VIII.
“¡Elena!
¡Déjalo ir, por favor, te lo ruego!” Úrsula entró corriendo hasta llegar frente
al altar, no le importaba que el fuego cubriera gran parte de las paredes de la
iglesia, un edificio más alto que ancho y más largo que alto. Mateo había
llegado dos segundos antes, pero el fuego lo había paralizado de miedo y sólo
miraba en todas direcciones, viendo peligro por todas partes. Cifuentes llegó
detrás de su mujer para sujetarla de los hombros. Las primeras lenguas de fuego
ya lamían los pies del Cristo. “El fuego lo consumió estando en el vientre y
ahora del fuego ha de renacer…” Diana mantenía una mano cubriendo los ojos del
niño que parecía dormido, sin tener intenciones de moverse, con la otra
sujetaba el punzón de hierro. El padre Benigno llegó en ese momento, en la
puerta se quedó parada Guillermina aún abrazada a Clarita. Úrsula insistía,
“Elena, por Dios, eres su madrina, y él te ama, por favor, deja que me lo lleve”
El fuego comenzaba a avanzar por el piso, cerrando un gran círculo. Diana negó
con la cabeza, divertida, “Deja de llamar a Elena, ella ni siquiera está aquí y
tú, no eres la madre de David” “Lo sé…” se apresuró a responder Úrsula, ante la
mirada de incredulidad de su esposo, y agregó, “…pero lo amo como si lo fuera,
y daría mi vida por él” Oriana pareció sonreír complacida, “Te elegimos bien,
pero tu tarea ya terminó, él ya no te necesitará nunca más” Luego, dirigió una
mirada mucho más dura al padre Benigno, quien permanecía arrodillado, rezando
el rosario con devoción, aferrado a una de sus biblias, “Usted no tiene ni idea
de cuánto oré yo por mi vida y la de mi hijo y nadie respondió…” Benigno se
puso de pie con la biblia en alto, “Señor Jesucristo, te imploramos que liberes
a tu sierva, Elena Ballesteros, de las garras del mal que la apresa…” El fuego
ya escalaba casi hasta el techo por las paredes, mientras el Cristo y su cruz
eran abrasados igualmente por las llamas, “Ella sólo nació para servirlo a él
en este día, su vida no tiene más propósito” Gritó Diana, “Con el demonio no se
dialoga” Fue lo primero que le enseñaron cuando se convirtió en sacerdote, y
aunque Oriana ni Diana, no eran el Diablo ni mucho menos, era la primera vez en
todo su ministerio que podía utilizar ese consejo, “Padre, te ruego que
expulses esta presencia maligna, tu sierva Elena Ballesteros, te necesita, te
lo ruego en el nombre de Jesucristo” Oró, caminando hacia ella e ignorándole
por completo, “¿Está dispuesto a arder por ella, padre?” “¡Retrocede, te lo
ordeno en el nombre de Jesucristo!” Benigno ya casi llegaba a su lado, tanto
Úrsula, como su esposo y Mateo, apenas se habían movido de donde estaban,
contenían el aliento, temiendo que Diana usara su punzón en David, “¡…En el
nombre del Padre y del Hijo…!” Insistía el cura, Diana le apuntó con su punzón
a la garganta, lo que provocó el silencio instantáneo del sacerdote, luego la
mujer señaló con su arma al Cristo en llamas sobre ella, “Él nunca me ha
recibido, me ha arrojado de vuelta una y otra vez…” Nuevamente el punzón
apuntaba al cuello del cura, “…Nosotros lo matamos, padre ¿Por qué cree que
ahora querría salvarnos?” Benigno se había olvidado por completo del consejo
que le dieron, ahora la miraba directo a los ojos. Mateo se atrevió a acercarse
agazapado tras él. “No culpes al Señor por la maldad de los hombres” dijo el
cura, con el rostro bañado en sudor. Su tono volvía a ser amenazante, como lo
era antaño, Diana no parecía impresionada “Dios se regocija cada vez que se
revela la verdadera naturaleza del hombre, padre, cuando éste pierde el temor,
se vuelve cruel y despiadado, a su imagen y semejanza…” La ira, que parecía
aplacada hace tiempo, volvía a arrobarle “¡Calla!” Gritó el cura, descargando
una bofetada de revés en el rostro de la mujer, aunque se arrepintió de
inmediato, pues golpear el rostro de Elena por segunda vez, lo hacía sentirse
horrible por dentro. Oriana volvió la cara sin una mueca de dolor, “¿Quiere que
ponga la otra mejilla, padre?” Le dijo, fingiendo una inocencia casi infantil, “Déjalos
ir, son buenas personas…” Suplicó el cura en un tono mucho más amable, casi
como un último recurso, “Sólo mientras estén asustados, padre. Quíteles el miedo
y los corderos se volverán lobos, que no dudarán en devorarlo si se los
permite” Fue en ese momento, en que Benigno se sintió tan desvalido como nunca
en su vida lo había estado, tan indefenso e inútil, que si hubiese podido,
hubiese salido corriendo de allí. Desesperado, cogió a la mujer por los hombros
y la arrastró hasta la pared que ardía en llamas a su espalda, “¡En el nombre
de Dios, no permitiré que hagas más daño!” Mateo, quien no entendía la
dimensión de lo que realmente estaba pasando, cogió a David en brazos y salió
corriendo con él, pero apenas Úrsula recibió a su hijo, el muchacho cayó al
suelo aterrado, llevándose las manos a los oídos. En ese momento, Benigno
retrocedía, luchando por extinguir el fuego que le quemaba ambas manos,
mientras Diana se acercaba a él sin siquiera uno de sus cabellos chamuscados,
“¿Aún cree que Dios está de su lado, padre?” Úrsula ya huía de la iglesia con David
en brazos, cuando el cura era atravesado en el estómago por el punzón de Diana,
Guillermina gritó horrorizada, Clarita había corrido en busca de Mateo y salía
con él profundamente perturbado. Cifuentes quiso regresar a auxiliar al cura,
pero se detuvo cuando vio que éste recibía dos estocadas más estando en el
suelo, “Elena, Dios está contigo, confía en Él y vuelve con nosotros” Rogó el
cura apretándose las heridas que, curiosamente, y aunque él no lo había notado,
no sangraban, “Ya se lo dije, padre, Elena ni siquiera está aquí” Le dijo la
mujer, pero entonces su rostro se volvió incredulidad, la imagen del cura
apuñalado volvía a su mente, pero no a su memoria, sino a la de Elena, la que
ahora se manifestaba, entonces ésta reparó en la presencia de Clarita, de pie
junto al sacerdote, que sostenía algo en su mano frente a ella, una cadenita,
“¿Recuerdas lo que me dijiste cuando me la diste? Que este santo podía hacer
retroceder al mismísimo Diablo. Nunca debiste quitártela” Clarita se acercó a ella,
quien lucía ahora confundida y asustada, y con toda su ternura y la pureza de
alma de la que era capaz, se la colgó del cuello. Elena entonces retrocedió dos
pasos, “Perdóneme padre…” murmuró, y se clavó el punzón en el vientre. Para
entonces, las llamas devoraban el edificio por completo, al punto de que ya
nada se podía hacer por salvarlo y el Cristo se hacía pedazos en el suelo.
Cifuentes
auxilió al cura, pero éste le dijo que cogiera a Elena, que aún podían
salvarla, Clarita y Rupano, quien también había llegado alertado por el
incendio, como casi todo el pueblo, ayudaron a salir al cura, quien se veía
bastante bien a pesar de sus heridas, tanto, que insistió en que el doctor
atendiera a Elena primero, cuya única herida sangraba más que las del sacerdote,
cuando llegó su turno, tanto Cifuentes como él mismo, no comprendían qué le
había sucedido, sus heridas estaban selladas por una pasta negra que se había
enraizado en su piel, sin provocar sangrado, algo que jamás ninguno había visto,
Guillermina se persignó sin estar muy segura de por qué. Mateo estaba bien,
Clarita y Guillermina, comprendieron rápidamente lo que le había sucedido: el
chico podía oír, aunque no comprendía nada, oía por primera vez en su vida.
León Faras.
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