jueves, 17 de septiembre de 2020

Autopsia. Última parte.

 

IX.

 

“Si vuelves a hacer algo así de nuevo, te juro que me da un síncope” Úrsula estaba parada junto a la cama en el momento en que Elena abría los ojos, le refrescaba la frente con paños húmedos, ésta lucía confundida, como tratando de recordar, “No recuerdo mucho, pero ¿Están todos bien?” preguntó preocupada, Úrsula asintió con esa sonrisa triste como premio de consuelo. El padre Benigno se acercó en cuanto sintió la voz de Elena, ésta lo miró casi con miedo, “Tengo la sensación de haberle hecho algo…” El cura la tranquilizó, en verdad se veía y se sentía bien, sólo tenía las manos vendadas, pero se podía decir que las quemaduras en sus manos sanaban extraordinariamente rápido, “Sólo descansa y recupérate, todos te queremos de vuelta lo antes posible” Por supuesto que también estaban Clarita y Guillermina y Mateo, quien se había puesto tapones de algodón en los oídos para ir de a poco acostumbrándose al constante ruido del mundo, a los estridentes silbidos de los pájaros o al curioso sonido de su propio andar. David jugaba junto a su padre, ajeno e ignorante a la sanación que había realizado en el muchacho sordo, para él, nada extraordinario había sucedido. En una remembranza súbita y pasajera, Elena recordó la medalla que Clarita le había devuelto y se la buscó en su pecho, le daba una extraña seguridad que antes no había sentido, solía quitársela a menudo, cuando se bañaba, o cuando quería lucir otra joya más elegante y luego olvidaba volver a ponérsela, incluso, se sentía obligada a quitársela cuando hablaba con Isabel Vásquez todas esas cosas que a ella le parecían tan impúdicas o hasta heréticas, pero que le encantaban, pues creía de corazón que con la medalla puesta, San Benito la estaba viendo y oyendo y luego la castigaría por ese placer culpable, tal vez, como le dijo Clarita, no debió quitársela nunca. Aquella estampita era famosa por llevar en su reverso la mítica frase “Vade retro Satana”

 

Un mes después, Benigno llegó a casa de Cifuentes solicitado por éste, cuando llegó, encontró a Rupano tirando bultos encima de su coche, el doctor y su esposa tenían todo listo para marcharse, “Pensé que tardaría más tiempo” mencionó el cura con ternura senil, a pesar de que aún no podía considerarse un anciano, “Pues, recibimos un telegrama diciendo que el reemplazo estaba listo y ansioso por venirse, así es que, no había para qué alargar más el trámite. Tengo entendido que llegará mañana” El cura asintió sin mucho más que agregar y recibió las llaves. Minutos después llegaría Elena, ya recuperada, aunque aún no se acostumbraba a esa extraña cicatriz, sucedánea de ombligo, que le había quedado en el vientre, “Pese a lo que pasó, quiero que sepas que estoy feliz de que seamos amigas y de que tú seas la madrina de David. Espero nos veamos pronto…” Le dijo Úrsula, cogiéndole las manos, “Así será, aún pienso en ese negocio del que hablamos. ¡Muchas gracias por todo!”Las mujeres se abrazaron. Cuando el doctor y su esposa se marcharon, Elena se dirigió al cura con humildad, “Padre, he tomado una decisión, y quiero que usted la apruebe sin objeciones…” El cura ni siquiera tuvo tiempo de meditarlo, Elena continuó, “…usaré el dinero que Clodomiro Almeida dejó en mi poder para reconstruir su iglesia, no quiero que me diga nada, sólo que lo acepte” De todos modos, Benigno estaba sin palabras.

 

El cura no se lo esperaba, nadie se lo esperaba en realidad, pero al día siguiente cuando acudió a la estación a recibir al nuevo doctor, a quien se encontró fue a Ignacio Ballesteros, quien venía acompañado de Hortensia, su futura esposa, aunque para eso debería esperar un tiempo, pues la iglesia no era más que un montón de escombros que cada día se reducía un poco con ayuda de los pobladores. El único que no demostró ningún tipo de asombro fue Rupano, quien cargó los bultos como siempre, sin una palabra en la boca, ni gesto interpretable en el rostro. Mientras lo hacía, una mujer madura se acercó al cura, “Benigno Hopfen, ¿no?” Pocos conocían su apellido y menos aún eran los capaces de pronunciarlo correctamente, el cura la miró buscando rastrear en su memoria, algo que se le hacía muy familiar en el rostro de esa mujer, cuando lo halló, se llevó un puño a la boca y sus ojos se humedecieron espontáneamente “¿Elisa…?” Era la muchacha que sus padres le habían arrebatado en su juventud, convertida en una viuda con todos sus hijos grandes y multitud de nietos, “No sabes lo difícil que es hallar la ubicación de este pueblo” dijo la mujer luego de que ambos se abrazaran largamente. Sabía que Benigno se había vuelto sacerdote, pero siempre tuvo la necesidad de volver a verlo, aunque fuera, en los últimos años de su vida. Y allí estaba.

 

Clarita y Mateo, pasaban cada vez más tiempo juntos, compartiendo ese tiempo entre el viejo Tata, que cada día tenía menos ganas de hacer cosas y Guillermina, que los adoraba como hijos. Elena habló con ellos para decirles que se iría, que ese pueblo y todos sus recuerdos, ya no le hacían bien, pero que seguirían en contacto, y que se verían tan seguido, como les fuera posible. No pasaron muchos días, hasta cuando Elena se presentó con una maleta frente a la tía Elba, ésta la miró con soberbia, como quien ha sido ofendido de tal manera que no hay posibilidad de indulgencia, pero Elena no venía a discutir, dejó caer su maleta y soltó el llanto arrojándose a las faldas de su tía pidiéndole perdón. Elba Ballesteros podía ser severamente inflexible, pero era incapaz de resistirse ante tal muestra de humildad y arrepentimiento por parte de un miembro de su familia, principalmente, porque cada vez se estaba sintiendo más sola. La acogió angustiada, movilizando a todas sus empleadas para que atendieran a su sobrina, ésta luego de tranquilizarse, le contó todo lo que el espíritu de su madre le había obligado a hacer, sin importarle si le creía o no, pero la honestidad con la que hablaba era indiscutible, incluyendo que ella misma había seducido a su padre, lo que contribuyó a que con el tiempo, los restos de Horacio Ballesteros acabaran en el mausoleo familiar, junto a los de su esposa y el resto de su familia. Cuando ésta le habló, tiempo después, de su deseo de montar una pequeña tienda de vestidos y costura, la tía reaccionó interesada, pero le advirtió que ella no invertía su dinero en pequeñeces, que si lo iban a hacer, harían algo grande, a la altura de una Ballesteros. Hubo algo que Elena no le contó jamás a su tía: el paradero de su hermano.

 

Varios años después, Benigno, ya en los últimos años de su sacerdocio, recibió una visita en el confesionario de su nueva iglesia, era un hombre joven, con un curioso aspecto que recordaba las imágenes idealizadas de Jesucristo, según por lo que se podía advertir a través de la celosía. El cura lo invitó a hablar, “Cuando era un niño pequeño, envenené a un hombre, padre…” “¿Sabías lo que hacías, hijo?” preguntó Benigno, “Sí, padre, sabía que debía hacerlo para salvar a ese hombre” “¿Tomaste la vida de un hombre con la intención de salvarlo? ¿Por qué un niño pensaría eso?” Benigno sentía que había algo muy raro en esa confesión, el hombre respondió, “No, padre, el veneno no era para matarlo, sino que para que ese hombre no pudiera morir” “Tal cosa no existe, hijo…” replicó el cura, con una muy leve sonrisa de suficiencia, “Existe…” dijo el hombre, “…y usted lo sabe. Yo soy David Cifuentes, padre, y ese día que le di el vaso de agua, no era agua, era el veneno que impidió que usted muriera en la iglesia. El hombre al que envenené, es usted, padre” Benigno recordó sus heridas cicatrizadas al instante, las cuales aún conservaba y para las que no tenía explicación. De pronto le temblaban las manos y la voz, “David, por Dios, estás bajo confesión, te encomiendo que digas la verdad” David parecía el hombre más tranquilo del mundo, “Es la verdad, padre, estoy aquí para decirle que ya sé cuál es el antídoto, pero aún no lo he conseguido” “¿Y cuál es?” preguntó el cura con miedo de oír la respuesta, David dudó, pero al final respondió, “Otra dosis del mismo veneno, padre, cuando la consiga, le prometo que se la traeré” Luego de eso, la puerta del confesionario se abrió y Benigno, sin atreverse a asomarse ni a moverse de su asiento, oyó los pasos tranquilos del hombre que se alejaba.

 

FIN.

 

León Faras.

 

(Este texto es un borrador sujeto a correcciones)

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