jueves, 10 de agosto de 2017

Autopsia. Segunda parte.

VIII.

La ropa que la vieja Lina guardaba en su casa era, en su mayoría, muy antigua, pero como la ropa era un bien escaso, la conservaba lo mejor que podía. Para Clarita, la vieja siempre estaba preocupada de tenerle algún vestido limpio para su próxima visita, pero Elena tuvo que conformarse con un pantalón, camisa y zapatos de hombre, que habían pertenecido al hijo de los abuelos, del cual, desde hace un buen tiempo no tenían noticias. Mientras se bañaban, para Elena fue inevitable notar las cicatrices en la espalda de Clarita, marcas viejas de azotes, que daban una idea de por qué la niña le había dicho que también había decidido huir, pero no dijo nada al respecto, no tenía sentido arruinar el permanente buen humor de la pequeña, la que en ese momento, además, se divertía notoriamente en el agua y al mismo tiempo la hacía olvidar a ella, los desagradables sentimientos que revivía cada vez que recordaba lo que le había sucedido en el último tiempo. Elena nunca en su vida lo había hecho y ni siquiera había imaginado que alguna vez se vería a sí misma vestida con ropa de hombre. Al principio se sintió rara, pero luego hasta le hizo gracia y bromeó con la idea de ser un muchacho, como si un disfraz bastara para cambiar el pasado y el destino de una persona. Los zapatos le quedaban un poco grandes y los sentía increíblemente pesados y toscos para lo que ella estaba acostumbrada, pero no tenía la menor intención de quejarse. Lavaron su ropa y ayudaron a la vieja Lina en la cocina, después de la comida, le enseñarían a Elena a hacer queso y si se quedaban a dormir, por la mañana bien temprano ordeñarían a las cabras. Los viejos eran amables, compartían lo que tenían y lo que hacían y además siempre había una habitación disponible para ellas si querían quedarse, Elena se preguntó por qué la niña no se quedaba permanentemente viviendo con los abuelos, en vez de irse sola con su hermana imaginaria a vivir en una casucha destartalada y a punto de caerse, la respuesta, la sabría pronto y sin necesidad de preguntarla: Clarita le tenía mucho miedo a los lugares pequeños y cerrados, como el dormitorio que les ofrecían los abuelos, la niña alegre, se volvía una niña nerviosa y terriblemente incómoda y cuando por fin se dormía, tenía pesadillas que la despertaban al poco rato y más de una vez en la noche. Gracia se molestaba y le decía que para qué se dormía, si sabía que tendría sueños feos, y Clarita, le reprochaba que para ella, era muy fácil, porque jamás dormía. Al final la niña siempre terminaba yéndose, a veces, a mitad de la noche y sin decirles nada a los abuelos, pues al parecer, sólo en esa chabola con media muralla y parte del techo destruido, podía dormir en paz y toda la noche.

No fue una idea que le cayera demasiado bien, pero al final, no le quedó al padre Benigno más remedio que aceptar, cuando el doctor le dijo que pasara la noche en su consulta para que no forzara los puntos de sutura recién hechos, eso, bajo amenaza de que Guillermina se quedara toda la noche velándolo como a un muerto, si insistía en irse a su casa. Cuando por fin quedaron solos, el doctor cogió una silla y se sentó al lado de su paciente, “Dígame Padre, ¿Qué fue lo que le sucedió?” el cura sólo levantó la vista, parecía tener tensos todos los músculos de su rostro, luego volvió a bajarla para negar con la cabeza, “Imagine que alguien mete los dedos en su herida y jala de ella…” el médico se quitó los lentes para limpiarlos con su pañuelo. El cura concluyó, “…eso fue lo que pasó” El silencio se prolongó largos segundos, como una conversación sin sentido que no logra prosperar, finalmente el sacerdote volvió a mirar al doctor que se acariciaba el bigotillo, pensativo, “¿Qué opina, doctor?” El médico levantó las cejas y se rascó la cabeza sin tener ni rastros de comezón, “Que no se me ocurre ninguna explicación plausible, pero le creo, eso explica el desgarro en la herida, pero es que… nadie lo tocó, ¿cómo es posible?” el doctor esbozó una sonrisa nerviosa que se diluyó rápidamente, “Siempre he sabido que el demonio existe, doctor, que él y sus numerosos lacayos acechan al hombre para tentarlo de mil maneras y alejarlo del amor de Dios, sin embargo, nunca lo había sentido tan cerca, ni tan presente… y le puedo asegurar que da un miedo terrible” el cura terminó hundiendo su mirada en el piso, como si su última afirmación, lo avergonzara. El doctor Cifuentes se echó atrás en su silla, desarmado, nada podía agregar a una afirmación así, pero cuando lo intentó, se quedó con el aliento en la boca. Alguien comenzó a golpear su puerta con desesperante insistencia.

El hijo de Ismael Agüero entró de sopetón, haciendo espacio para que su padre pudiera entrar con Úrsula en los brazos, totalmente inerte, “Tiene que ayudar a mi hija, doctor. Está mal, está muy mal…” “¿Qué le pasó?” preguntó el doctor mientras la recostaban en una camilla, Ismael sólo pudo responder que al parecer, había recibido un golpe muy fuerte. La chica tenía sangrado nasal, pero ese era el único sangrado que se veía, el médico le revisó las pupilas y las pulsaciones en la muñeca, “¿Cómo se golpeó?” preguntó concentrado en su trabajo pero no recibió respuesta, la expresión en el rostro de Ismael y su hijo eran elocuentes, no era que no lo supieran, más bien que no tenían palabras para expresarlo. En ese momento apareció el padre Benigno desde una habitación contigua donde reposaba, de pie, con una bata y apretándose la herida con una mano “¿Dónde está el niño?” Ismael lo vio, y entonces sintió que a él sí le podía decir lo que no supo decirle al médico, “Padre, ese niño es el demonio…” El doctor Cifuentes dejó la concentración en su trabajo por unos segundos para levantar la vista. Esos hombres hablaban muy en serio, pero no había nada de información útil para él, por lo que tendría que dejar todas las dudas para el final y centrarse en su paciente. Mandó al sacerdote de vuelta a su habitación acompañado de Ismael para que esperara ahí, y al hijo de este último, le pidió que fuera por ropa para su hermana, pues la tendría que revisar por completo y para ello había que cortarle la ropa que traía, para evitar movimientos innecesarios de sus miembros posiblemente dañados.

Luego de más de una hora, el médico entró en la habitación donde reposaba el cura, abotonándose las mangas de la camisa, Ismael ya había tenido tiempo suficiente para contarle al sacerdote todo lo sucedido en su casa, incluida la desaparición del bebé. El viejo campesino se puso de pie de un salto, “¿Cómo está mi hija, doctor?” El doctor Cifuentes traía la expresión en el rostro de haber visto algo desagradable, ese tipo de cosas que se atragantan y te arruinan el día. En su corta carrera, había atendido muchos casos, unos más complejos que otros, pero sin duda, los más desagradables para él, eran las víctimas de violencia, sobre todo mujeres y niños que no habían podido huir ni defenderse de sus agresores, casos que tenían el agravante de sólo ser el fruto de la voluntad torcida de algún desquiciado, que se sentía con el derecho y la facultad de imponerse a punta de golpes sobre los más débiles a los que debería proteger, eso indignaba al doctor y en vez de sentir la satisfacción de ayudar a alguien, aliviando su malestar, se sentía como si estuviera limpiando la mierda de otro. Así se sentía el médico cuando llegó a la habitación donde estaba el padre Benigno e Ismael. Úrsula estaba inconsciente aun, aunque fuera de peligro de muerte, sin embargo, su cuerpo estaba muy maltratado, la muchacha tenía hematomas por todas partes, sobre todo en la espalda y en los brazos, en estos últimos, eran marcas claras de haber sido agarrada con brutalidad y por alguien con mucha fuerza física, “He visto esto muchas veces antes y siempre es lo mismo…” “¿A qué se refiere, doctor?” preguntó el cura, con la voz ronca y tendido en su cama, “Usted lo sabe Padre: hombres que se desquitan a golpes con sus mujeres por culpa del alcohol o por puro gusto. Padres que educan a sus hijos de manera brutal y violenta, gente que abusa de los más débiles sólo porque tienen el poder de hacerlo…” Ismael se acercó al doctor con una expresión sumamente grave en su rostro, pero no amenazante, “Yo sé exactamente de lo que está hablando, doctor. Mi padre, era un hombre amable y tranquilo, pero sólo cuando estaba sobrio, cuando bebía se convertía en un hombre humillador y violento que golpeó muchas veces a mi madre, y a mí, cuando traté de defenderla. Era un hombre bruto sin respeto por nada ni por nadie. Muchas veces tuve que huir con mis hermanos porque quería quemarlos, quemar toda la casa, acabar con todo de una vez. Pero al otro día, lloraba como un niño de arrepentimiento, prometiendo esto y aquello, aferrado a las faldas de mi madre, sin recordar nada de lo que había hecho y lo que había dicho… Pero yo sí lo recordaba y lo recuerdo todavía. Si piensa que yo he maltratado a mis hijos alguna vez, está muy equivocado, doctor” El doctor Cifuentes se restregó el bigote y con la misma mano, le dio una palmada de empatía en el hombro a Ismael, “No Ismael, créame que no quise insinuar eso, yo únicamente digo lo que es evidente. Su hija fue agredida de manera brutal, y hay que encontrar al responsable para evitar que esto continúe” Entonces Ismael le dio una mirada de preocupación al cura y este la redirigió de vuelta al médico, quien comprendió de inmediato que había algo que no sabía. En ese momento volvieron a golpear su puerta.


“Doctor Cifuentes, ¿verdad? Tengo entendido que el padre Benigno está aquí. Sé que estas no son horas para hacer visitas, pero me urge hablar con él. Es sobre mi hermana, Elena Ballesteros.”

León Faras.

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