VI.
“Dios
te salve María, llena eres de gracia, el señor…” el padre Juan Tadeo comenzaba
a rezar el rosario por tercera vez en esa mañana, una mano firme que se posó en
su hombro le interrumpió, era el doctor Werner que le anunciaba que debía salir
unos minutos, el sacerdote, luego de asentir con sosiego, reanudó sus oraciones
con la misma devoción con la que lo había estado haciendo hasta ese momento,
pero no llegó muy lejos, una nueva voz le interrumpió otra vez, “Sus esfuerzos
son en vano, padre…” Diana Ballesteros, tendida sobre su cama, había abierto
los ojos y lo miraba con lástima, como al que se esfuerza por realizar una
tarea que a todas luces es imposible, “La oración siempre ayuda, hija, o al
menos, no te hará ningún daño escucharla” Respondió el cura con dulzura, “El
doctor también pierde su tiempo…” agregó la mujer. El padre Tadeo hizo una
pausa en su labor, al final, dos interrupciones le obligaban a empezar de nuevo
desde el principio, “Él es un buen doctor, y estoy seguro de que está haciendo
todo lo que puede por ayudarte” dijo el anciano sacerdote acariciando la frente
de la enferma, “Yo no estoy loca…” le dijo ella, pero antes de que el cura replicara
lo que tenía pensado decir, la mujer agregó mirándolo a los ojos, “…y tampoco
estoy poseída por demonios como usted cree, padre” El cura le tomó la mano, su
piel arrugada y con manchas contrastaba con la piel blanca y tersa de la mujer,
“Yo no oro porque piense eso, lo hago para que el buen Dios misericordioso interceda
y te libre del mal que afecta tu mente” El cura mentía, en su interior, sí
creía que algo demoniaco podía estar afectando la salud mental de la mujer.
Diana se veía bien, era ella, aunque su voz sonaba agotada, o muy sedada “No
hay ningún mal que sanar, padre, lo que sucede es que yo recuerdo cosas que no
debería recordar…” El padre desvió la vista un segundo y luego la volvió del
todo a los ojos de la mujer, tenía un importante derrame en uno de sus ojos,
“No puedes recordar cosas que no has vivido…” le explicó el cura, como se le
explica lo obvio a un niño, Diana negó con la cabeza levemente, “Recuerdo estar
obligada a usar una venda sobre los ojos, recuerdo el miedo de mi padre cuando
le pedí que me llevara a otro pueblo, recuerdo el calor del fuego abrasándome
por completo, el inimaginable dolor de ser quemada en vida, pero más que nada,
recuerdo el rostro de mi ejecutor… a veces lo veo, padre, está asustado, dice
que tiene miedo de irse…” El cura hizo un gesto a medias entre una sonrisa
lastimera y una mueca de asco, “¿Cómo es que lo ves?” La mujer miró hacia un
rincón de la habitación, “Siempre aparece ahí cuando no hay nadie, lloriqueando
como un niño asustado, diciendo que no sabía lo que hacía… y pidiéndome perdón.
Apenas entiendo lo que dice, lleva una mordaza que nunca se saca” El sacerdote
echó un vistazo hacia el rincón, pero nada había ahí, “El perdón, es la mayor
muestra de amor, hija, nunca dudes en darlo…” recitó el cura, como si se
tratara de una frase aprendida hace años y repetida innumerables veces, Diana
adustó el rostro, “¿De qué sirve perdonar, cuando uno no lo siente, padre?” El
cura retrocedió derrotado, “De nada, hija” Admitió con tristeza, luego de unos
segundos de incómodo silencio, agregó, “Seguiré orando” “Padre…” lo detuvo
ella, “…A veces creo que no existe ningún paraíso, ¿es ese un pecado?” El padre
hizo una mueca como si esas palabras le hubiesen dolido en el hígado, “No digas
esas cosas, hija, son herejía, Dios de seguro tiene un reino preparado para
recibir todas las almas de sus hijos…” “¿Por qué me envió de vuelta entonces,
padre? ¿Por qué Dios no me quiso en su reino?” La mujer lloraba con auténtica
congoja, el cura se arrodilló a su lado, “Dios te ama, hija, no tengas duda de
eso, aunque a veces sus propósitos se nos escapen” “¿Por qué lo permitió?”
Diana lloraba con más intensidad, “…Era mi hijo, era inocente… ¿Por qué
quemaron a mi hijo? No era su culpa, ¡No es su culpa! ¡Y yo tampoco hice nada
malo! ¡Nada, No, no!” Sus gritos alertaron al doctor Werner y a Horacio que
irrumpieron en la habitación, “Está teniendo otra crisis…” Anunció el
psiquiatra empapando un pañuelo con éter etílico con el que sedó a la mujer,
quien ya no lloraba, más bien daba alaridos de dolor y angustia, mientras
Horacio la sujetaba con fuerza por los hombros y el padre Tadeo hacía lo
posible por contener las piernas de Diana que se sacudían con desesperación
debido a un fuego imaginario, pero tan vívido como cualquiera, que la devoraba
en ese momento, “Esto es algo con lo que jamás me había tocado tratar, su
locura va y viene, como si se tratara de una condición atmosférica, y cada vez
que parece mostrar alguna mejoría, que parece que algo está funcionando, viene
una nueva crisis y todo se nos va de nuevo por tierra…” Protestó el doctor
Werner con frustración apretando el puño frente a su propio rostro, el padre
Juan decidió que era ese un buen momento para retirarse por unos minutos,
Horacio se acercó al psiquiatra espiando con un ojo que su esposa durmiera, “He
oído de algunos tratamientos que están siendo probados en pacientes con
afecciones similares de la mente. Al parecer han dado ciertos resultados
positivos” El doctor Werner lo miró como si lo acabase de insultar a él y a toda
su familia, “Esos tratamientos son infames, hechos por palurdos incompetentes
que pretenden ganarse un puesto en la historia, probando sus absurdas teorías
directamente en sus pacientes, sin apenas estudio o análisis previo” Horacio
sólo pretendía sugerir alguna alternativa, el doctor Werner lo comprendió así,
“Escuche, Horacio, he visto pacientes en mucho mejor estado que su esposa,
quedar reducidos a imbéciles en estado vegetal luego de una trepanación de
prueba, fallida, he visto a otros al borde de la hipotermia luego de pasar días
enteros metidos en agua fría. Otros que pensaron que colgarles cabeza abajo con
capuchas en la cabeza por un buen periodo de tiempo era la mejor forma de curar una enfermedad mental y por último, esto lo vi hace muchos años, pero no dudo que
sea una práctica que todavía se lleva a cabo en algunos sitios, he visto
pacientes abandonados por sus familiares, exhibidos como atracciones de un
circo por los propios encargados que prometían cuidarles. Me consta, Horacio,
que esta misma gente ha enjaulado y vendido a sus pacientes más populares.
Algunos son colegas míos, otros, aunque no peores, meros charlatanes que venden
una sabiduría adquirida en sitios imaginarios. Estoy haciendo todo lo que
puedo, pero si usted decide probar los tratamientos de esa gente, no tendrá mi
apoyo, me haré a un lado, lamentándolo mucho por su esposa…”
Esa
misma noche, durante la madrugada, Diana se quitó la vida cortándose las
muñecas con unos trozos de vidrio, el doctor Werner tuvo graves sospechas de
que alguien la había asistido, pues sedada como estaba a esa hora, era difícil
de creer que ella sola hubiese cogido el retrato, haberlo roto contra el
velador, en un ángulo en el que se debía estar de pie para hacerlo, y luego
acostada y correctamente arropada, sin arrugas en su colcha, apareciera
desangrada por la mañana. No encontró a nadie a quien pudiera culpársele con
justa razón, pero dejó muy en claro sus sospechas al doctor Ballesteros, quien
le dejó muy en claro también, que haría todo lo posible por descubrir a cualquiera
que pudiera ser responsable del suicidio de su mujer. Lo cierto es que fue él
mismo, quien, agotado por la enfermedad de su mujer y frustrado por la
inutilidad de todos sus intentos, y luego de varios vasos de coñac, consideró
como factible la posibilidad de asfixiar con un cojín a su esposa, pero al
hallarla despierta a las tres y media de la mañana, tuvo una idea mejor, cogió
el retrato de ambos y luego de romperlo contra el borde del velador le ofreció
uno de los trozos de vidrio mejor formados para el propósito que ambos
sobrentendían, “Lo he intentado todo…” le dijo, “…ya no hay nada más que pueda
hacer por ti”
León Faras.
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