jueves, 13 de julio de 2017

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.

XXVI.

La llegada de Ovardo a Rimos fue de una luctuosidad sin precedentes, parecían un macabro cortejo fúnebre en el que el muerto, aun no está muerto. Cal Desci nunca olvidaría, como el cielo se rajó de un trueno en el preciso instante en que el príncipe entró en la ciudad, los perros aullaron asustados, “Cantinero” se negó a avanzar y la lluvia se desató violenta, como si los dioses quisieran hacer de su tránsito algo más pesado y lastimoso. Todo se empapó en segundos, y la poca gente que aun transitaba, desapareció buscando refugio, solo algunos soldados permanecieron erguidos bajo la lluvia, por obligación más que porque el espectáculo fuera digno o grato de ver. Nadie hizo nada cuando el príncipe se desmoronó de su caballo y cayó al barro, inerte, bajo el peso del aguacero incontenible, como si aquello no fuera más que una consecuencia natural que todos sabían que sucedería. Como si su caída solo fuese un merecido descanso. La orden que los volvió a movilizar a todos, vino desde varios metros dentro de la ciudad, “¿Qué están esperando? Recójanlo y tráiganlo aquí” la silueta de Serna se podía ver parada allí, reconocido por su alta figura de carne flácida, cubierta de la lluvia con una ridícula sombrilla de fibras vegetales y su voz pobremente autoritaria. Dagar se arrodilló en el suelo para ayudar al príncipe a ponerse de pie, pero este no tenía ninguna intención, “Ya estamos en casa Señor. Solo un poco más” Ovardo le pasó la mano por el rostro, como queriendo saber quién le hablaba y murmuró algo relacionado con la princesa Delia, su mujer. Su intención de hablar se redujo a un estéril movimiento de labios que pronto se apagó, como cualquier rastro de fuerza en su cuerpo, que comenzaba a temblar de frío y miedo. Los soldados lo tomaron por debajo de los brazos y lo arrastraron como a un borracho incapaz de sostenerse en pie, Serna lo esperó parado en el mismo lugar donde estaba, “¿Está herido?” preguntó incrédulo de verlo arrastrado como un bulto, “Nada que podamos ver, salvo por la venda en sus ojos” respondió Dagar, aplastado por la congoja y por el chaparrón que le caía encima.

La lluvia se podría decir que equiparaba las cosas para ambos bandos, por un lado disminuía el fuego y por otro lado, el barro se multiplicaba por todas partes. También y pronto lo sabrían los Rimorianos, aumentaría el caudal del río Jazza y con él, los canales que recorrían Cízarin, lo que los convertía en nuevos obstáculos que protegían la ciudad, casi tan eficientes como muros. Del otro lado del gran puente principal, la vieja Zaida soportaba la lluvia inmutable, erguida sobre su caballo, lo que mostraba un temple acostumbrado a las durezas del clima. Había ordenado verificar con hachas que todos los puentes menores que el fuego no había destruido ya, quedaran inutilizados, sabía, como todo Cizariano, que el agua en los canales crecería pronto y se convertiría en un valioso aliado. El fuego sucumbía con rapidez y la oscuridad se hacía cada vez más cerrada, los informes tardaban en llegar y sólo hablaban de enemigos que se ponían de pie y seguían luchando a pesar de haber sufrido heridas ciertamente mortales. Siandro apareció en ese momento, montado en su caballo caminando con toda calma, como si supervisara los avances de la batalla, su guardia personal lo seguía de cerca, uno de estos traía un saco en la mano, cuyo contenido fue vaciado a los pies del general Rodas, era la cabeza de Darco, “Pensé que les interesaría ver esto” dijo el rey mirando con indiferencia hacia el oscuro horizonte, cerrado por la noche y la lluvia “¿Es acaso la cabeza del prisionero?” dijo Rodas con un rápido vistazo, “Una cabeza bastante peculiar. Obsérvela con más cuidado, general” No era fácil, el general tuvo que agacharse y tomarla, pero la soltó de inmediato y retrocedió casi de un salto, Zaida lo miró como si su reacción hubiese sido de lo más inadecuada, “Está viva…” murmuró Rodas con asco, mirándose las manos como si se le hubiese pegado algo contagioso, Siandro sonrió al ver que alguien más caía en su pequeña trampa, “Y también el resto de su cuerpo despedazado, como lombrices cortadas en trozos. Son criaturas asquerosas en verdad estos Rimorianos” la expresión de su rostro ilustraba bien el sentido de sus palabras, Zaida bajó entonces de su caballo, cogió una espada de un soldado y la ensartó con violencia en la sien de la cabeza cercenada, la monstruosa cicatrización aun operaba, incluso en los miembros separados del cuerpo, la cabeza de Darco perdió su inquietante expresión, se relajaron sus músculos, su macabro rostro se apagó como una fogata bajo la lluvia, sin embargo, sus párpados y mandíbula seguían acusando un leve e involuntario rastro de vida “General Rodas, informe a todo el mundo. No importa los medios que utilicen, quiero que destrocen las cabezas de todos los enemigos. Sólo así dejarán de luchar” Siandro en tanto se cruzó de brazos y se acomodó en su montura, estaba disfrutando de la batalla más de lo que esperaba.

Cuando por fin las reses en llamas se dispersaron y Rianzo pudo organizar a su grupo para controlar la difícil situación en la que se habían metido, se dio cuenta de que los cadáveres que permanecían tirados en el suelo eran todos de sus hombres, mientras que los del enemigo, se ponían de pie y se recuperaban para seguir luchando, a pesar de que estaba seguro de haber atravesado con su espada a más de uno, sin embargo, su superioridad seguía siendo por mucho, más amplia. Sinaro, Vanter y los demás se agruparon en medio del camino. El fuego era cada vez más débil debido al persistente aguacero, y la noche se cerraba, encerrando al mundo entero dentro de una enorme cueva. “¿Cuál es el plan?” preguntó el joven Trego restregándose los ojos empapados para ver un poco mejor, “Matarlos a todos, uno por uno…” respondió Jacán tras él, luego escupió sonoramente una bola negra de asquerosa cicatrización mezclada con saliva, de una herida en su boca, y se la limpió con la mano “Es el plan más malo que he escuchado nunca… pero es lo mismo que yo estaba pensando” replicó Vanter, con una sonrisa que apenas se veía en la oscuridad, “Tengo un mal presentimiento de todo esto” continuó Trego, profundamente serio y concentrado, aferrando su espada con ambas manos, “Hoy ya he muerto…” dijo Sinaro, erguido y altanero como una fortaleza frente al mar, refiriéndose a la herida en su vientre y que le había atravesado el cuerpo “…y un muerto, no puede volver a morir, no importa lo que hagan, no importa cuántos sean… yo ya he muerto, ahora les toca a ellos” “Esto es una locura…” murmuró a su lado Boras, un tipo pequeño, calvo y con una prominente barriga que le daba más apariencia de tabernero que de soldado. Inexplicablemente, era el único del grupo que no había recibido ninguna herida en su cuerpo aun. Frente a ellos, Rianzo dio un grito y todo su grupo de caballería se lanzó en una violenta envestida que, como era de esperarse, arrasó con los Rimorianos que fueron golpeados y arrojados en diferentes direcciones y luego pisoteados por los cascos de los caballos. Los jinetes aminoraron la carrera hasta detenerse y luego se giraron, tan solo un par de ellos habían caído de su caballo y alguno tenía alguna herida menor. Con la escasa visibilidad de una noche encapotada, no podía verse ni un enemigo de pie, aunque en los bordes del camino, junto a los muros de las viviendas, las sombras podían tragarse a un hombre por completo. Los Cizarianos volvieron sobre sus pasos con precaución, con una mano apretando las riendas y en la otra la espada y con los ojos tan abiertos como la lluvia les permitía, ya que sus yelmos estaban pensados para proteger sus cabezas de algo diferente del clima. Se podían distinguir algunos cadáveres tirados en el lodo al pasar junto a ellos, pero luego de lo que habían visto, ninguno estaba dispuesto a confiarse. Y tenían mucha razón. Sinaro se levantó en ese momento, de improviso y dando un grito horrendo debido a que su mandíbula estaba rota y desencajada, cogió a un jinete por el brazo y antes de que este cayera al suelo su espada lo atravesó por el cuello, en otro punto, Trego, con un brazo roto, usaba el otro para derribar un caballo con su espada y atacar a su jinete, Boras, en cambio, se arrastraba por el barro con la cabeza rota como un melón por el pisotón de un caballo. La batalla fue breve pero espeluznante, muchos jinetes cayeron, pero al final el grupo de inmortales fue doblegado y sus cuerpos destrozados salvajemente, pues su horrible cicatrización era incontenible, y sus miembros no dejaban de moverse. Un nuevo grupo de hombres apareció en ese momento por uno de los callejones, Rianzo y sus soldados se pusieron rápidamente en guardia ante un nuevo ataque para el que no estaban preparados, pero para su fortuna, los hombres que llegaban eran Cizarianos. No venían a ayudar, sino a terminar con el trabajo. La mayoría eran apenas unos chiquillos, se habían llamado a sí mismos “Los Machacadores” y venían armados con lanzas y mazas, les habían encargado un trabajo que era tan desagradable para unos como divertido para otros: destrozar la cabeza de todos los enemigos que encontraran tirados en el suelo.


Emmer, Nila y el bebé abandonaron la ciudad sin contratiempos y se internaron en los campos. Encontraron una casucha lo suficientemente alejada de la ciudad que los campesinos utilizaban como refugio, y allí se detuvieron para tomar un respiro. Las llamas diseminadas en distintos puntos de la ciudad tenían esa innegable belleza de los incendios en la noche, pero los gritos de la batalla, que llegaban hasta sus oídos con toda claridad, le quitaban rápidamente el encanto y hacían sentirse culpable a cualquiera que disfrutara del espectáculo. Nila canturreaba suavemente para tranquilizar al bebé hasta lograr que se durmiera, pero pronto tendría hambre, y entonces ya no sería tan fácil calmarlo, “Hay que conseguir algo de leche” le dijo a su prometido, sin preguntar siquiera de donde había salido esa criatura, si la conocía o si simplemente se había detenido a recogerla en medio de la batalla, y es que en una situación así, por todos lados habían inocentes que sufrían sin tener culpa alguna de la locura de los hombres. Hablaron un rato sobre la familia de Nila, la muerte del rey y de cómo Vanter y los demás habían cuidado de ella hasta encontrarse y Emmer le contó el porqué Ovardo no estaba con ellos y el horrible castigo que le había caído encima y ambos se consolaron pensando en que la princesa Delia y el hijo que venía en camino, seguro le darían la fuerza y la felicidad necesaria para recuperarse. Entonces el primer trueno rompió la calma y segundos después la lluvia se desató. Emmer pensó en dejarla allí, a salvo, mientras él buscaba algo de comer para ellos y el bebé, pero Nila se negó, ella sabía cómo el río pronto inundaría los campos haciendo crecer los canales de improviso, arrastrando todo a su paso y aislando las terrazas de cultivos. Debían irse de allí mientras pudieran. Ella conocía un sitio, aunque no había ido desde que era una niña, se trataba de un tío, hermano de su padre, un borracho que vivía solo fuera de la ciudad, y que se dedicaba a producir su propio alcohol y a cazar animales con trampas y según recordaba Nila, en aquellos años, ya era bastante bueno en ambas cosas. Con algo de suerte, aun estaría vivo y en el mismo sitio.


León Faras. 

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