jueves, 3 de agosto de 2017

La Prisionera y la Reina. Capítulo cuatro.

VIII.

Las alas que Rancober había construido para desafiar al abismo ya estaban terminadas, pero los detalles eran desesperantemente inagotables y se debía ser muy cuidadoso con ellos, ya que una madera en mal estado o una cuerda mal atada, eran formas muy tontas de morir. El muchacho ajustaba las amarras de un lado y de inmediato debía corregir las demás para que el aparato no perdiera su valiosa estabilidad. En eso estaba, afanado, cuando Hanela le trajo comida: carne asada envuelta en una tortilla, el muchacho tomó el rollo hambriento y lo apresó entre los dientes con una voz de agradecimiento pronunciada con dificultad, mientras ocupaba las manos apretando un nudo en un extremo. La muchacha se sentó en el suelo junto a él a comer también. La tortilla sabía muy bien, la carne estaba exquisita, el fuego entibiaba la cueva, el estar juntos les alegraba el corazón, todo era perfecto en ese momento, sin embargo, sabían que pronto terminarían hablando de lo mismo de siempre, de por qué tenían que morir, de por qué no podían alargar ese momento de satisfacción hasta una vida extensa, juntos, sin el constante temor de que el tiempo se acababa y el Débolum aguardaba por la vida de uno. Pero ninguno de los dos habló de eso esa noche, es más, ni siquiera habían acabado con su comida cuando la primera mariposa negra se posó en la barandilla, otras dos fueron más osadas y se acercaron a revolotear junto al fuego. Hanela se puso de pie de un salto y salió corriendo, cuando regresó con los hombres, Ranc sonreía como un bobo, una centena de mariposas negras invadían todo el lugar como una plaga bíblica: los hombres del abismo habían llegado y solicitaban una reunión. La plataforma descendió hasta la saliente más profunda y luego los hombres continuaron a pie, descendiendo aun más por el sendero estrecho hasta la última cueva explorada por los salvajes, un lugar oscuro y frío como nadie se podría imaginar, allí se introdujeron. La costumbre demandaba que dejaran las antorchas en la entrada, ese era un acto de buena educación, pues los hombres del abismo no toleraban bien la luz. Sus grandes ojos de hermoso color rosado aparecieron en la oscuridad. Para la mayoría de los hombres, estos eran conocidos como los subterráneos, criaturas de leyenda, altos, delgados, con la piel rugosa y dura como raíces de árbol, pocos los habían visto, porque poco se dejaban ver. Para los salvajes, estos eran los habitantes del abismo, seres pacíficos y sabios, se respetaban mutuamente aunque, rara vez se encontraban como ahora. Cinco subterráneos podían verse en la tenue luz que llegaba desde las lejanas antorchas, uno de ellos, luego de saludar, indicó que Rodana, la bruja de las jaulas, los acompañaba. A pesar de lo difícil de creer que resultaba que esa mujer se encontrara en ese lugar, los salvajes la buscaron con la mirada hasta que se les informó que uno de los subterráneos, amablemente, había cedido su cuerpo para que a través de él, la bruja estuviera presente. Rodana tenía un informante dentro del castillo de Rávaro, el hermano de su querida sirvienta, por medio de él se había enterado de la existencia de Idalia, la mujer maldita, también, que Rávaro había enviado hombres hacia la ciudad vertical para recuperarla, pues su vida estaba atada a la de él. Ellos querían saber si la mujer aun estaba en la ciudad. Los salvajes, luego de comprender de quien hablaban, señalaron sin pena ni orgullo, que la mujer estaba muerta, que había sido entregada al Débolum y que este la había devorado, esto último, había sido visto por sus propios ojos. Entonces, Rodana y los hombres del abismo, comprendieron que la mujer maldita había sobrevivido al vientre del Débolum, y que ahora sólo podía encontrarse en un lugar. Antes de despedirse, la bruja les sugirió a los hombres de la ciudad vertical, que detuvieran los sacrificios, pues era posible que ya hubiesen encontrado a la mujer que buscaban, la reina que cabalgará sobre el Débolum.

Bolo despertó con la boca seca y la lengua traposa, se enderezó y se sentó en la litera, junto a él había una jarra de cerveza, el hombre-perro la cogió con el entusiasmo de quien encuentra dinero tirado en el suelo y luego de olfatearla, se la llevó a la boca con avidez. Parte del líquido le corría por el cuello hasta el pecho, mientras tragaba todo lo que podía, luego hizo una pausa para soltar con toda la satisfacción del mundo el aire contenido y volver a tomarlo para expulsar un imponente eructo que alargó hasta quedarse sin aire nuevamente. Su rostro era de total felicidad, sin aguardar demasiado, se aprestó a acabar con el reconfortante contenido de la jarra, pero en ese momento su gozo se apagó de a poco. La jarra de cerveza se quedó estancada a exactos diez centímetros de su gran boca, mientras sus ojos inspeccionaban su entorno, el lugar le resultaba familiar, pero su cerebro, poco hábil de por sí, y encima confundido por la resaca y el sueño, no lograba identificarlo con exactitud, sin embargo, pudo dar con la última ubicación conocida: estaban en el valle de las Mellizas, al aire libre, junto al Escorpión y con una agradable fogata encendida, allí se había dormido, luego de beberse él solo, una botella de licor y más de la mitad de la otra, luego de eso no recordaba nada más. Dejó la jarra a un lado cuando poco a poco comenzó a reconocer el lugar y las sospechas de su cerebro, no le gustaron nada, se puso de pie, sí, todo se confirmaba, salió del cuarto y subió la escalerilla que salía al exterior, sobre su cabeza, vio la gigantesca nube artificial de tela que con innumerable sogas mantenía en el aire a la barcaza de Licandro. Bolo entró en pánico, sin hablar ni mirar a nadie se abalanzó contra la barandilla para salir de ahí, pero ya era demasiado tarde, la altura a la que se encontraba lo paralizó de miedo, se mareó terriblemente, su estómago se revolvió como si de pronto se hubiese olvidado de hacia adonde circulaba la gravedad, se sintió sumergido en un océano de pavor, cuando en ese momento, dos brazos poderosos lo atenazaron, lo elevaron del suelo y lo llevaron de vuelta a la seguridad de los camarotes. Los brazos pertenecían a Licandro, un hombre enorme, no solo alto sino también robusto, siempre con su gran sonrisa y su enorme estómago. Un gran bebedor y apostador, carente de toda vergüenza pero por sobre todo, confiable. Bolo lo apreciaba como a un hermano, pero siempre que estuvieran fuera de esa endiablada barcaza. Licandro cogió la jarra que le había dejado a su amigo para volver a llenarla, pero al ver que aun tenía cerveza, se la acabó él mismo de una sentada. Luego tranquilizó al hombre-perro, sería un viaje corto, no tendría que salir a la cubierta si no quería y además, tenía dos barriles de cerveza casi sólo para ellos. Bolo ya respiraba más tranquilo. El Escorpión, se quedó en tierra, en estado de hibernación, con la panza pegada al piso y las patas plegadas hacia sí mismo. El valle de las mellizas era un lugar seguro, no había sitios habitados cerca y sólo los caravaneros pasaban por ahí de vez en cuando, cuando transportaban sus productos de asentamiento en asentamiento, pero difícilmente éstos tendrían la tecnología necesaria para violar la coraza del Escorpión. 


La jungla era un lugar tan hermoso que era difícil de dimensionar lo poco hospitalaria que podía ser, en cierto sentido, pensó el Místico, se parecía a la Criatura, cuya belleza solo podía compararse con su letalidad. Los árboles tenían los troncos blancos y lisos, como si hubiesen sido desollados, se enroscaban y trenzaban asemejando a un monstruoso nudo de culebras que brotaba desde la tierra y se elevaba hasta el cielo, cubierto casi por completo por el follaje. En el suelo, la vegetación era asombrosa, con hojas y flores enormes de formas y colores llamativos, que se pasaban la vida liberando esporas, algunas venenosas, la mayoría, alucinógenas. Esta era su arma más peligrosa y todo el ecosistema trabajaba junto para alimentarse. Alucinaciones que un místico debía aprender a identificar para no ser engañado por su propia mente y terminar como una estatua de piel cristalizada, que era lo único que la jungla dejaba de ti como advertencia a los intrusos. Estatuas hermosas, detalladas y frágiles, de hombres o mujeres congelados en su último aliento, que casi siempre reflejaban el pánico más paralizante o el regocijo de ver cumplido el deseo más anhelado. Esculturas que podían durar siglos si nadie las tocaba o destruirse en un millón de pedazos al más mínimo roce. Tal era el lugar en el que el Místico se internaba.


Fin del capítulo cuarto.


León Faras.

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