XXXI.
Cornelio
ordenó que el campamento fuese montado y que fuese preparado todo para comenzar
a atender al público por la tarde, él se iría a dormir algunas horas porque las
últimas noches que le había tocado pasar, habían sido de las peores en mucho
tiempo, dejó a Beatriz a cargo y se retiró. Ésta se tomaba en serio su trabajo,
y se paseaba haciendo recomendaciones a trabajadores que conocían de memoria la
labor que desarrollaban. Mientras Román dormía, luego de una terrible noche
también, Von Hagen ordenaba la tienda que compartía con Ángel Pardo, pues ya
era hora de que comenzara a hacer sus labores normales, eso lo asustaba un
poco, pues pronto debería responder a la propuesta de Cornelio y no tenía ni
idea de que decirle, en ese momento alguien llegó a su tienda, era uno de los
mellizos, esta vez no era difícil diferenciarlos, porque éste tenía aún el
aspecto cansado propio de quien está convaleciente, “Mi hermano me dijo que tú
diste tu sangre al Curandero sin que nadie te lo pidiera, y quería darte las
gracias…” Aquello no era algo menor, les había salvado la vida a Eugenio y a
Román con ese atrevimiento, pero Horacio lo desestimó diciendo que no había
sido más que sólo un poco de sangre, mas Eugenio no pensaba igual, éste se le
acercó para que sus palabras no salieran de aquella tienda, “Escucha Horacio, te
debo una, si algún día necesitas un favor y te puedo ayudar, sólo tienes que
decírmelo… y mi hermano también piensa lo mismo” Horacio no pudo más que
asentir muy serio, como quien recibe una gran responsabilidad, luego de eso el
mellizo se volvió a su tienda. Ángel Pardo lo miraba desde un rincón donde se
había quedado inmóvil como parte de la decoración, parecía preocupado, aunque
no sabía bien el porqué, “Tengo que preparar mi jaula…” dijo Von Hagen y se
fue. También debía retirar el tarro de pintura para que nadie lo viera y
sospechara algo, mientras lo hacía, vio a la pequeña Sofía sentada sobre una
roca apartada de todos, se le acercó limpiándose las manos en la ropa y
tratando de ser simpático, “¡Ey! Supe que hoy condujiste uno de los camiones,
¡Es increíble que siendo tan pequeña ya puedas hacer cosas así!” Horacio
sonreía, pero la niña no, aunque hizo un esfuerzo cuando le miró, “Horacio,
¿cómo se diferencia a la verdad de la mentira?” le preguntó, el hombre se vio
sorprendido, no se esperaba algo así, se sentó en el suelo, a su lado, “Pues,
yo no sé gran cosa sobre nada, pero un tío mío, que sí sabía mucho porque era
marino, decía que la diferencia era que la mentira era un bote y que la verdad,
era una balsa” Sofía se le quedó mirando con el ceño apretado y los ojos
chiquitos, como cuando uno recibe una respuesta que nada tiene que ver con la
pregunta, Horacio rió divertido, “Yo también puse esa cara, verás, él decía que
si soltabas un bote en el mar, y te olvidabas de él, más temprano que tarde
haría aguas por todas partes y terminaría hundiéndose, mientras que una balsa
podías abandonarla en mitad del océano y sin importar el tiempo, las tormentas
o las marejadas, la balsa siempre permanecía a flote…” “¿O sea…?” dijo la niña,
captando la idea a medias. Von Hagen tuvo que ingeniárselas un poco, “Pues que
las mentiras si no las sostienes se caen, mientras que las verdades se
sostienen por si solas” La niña se quedó dándole vueltas al asunto hasta que
una voz los interrumpió, “¿Ya terminaste tu trabajo?” Era Beatriz, dirigiéndose
a Horacio, éste se puso de pie de un salto, nuevamente limpiándose las manos en
la ropa, “Ya me voy, yo sólo…” y con la frase a medias se fue. Beatriz se
dirigió a la niña, “¿Estás bien?” Le preguntó, “Confundida…” respondió Sofía,
“¿Quieres hacerme alguna pregunta?” ofreció la mujer, sabiendo lo que le había
sucedido en el camión junto a Eugenio, la niña le dijo que no, que Horacio ya
le había dicho lo que quería saber, y ya se iba, cuando Beatriz la detuvo con
una mano en el hombro, “¿Qué fue lo que él te dijo?” La niña la miró con un
amago de sonrisa, “Que los botes se hunden y las balsas no” le respondió.
Por
la tarde, Cornelio ya estaba totalmente repuesto, Beatriz supervisaba de brazos
cruzados los últimos detalles. Los primeros curiosos ya comenzaban a acercarse
con timidez, “¿Algún problema?” preguntó Cornelio acercándose a la mujer, ésta
lo miró y coqueta, le arregló el doblez del cuello de la chaqueta, “Ya casi
está todo listo para empezar a recibir al público, pero hay algo…” dijo, como
queriendo hacerse la interesante, y cuando hacía eso, Cornelio lo sabía, era
porque tenía una de sus tonterías en mente, “¿Qué?” Le respondió escuetamente,
remarcando su escasa paciencia para ese tipo de cosas, Beatriz tuvo que armarse
de valor un poco para terminar lo que había empezado, “Es que sorprendí a
Horacio hablando con Sofía. Temo que él le esté metiendo cosas en la cabeza a
la niña…” Cuando terminó, el hombre la miraba con una mezcla de incredulidad y
diversión, “¿Pero se puede saber a ti qué rayos te pasa con Horacio? Horacio
esto, Horacio aquello, Horacio lo de más allá… Es porque está enamorado de tu
hermana, ¿verdad? ¿Es eso? ¡Dios! ¡Si hasta a veces parece que estuvieras
celosa!” La mujer se sintió ofendida, “¡Nada de eso! Yo sólo me preocupo por la
seguridad de todo esto…” “Pues cuando necesite de tu ayuda, te la pediré”
Respondió Cornelio con una sonrisa cínica, en ese momento, alguien lo habló por
su nombre, Cornelio se volteó, era Román Ibáñez, se veía humilde y cansado como
un perro viejo, “¿Podemos hablar?” le dijo, Cornelio le susurró algo al oído a
Beatriz y luego se dirigió a su oficina, seguido por el enano y su penoso andar,
“El público no tardará en llegar. Sé breve” Advirtió Cornelio mientras Román
hacía un mediano esfuerzo por encaramarse en la silla, “Supongo que ya sabes
que… Eloísa es mi hija” Cornelio también se sentó, “¿Se lo dijiste?” Su mirada
era aviesa, el enano negó, “No, ella me lo dijo a mí…” luego de detectar el
desagrado en el rostro de su jefe, agregó, “No te preocupes, ella me odia, dijo
que ojala me pudra en el infierno” el rostro de Cornelio se relajó a medida que
se echaba atrás en su silla y se cruzaba de brazos, “¿Qué es lo que quieres,
Román?” Román tomó aire, “Quiero que arruines a mi familia. Tú puedes hacerlo”
Cornelio soltó una risa que de inmediato hizo desaparecer, ese era un muy mal
chiste, “¿Qué, por qué?” Román no lo miraba directamente a los ojos, “Ellos
debieron acoger a Eloísa, ella era mi hija, y tenía derecho a mi parte de la
fortuna de mi familia, ¡Yo era el primogénito! Y ellos le quitaron todo y la dejaron
en la calle…” Cornelio se rascaba la frente, como buscando las palabras más adecuadas
para mandar a alguien al diablo, “Debiste pedirlo cuando firmabas el contrato.
Tú ya lo firmaste, y no puedes firmar otro. No voy a hacer lo que me pides, es
una tontería” El enano esta vez sí levantó la vista, “Haré lo que me pidas, sé
que me quieres muerto, yo mismo lo haré…” “Ya gastaste tu bala” le recordó su
jefe, “Hay cientos de maneras en las que un hombre puede morir” replicó el
enano, “Pero no todas te valen…” le recordó Cornelio, y agregó, “Ese es un
privilegio de los trabajadores, no de las atracciones” Dicho esto, se puso de
pie y abrió la puerta, afuera estaba Horacio, enviado por Beatriz. En cuanto
entró se sintió débil y enfermo, sabía que debía darle una respuesta a su jefe,
y eso ya lo hacía sentirse mal, pero encontrarse a Román allí, era demasiado
para la frágil constitución de su temperamento, Cornelio lo sabía, y quería forzarlo a actuar
por instinto, sin pensárselo demasiado. Extrajo el revólver y lo puso sobre su
escritorio, “Tú y yo tenemos un acuerdo, lo aceptas o no” le dijo con fría
serenidad, Horacio miraba a Román y a él sin atinar a nada, Cornelio cogió el
arma y se la puso en la mano, “Es el momento de que respondas…” Román se veía
más incrédulo que asustado, “¿Un acuerdo? ¿Qué le ofreciste…?” Von Hagen
parecía tener en las manos un arma de cincuenta kilos, que le costaba mucho
levantar. El enano lo miraba con cierta lástima, “No te preocupes, Horacio, yo
ya estoy bien jodido, ¿pero te dijo lo que te pasará si me matas?” le dirigió
la mirada a Cornelio, “¿Le dijiste lo que tendrá que hacer?” “¡Cállate enano!
Te hice un ofrecimiento, ¡Lo quieres o no!” Gruñía Cornelio en el oído de
Horacio, éste parecía al borde de su resistencia, haciendo un esfuerzo por
apuntar el cañón del revólver al diminuto cuerpo del enano, “Tranquilo Horacio,
está bien, sólo espero que sepas lo que haces con tu única bala…” Román lucía
tranquilo, después de todo, ese día se había levantado de la cama con
intenciones de morir, Horacio temblaba, Cornelio lo forzaba y el enano no se
resistía, “Espero que no te haya ofrecido la libertad, porque no te la dará…
espera” Román lo reconsideró, pareció iluminarse de inspiración, “¡Lidia!”
Alcanzó a exclamar antes de que la potente detonación del Colt 45 dejara todo
en silencio. Cornelio le arrebató el arma y lo arrojó al suelo de una bofetada,
la bala había dado en el suelo, perforando el piso de su oficina, y Román,
aunque un poco asustado, estaba ileso. Unos trabajadores se encargaron de meter
a Horacio en su jaula y dejarle encerrado allí por órdenes de un malhumorado Cornelio
Morris, éste cogió al enano antes de que se fuera, “Si haces bien tu trabajo y dejas
de causarme problemas, tal vez considere lo que me has pedido. Pero sólo tal vez”
Román sólo asintió.
Minutos
después aparecía Beatriz con aires triunfales y andar presumido, “Ya sabía que Horacio
no podría hacerlo, si me lo hubieses pedido a mí, el enano ya estaría muerto” Cornelio
estaba fastidiado, “Cierra la puta boca, Beatriz” “¿Es que crees que no sería capaz?”
replicó ésta, orgullosa, Cornelio se puso de pie, “¿Serías capaz de tomar su lugar
y entregarle tu vida a Mustafá hasta el fin de tus días? Ser su esclava ¿Eso te
gustaría? ¿No? ¡Pues entonces deja de sugerir estupideces y cierra la boca!” Eso
la mujer no lo sabía, y por supuesto que Horacio tampoco: para matar a Román había
que tomar su lugar.
León Faras.
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