domingo, 20 de septiembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 XXIX.

 

Fue una noche larga, la más larga en mucho tiempo, se podían oír los gritos de Cornelio, borracho y solo en su oficina, peleándose y maldiciendo a los espíritus cuyos lamentos no podía acallar ni con todo el licor del mundo. Von Hagen los oía despierto desde su cama, con los ojos pequeños y una mueca de dolor en el rostro, como quien empatiza con el sufrimiento ajeno, “Sus mascotas lo están mordiendo esta noche…” la voz, débil y cansina era de Román, sólo estaban los dos en la tienda a esa hora. Horacio no pudo contener un leve gesto de espanto de verlo despierto, el enano lo notó en el momento, “¿Qué, creías que ya estaba muerto? Debería, pero todavía no, hermano…” Luego, mirándole la muñeca vendada, agregó, “¿Qué te pasó ahí?” Horacio se lo explicó, “Ah…” replicó Román, “…sacaron a Narciso Flores de su caja” “¿Quién?” Horacio no había oído nunca ese nombre. Por lo que contaban los más antiguos del circo, el Curandero era originalmente un médico que, por lo que se hablaba, había estafado a Cornelio con un negocio de no se sabía muy bien qué, y había acabado metido en esa caja, ni completamente vivo, ni completamente muerto, haciendo trabajos de sanación a cambio de la sangre que le habían extraído, “…Y Cornelio te mando a que te rajaras una vena para alimentarlo, ¿no?” Concluyó el enano con esa mueca de suficiencia del que sabe que no puede fallar, pero fallaba, la cara de Horacio era elocuente en ese aspecto, “En realidad…” dijo éste, como si las palabras le dolieran al salir, “…él quería usar tu sangre. Yo me opuse” Ibáñez lo miró, como se le miraría a una roca que de pronto comienza a andar, “Ten cuidado, hermano, te estás volviendo un hombre valiente, deberás asumir las consecuencias” dijo el enano, admirado, pero muy en serio, luego agregó mirando el cielo de su tienta, “Ese maldito me quiere muerto a toda costa, pero no puede hacerlo él mismo, eso debe de joderlo” concluyó con una sonrisa de satisfacción que Horacio no podía compartir, porque esa responsabilidad había recaído sobre él, y por el bien de Lidia, debía morderse la lengua. Los gritos de Cornelio continuaban, esa noche, de seguro nadie dormía en el campamento, “Tal vez yo mismo acabe dándole en el gusto…” murmuró Román como para sí, “Que bueno que estás despierto” La voz era dulce, aunque el tono no lo era tanto, el enano levantó la cabeza, “¿Horacio, la ves?” éste asintió, “Sí, ella es Eloísa, la nueva atracción del circo” Román no estaba seguro de que si eso era mejor o peor que se tratara de la alucinación que él creía. La chica apenas se adentró en la tienda, “El otro día me llamabas Amelia, ¿Por qué?” Román lo recordaba, recordaba haber visto el ángel de Amelia viniendo por él, pero creía que lo había soñado, ahora que veía a Eloísa lo comprendía bien, las alas eran muy reales y el rostro de la niña se parecía mucho a su querida Amelia, “Perdona, estaba muy mal, te confundí con alguien más…” “Ya lo sé, pero por qué con ella, ¿Quién es esa Amelia?” Insistió la muchacha, sin moverse de donde estaba ni perder de vista su objetivo, Román tuvo una idea tan absurda, que la desechó al instante, “Es sólo que, te pareces a alguien que conocí hace años…” Habló con tono cansado, como restándole importancia al tema, la muchacha en cambio parecía muy interesada, “¿Hace unos quince años?” El enano apretó el ceño echándole un vistazo a Horacio que sólo podía mirarles, a uno y al otro, con cara de idiota. La idea de antes ya no le parecía tan absurda, “¿Quién carajos eres tú?” “¿Te recuerdo a Amelia Cruces?” Preguntó la chica, ya sin más rodeos. Su tono era insolente y su mirada hiriente, el enano quedó tan consternado, que si no hubiese estado tendido en su cama, de seguro se hubiese ido de culo al suelo, “Santa Madre de Dios… no puede ser” balbuceó, la chiquilla ahora lucía satisfecha, pero no era un gesto precisamente alentador para el enano, “Tú eres un Ibáñez…” lo afirmó sin dejo de duda, y agregó “…te pareces a ellos. Mi abuela Prudencia me habló de ti, me dijo que seguro estabas muerto, que por eso me habías dejado. Cuando ella murió, tu familia nos quitó todo, las tierras que eran de mi abuelo, la casa, me quedé en la calle… yo era una bastarda sin apellidos” Román estaba mudo, tenía el llanto atragantado en la garganta y se le escapaba por los ojos, Eloísa no había acabado aún, “…deseaba de corazón que estuvieras muerto, al menos así no podía odiarte… papá” El enano intentó decir algo, pero no pudo más que soltar un llanto tan amargo que erizaba el vello, Horacio, desde su cama, se sentía más inútil que nunca. Eloísa, en cambio, había sacado toda la frialdad que tenía guardada para ese momento, aun así, no pudo evitar que se le escapara una lágrima “No se le abandona a los hijos. Espero que te pudras en el infierno” Sentenció la muchacha antes de darse la vuelta e irse. El enano ya había estado ahí muchas veces, aunque no le valían de nada en ese momento, se tapó hasta las orejas, se enrolló en las cobijas y lloró más de lo que había llorado en toda su vida.

 

Entre los gritos de Cornelio y el llanto sobrecogedor de Román, era imposible dormir esa noche para Horacio, por lo que cogió un cigarrillo y salió afuera, no era un buen fumador, a veces se reprochaba que ni eso sabía hacerlo bien, ese era su gran problema, siempre se estaba reprochando cosas. Unas luces fugaces llamaron su atención, pero no detectó nada, la siguiente vez se dio cuenta de que se trataba de la furgoneta negra de los hombres que le dieron la fotografía, se acercó a ellos con timidez, la brasa del cigarro de Vicente Corona era perfectamente visible en la oscuridad, “Llegan tarde…” Damián le echó un vistazo a su hermano como culpándole de eso, éste se justificó, “Fue imposible que llegáramos antes, además, el maldito circo se evaporó en el aire…” “Les dije que no podían seguir a este circo…” Sentenció Horacio, y luego agregó con la autoridad de quien señala los problemas, pero no tiene el deber de solucionarlos, “Ahora, el circo se irá por la mañana, seguro, y no sé qué harán esta vez…” Los hermanos Corona eran astutos, y tenían un buen truco que ya habían usado antes, pero les preocupaba su amigo, Diego Perdiguero, en parte, era culpa suya que aquel estuviera allí. Horacio los miró desolado, “¿Conocen a ese tipo? Pues ahí no hay forma de que les pueda ayudar. Si está ahí, es porque firmó un contrato por su propia voluntad y no hay nada que hacer…” Damián no estaba de acuerdo, si era necesario, lo metía en un saco y se lo echaba al hombro para sacarlo de allí, pero no discutiría eso con el hombre-mono, “Bien ya veremos eso, ahora necesitamos que hagas algo por nosotros…”

 

El truco era tan sencillo como efectivo: un tarro de pintura blanca con un pequeño taponcito de madera en la parte de abajo, el cual estaba atado a una estaca como un clavo grande, Von Hagen debía atar el tarro debajo de uno de los acoplados y enterrar la estaca en la tierra, de esa manera, cuando el vehículo se ponía en marcha, el tapón se quedaba allí y el tarro comenzaba a dejar una marca que se podía seguir durante varios kilómetros. Sólo esperaban que fueran los suficientes.


León Faras.

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