VIII.
La
ropa que la vieja Lina guardaba en su casa era, en su mayoría, muy antigua,
pero como la ropa era un bien escaso, la conservaba lo mejor que podía. Para
Clarita, la vieja siempre estaba preocupada de tenerle algún vestido limpio
para su próxima visita, pero Elena tuvo que conformarse con un pantalón, camisa
y zapatos de hombre, que habían pertenecido al hijo de los abuelos, del cual,
desde hace un buen tiempo no tenían noticias. Mientras se bañaban, para Elena
fue inevitable notar las cicatrices en la espalda de Clarita, marcas viejas de
azotes, que daban una idea de por qué la niña le había dicho que también había
decidido huir, pero no dijo nada al respecto, no tenía sentido arruinar el
permanente buen humor de la pequeña, la que en ese momento, además, se divertía
notoriamente en el agua y al mismo tiempo la hacía olvidar a ella, los
desagradables sentimientos que revivía cada vez que recordaba lo que le había sucedido
en el último tiempo. Elena nunca en su vida lo había hecho y ni siquiera había
imaginado que alguna vez se vería a sí misma vestida con ropa de hombre. Al
principio se sintió rara, pero luego hasta le hizo gracia y bromeó con la idea
de ser un muchacho, como si un disfraz bastara para cambiar el pasado y el
destino de una persona. Los zapatos le quedaban un poco grandes y los sentía
increíblemente pesados y toscos para lo que ella estaba acostumbrada, pero no
tenía la menor intención de quejarse. Lavaron su ropa y ayudaron a la vieja
Lina en la cocina, después de la comida, le enseñarían a Elena a hacer queso y
si se quedaban a dormir, por la mañana bien temprano ordeñarían a las cabras. Los
viejos eran amables, compartían lo que tenían y lo que hacían y además siempre
había una habitación disponible para ellas si querían quedarse, Elena se
preguntó por qué la niña no se quedaba permanentemente viviendo con los abuelos,
en vez de irse sola con su hermana imaginaria a vivir en una casucha
destartalada y a punto de caerse, la respuesta, la sabría pronto y sin
necesidad de preguntarla: Clarita le tenía mucho miedo a los lugares pequeños y
cerrados, como el dormitorio que les ofrecían los abuelos, la niña alegre, se
volvía una niña nerviosa y terriblemente incómoda y cuando por fin se dormía, tenía
pesadillas que la despertaban al poco rato y más de una vez en la noche. Gracia
se molestaba y le decía que para qué se dormía, si sabía que tendría sueños
feos, y Clarita, le reprochaba que para ella, era muy fácil, porque jamás
dormía. Al final la niña siempre terminaba yéndose, a veces, a mitad de la
noche y sin decirles nada a los abuelos, pues al parecer, sólo en esa chabola con
media muralla y parte del techo destruido, podía dormir en paz y toda la noche.
No
fue una idea que le cayera demasiado bien, pero al final, no le quedó al padre
Benigno más remedio que aceptar, cuando el doctor le dijo que pasara la noche
en su consulta para que no forzara los puntos de sutura recién hechos, eso,
bajo amenaza de que Guillermina se quedara toda la noche velándolo como a un
muerto, si insistía en irse a su casa. Cuando por fin quedaron solos, el doctor
cogió una silla y se sentó al lado de su paciente, “Dígame Padre, ¿Qué fue lo que
le sucedió?” el cura sólo levantó la vista, parecía tener tensos todos los
músculos de su rostro, luego volvió a bajarla para negar con la cabeza,
“Imagine que alguien mete los dedos en su herida y jala de ella…” el médico se
quitó los lentes para limpiarlos con su pañuelo. El cura concluyó, “…eso fue lo
que pasó” El silencio se prolongó largos segundos, como una conversación sin
sentido que no logra prosperar, finalmente el sacerdote volvió a mirar al
doctor que se acariciaba el bigotillo, pensativo, “¿Qué opina, doctor?” El
médico levantó las cejas y se rascó la cabeza sin tener ni rastros de comezón,
“Que no se me ocurre ninguna explicación plausible, pero le creo, eso explica
el desgarro en la herida, pero es que… nadie lo tocó, ¿cómo es posible?” el
doctor esbozó una sonrisa nerviosa que se diluyó rápidamente, “Siempre he
sabido que el demonio existe, doctor, que él y sus numerosos lacayos acechan al
hombre para tentarlo de mil maneras y alejarlo del amor de Dios, sin embargo,
nunca lo había sentido tan cerca, ni tan presente… y le puedo asegurar que da
un miedo terrible” el cura terminó hundiendo su mirada en el piso, como si su
última afirmación, lo avergonzara. El doctor Cifuentes se echó atrás en su silla,
desarmado, nada podía agregar a una afirmación así, pero cuando lo intentó, se
quedó con el aliento en la boca. Alguien comenzó a golpear su puerta con
desesperante insistencia.
El
hijo de Ismael Agüero entró de sopetón, haciendo espacio para que su padre pudiera
entrar con Úrsula en los brazos, totalmente inerte, “Tiene que ayudar a mi
hija, doctor. Está mal, está muy mal…” “¿Qué le pasó?” preguntó el doctor
mientras la recostaban en una camilla, Ismael sólo pudo responder que al
parecer, había recibido un golpe muy fuerte. La chica tenía sangrado nasal,
pero ese era el único sangrado que se veía, el médico le revisó las pupilas y
las pulsaciones en la muñeca, “¿Cómo se golpeó?” preguntó concentrado en su
trabajo pero no recibió respuesta, la expresión en el rostro de Ismael y su
hijo eran elocuentes, no era que no lo supieran, más bien que no tenían
palabras para expresarlo. En ese momento apareció el padre Benigno desde una
habitación contigua donde reposaba, de pie, con una bata y apretándose la herida
con una mano “¿Dónde está el niño?” Ismael lo vio, y entonces sintió que a él
sí le podía decir lo que no supo decirle al médico, “Padre, ese niño es el
demonio…” El doctor Cifuentes dejó la concentración en su trabajo por unos
segundos para levantar la vista. Esos hombres hablaban muy en serio, pero no
había nada de información útil para él, por lo que tendría que dejar todas las dudas
para el final y centrarse en su paciente. Mandó al sacerdote de vuelta a su
habitación acompañado de Ismael para que esperara ahí, y al hijo de este
último, le pidió que fuera por ropa para su hermana, pues la tendría que revisar
por completo y para ello había que cortarle la ropa que traía, para evitar
movimientos innecesarios de sus miembros posiblemente dañados.
Luego
de más de una hora, el médico entró en la habitación donde reposaba el cura,
abotonándose las mangas de la camisa, Ismael ya había tenido tiempo suficiente
para contarle al sacerdote todo lo sucedido en su casa, incluida la
desaparición del bebé. El viejo campesino se puso de pie de un salto, “¿Cómo
está mi hija, doctor?” El doctor Cifuentes traía la expresión en el rostro de
haber visto algo desagradable, ese tipo de cosas que se atragantan y te
arruinan el día. En su corta carrera, había atendido muchos casos, unos más
complejos que otros, pero sin duda, los más desagradables para él, eran las
víctimas de violencia, sobre todo mujeres y niños que no habían podido huir ni
defenderse de sus agresores, casos que tenían el agravante de sólo ser el fruto
de la voluntad torcida de algún desquiciado, que se sentía con el derecho y la
facultad de imponerse a punta de golpes sobre los más débiles a los que debería
proteger, eso indignaba al doctor y en vez de sentir la satisfacción de ayudar
a alguien, aliviando su malestar, se sentía como si estuviera limpiando la
mierda de otro. Así se sentía el médico cuando llegó a la habitación donde
estaba el padre Benigno e Ismael. Úrsula estaba inconsciente aun, aunque fuera
de peligro de muerte, sin embargo, su cuerpo estaba muy maltratado, la muchacha
tenía hematomas por todas partes, sobre todo en la espalda y en los brazos, en estos
últimos, eran marcas claras de haber sido agarrada con brutalidad y por alguien
con mucha fuerza física, “He visto esto muchas veces antes y siempre es lo
mismo…” “¿A qué se refiere, doctor?” preguntó el cura, con la voz ronca y
tendido en su cama, “Usted lo sabe Padre: hombres que se desquitan a golpes con
sus mujeres por culpa del alcohol o por puro gusto. Padres que educan a sus
hijos de manera brutal y violenta, gente que abusa de los más débiles sólo
porque tienen el poder de hacerlo…” Ismael se acercó al doctor con una
expresión sumamente grave en su rostro, pero no amenazante, “Yo sé exactamente
de lo que está hablando, doctor. Mi padre, era un hombre amable y tranquilo,
pero sólo cuando estaba sobrio, cuando bebía se convertía en un hombre
humillador y violento que golpeó muchas veces a mi madre, y a mí, cuando traté
de defenderla. Era un hombre bruto sin respeto por nada ni por nadie. Muchas
veces tuve que huir con mis hermanos porque quería quemarlos, quemar toda la
casa, acabar con todo de una vez. Pero al otro día, lloraba como un niño de
arrepentimiento, prometiendo esto y aquello, aferrado a las faldas de mi madre,
sin recordar nada de lo que había hecho y lo que había dicho… Pero yo sí lo
recordaba y lo recuerdo todavía. Si piensa que yo he maltratado a mis hijos
alguna vez, está muy equivocado, doctor” El doctor Cifuentes se restregó el
bigote y con la misma mano, le dio una palmada de empatía en el hombro a
Ismael, “No Ismael, créame que no quise insinuar eso, yo únicamente digo lo que
es evidente. Su hija fue agredida de manera brutal, y hay que encontrar al responsable
para evitar que esto continúe” Entonces Ismael le dio una mirada de preocupación
al cura y este la redirigió de vuelta al médico, quien comprendió de inmediato que
había algo que no sabía. En ese momento volvieron a golpear su puerta.
“Doctor
Cifuentes, ¿verdad? Tengo entendido que el padre Benigno está aquí. Sé que estas
no son horas para hacer visitas, pero me urge hablar con él. Es sobre mi hermana,
Elena Ballesteros.”
León Faras.
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