miércoles, 9 de septiembre de 2020

Autopsia. Última parte.


VI.

“Dios te salve María, llena eres de gracia, el señor…” el padre Juan Tadeo comenzaba a rezar el rosario por tercera vez en esa mañana, una mano firme que se posó en su hombro le interrumpió, era el doctor Werner que le anunciaba que debía salir unos minutos, el sacerdote, luego de asentir con sosiego, reanudó sus oraciones con la misma devoción con la que lo había estado haciendo hasta ese momento, pero no llegó muy lejos, una nueva voz le interrumpió otra vez, “Sus esfuerzos son en vano, padre…” Diana Ballesteros, tendida sobre su cama, había abierto los ojos y lo miraba con lástima, como al que se esfuerza por realizar una tarea que a todas luces es imposible, “La oración siempre ayuda, hija, o al menos, no te hará ningún daño escucharla” Respondió el cura con dulzura, “El doctor también pierde su tiempo…” agregó la mujer. El padre Tadeo hizo una pausa en su labor, al final, dos interrupciones le obligaban a empezar de nuevo desde el principio, “Él es un buen doctor, y estoy seguro de que está haciendo todo lo que puede por ayudarte” dijo el anciano sacerdote acariciando la frente de la enferma, “Yo no estoy loca…” le dijo ella, pero antes de que el cura replicara lo que tenía pensado decir, la mujer agregó mirándolo a los ojos, “…y tampoco estoy poseída por demonios como usted cree, padre” El cura le tomó la mano, su piel arrugada y con manchas contrastaba con la piel blanca y tersa de la mujer, “Yo no oro porque piense eso, lo hago para que el buen Dios misericordioso interceda y te libre del mal que afecta tu mente” El cura mentía, en su interior, sí creía que algo demoniaco podía estar afectando la salud mental de la mujer. Diana se veía bien, era ella, aunque su voz sonaba agotada, o muy sedada “No hay ningún mal que sanar, padre, lo que sucede es que yo recuerdo cosas que no debería recordar…” El padre desvió la vista un segundo y luego la volvió del todo a los ojos de la mujer, tenía un importante derrame en uno de sus ojos, “No puedes recordar cosas que no has vivido…” le explicó el cura, como se le explica lo obvio a un niño, Diana negó con la cabeza levemente, “Recuerdo estar obligada a usar una venda sobre los ojos, recuerdo el miedo de mi padre cuando le pedí que me llevara a otro pueblo, recuerdo el calor del fuego abrasándome por completo, el inimaginable dolor de ser quemada en vida, pero más que nada, recuerdo el rostro de mi ejecutor… a veces lo veo, padre, está asustado, dice que tiene miedo de irse…” El cura hizo un gesto a medias entre una sonrisa lastimera y una mueca de asco, “¿Cómo es que lo ves?” La mujer miró hacia un rincón de la habitación, “Siempre aparece ahí cuando no hay nadie, lloriqueando como un niño asustado, diciendo que no sabía lo que hacía… y pidiéndome perdón. Apenas entiendo lo que dice, lleva una mordaza que nunca se saca” El sacerdote echó un vistazo hacia el rincón, pero nada había ahí, “El perdón, es la mayor muestra de amor, hija, nunca dudes en darlo…” recitó el cura, como si se tratara de una frase aprendida hace años y repetida innumerables veces, Diana adustó el rostro, “¿De qué sirve perdonar, cuando uno no lo siente, padre?” El cura retrocedió derrotado, “De nada, hija” Admitió con tristeza, luego de unos segundos de incómodo silencio, agregó, “Seguiré orando” “Padre…” lo detuvo ella, “…A veces creo que no existe ningún paraíso, ¿es ese un pecado?” El padre hizo una mueca como si esas palabras le hubiesen dolido en el hígado, “No digas esas cosas, hija, son herejía, Dios de seguro tiene un reino preparado para recibir todas las almas de sus hijos…” “¿Por qué me envió de vuelta entonces, padre? ¿Por qué Dios no me quiso en su reino?” La mujer lloraba con auténtica congoja, el cura se arrodilló a su lado, “Dios te ama, hija, no tengas duda de eso, aunque a veces sus propósitos se nos escapen” “¿Por qué lo permitió?” Diana lloraba con más intensidad, “…Era mi hijo, era inocente… ¿Por qué quemaron a mi hijo? No era su culpa, ¡No es su culpa! ¡Y yo tampoco hice nada malo! ¡Nada, No, no!” Sus gritos alertaron al doctor Werner y a Horacio que irrumpieron en la habitación, “Está teniendo otra crisis…” Anunció el psiquiatra empapando un pañuelo con éter etílico con el que sedó a la mujer, quien ya no lloraba, más bien daba alaridos de dolor y angustia, mientras Horacio la sujetaba con fuerza por los hombros y el padre Tadeo hacía lo posible por contener las piernas de Diana que se sacudían con desesperación debido a un fuego imaginario, pero tan vívido como cualquiera, que la devoraba en ese momento, “Esto es algo con lo que jamás me había tocado tratar, su locura va y viene, como si se tratara de una condición atmosférica, y cada vez que parece mostrar alguna mejoría, que parece que algo está funcionando, viene una nueva crisis y todo se nos va de nuevo por tierra…” Protestó el doctor Werner con frustración apretando el puño frente a su propio rostro, el padre Juan decidió que era ese un buen momento para retirarse por unos minutos, Horacio se acercó al psiquiatra espiando con un ojo que su esposa durmiera, “He oído de algunos tratamientos que están siendo probados en pacientes con afecciones similares de la mente. Al parecer han dado ciertos resultados positivos” El doctor Werner lo miró como si lo acabase de insultar a él y a toda su familia, “Esos tratamientos son infames, hechos por palurdos incompetentes que pretenden ganarse un puesto en la historia, probando sus absurdas teorías directamente en sus pacientes, sin apenas estudio o análisis previo” Horacio sólo pretendía sugerir alguna alternativa, el doctor Werner lo comprendió así, “Escuche, Horacio, he visto pacientes en mucho mejor estado que su esposa, quedar reducidos a imbéciles en estado vegetal luego de una trepanación de prueba, fallida, he visto a otros al borde de la hipotermia luego de pasar días enteros metidos en agua fría. Otros que pensaron que colgarles cabeza abajo con capuchas en la cabeza por un buen periodo de tiempo era la mejor forma de curar una enfermedad mental y por último, esto lo vi hace muchos años, pero no dudo que sea una práctica que todavía se lleva a cabo en algunos sitios, he visto pacientes abandonados por sus familiares, exhibidos como atracciones de un circo por los propios encargados que prometían cuidarles. Me consta, Horacio, que esta misma gente ha enjaulado y vendido a sus pacientes más populares. Algunos son colegas míos, otros, aunque no peores, meros charlatanes que venden una sabiduría adquirida en sitios imaginarios. Estoy haciendo todo lo que puedo, pero si usted decide probar los tratamientos de esa gente, no tendrá mi apoyo, me haré a un lado, lamentándolo mucho por su esposa…”

Esa misma noche, durante la madrugada, Diana se quitó la vida cortándose las muñecas con unos trozos de vidrio, el doctor Werner tuvo graves sospechas de que alguien la había asistido, pues sedada como estaba a esa hora, era difícil de creer que ella sola hubiese cogido el retrato, haberlo roto contra el velador, en un ángulo en el que se debía estar de pie para hacerlo, y luego acostada y correctamente arropada, sin arrugas en su colcha, apareciera desangrada por la mañana. No encontró a nadie a quien pudiera culpársele con justa razón, pero dejó muy en claro sus sospechas al doctor Ballesteros, quien le dejó muy en claro también, que haría todo lo posible por descubrir a cualquiera que pudiera ser responsable del suicidio de su mujer. Lo cierto es que fue él mismo, quien, agotado por la enfermedad de su mujer y frustrado por la inutilidad de todos sus intentos, y luego de varios vasos de coñac, consideró como factible la posibilidad de asfixiar con un cojín a su esposa, pero al hallarla despierta a las tres y media de la mañana, tuvo una idea mejor, cogió el retrato de ambos y luego de romperlo contra el borde del velador le ofreció uno de los trozos de vidrio mejor formados para el propósito que ambos sobrentendían, “Lo he intentado todo…” le dijo, “…ya no hay nada más que pueda hacer por ti”



León Faras.

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