con precaución, con una mano apretando las riendas y en la otra
la espada y con los ojos tan abiertos como la lluvia les permitía, ya que sus
yelmos estaban pensados para proteger sus cabezas de algo diferente del clima.
Se podían distinguir algunos cadáveres tirados en el lodo al pasar junto a
ellos, pero luego de lo que habían visto, ninguno estaba dispuesto a confiarse.
Y tenían mucha razón. Sinaro se levantó en ese momento, de improviso y dando un
grito horrendo debido a que su mandíbula estaba rota y desencajada, cogió a un
jinete por el brazo y antes de que este cayera al suelo su espada lo atravesó
por el cuello, en otro punto, Trego, con un brazo roto, usaba el otro para
derribar un caballo con su espada y atacar a su jinete, Boras, en cambio, se
arrastraba por el barro con la cabeza rota como un melón por el pisotón de un
caballo. La batalla fue breve pero espeluznante, muchos jinetes cayeron, pero
al final el grupo de inmortales fue doblegado y sus cuerpos destrozados salvajemente,
pues su horrible cicatrización era incontenible, y sus miembros no dejaban de
moverse. Un nuevo grupo de hombres apareció en ese momento por uno de los
callejones, Rianzo y sus soldados se pusieron rápidamente en guardia ante un
nuevo ataque para el que no estaban preparados, pero para su fortuna, los
hombres que llegaban eran Cizarianos. No venían a ayudar, sino a terminar con
el trabajo. La mayoría eran apenas unos chiquillos, se habían llamado a sí mismos “Los Machacadores” y venían armados con
lanzas y mazas, les habían encargado un trabajo que era tan desagradable para
unos como divertido para otros: destrozar la cabeza de todos los enemigos que
encontraran tirados en el suelo.
Emmer,
Nila y el bebé abandonaron la ciudad sin contratiempos y se internaron en los
campos. Encontraron una casucha lo suficientemente alejada de la ciudad que los
campesinos utilizaban como refugio, y allí se detuvieron para tomar un respiro.
Las llamas diseminadas en distintos puntos de la ciudad tenían esa innegable
belleza de los incendios en la noche, pero los gritos de la batalla, que
llegaban hasta sus oídos con toda claridad, le quitaban rápidamente el encanto
y hacían sentirse culpable a cualquiera que disfrutara del espectáculo. Nila
canturreaba suavemente para tranquilizar al bebé hasta lograr que se durmiera,
pero pronto tendría hambre, y entonces ya no sería tan fácil calmarlo, “Hay que
conseguir algo de leche” le dijo a su prometido, sin preguntar siquiera de
donde había salido esa criatura, si la conocía o si simplemente se había
detenido a recogerla en medio de la batalla, y es que en una situación así, por
todos lados habían inocentes que sufrían sin tener culpa alguna de la locura de
los hombres. Hablaron un rato sobre la familia de Nila, la muerte del rey y de
cómo Vanter y los demás habían cuidado de ella hasta encontrarse y Emmer le
contó el porqué Ovardo no estaba con ellos y el horrible castigo que le había
caído encima y ambos se consolaron pensando en que la princesa Delia y el hijo
que venía en camino, seguro le darían la fuerza y la felicidad necesaria para
recuperarse. Entonces el primer trueno rompió la calma y segundos después la
lluvia se desató. Emmer pensó en dejarla allí, a salvo, mientras él buscaba
algo de comer para ellos y el bebé, pero Nila se negó, ella sabía cómo el río
pronto inundaría los campos haciendo crecer los canales de improviso,
arrastrando todo a su paso y aislando las terrazas de cultivos. Debían irse de
allí mientras pudieran. Ella conocía un sitio, aunque no había ido desde que
era una niña, se trataba de un tío, hermano de su padre, un borracho que vivía
solo fuera de la ciudad, y que se dedicaba a producir su propio alcohol y a
cazar animales con trampas y según recordaba Nila, en aquellos años, ya era
bastante bueno en ambas cosas. Con algo de suerte, aun estaría vivo y en el
mismo sitio.
León Faras.
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