XXIX.
Fue
una noche larga, la más larga en mucho tiempo, se podían oír los gritos de
Cornelio, borracho y solo en su oficina, peleándose y maldiciendo a los
espíritus cuyos lamentos no podía acallar ni con todo el licor del mundo. Von
Hagen los oía despierto desde su cama, con los ojos pequeños y una mueca de
dolor en el rostro, como quien empatiza con el sufrimiento ajeno, “Sus mascotas
lo están mordiendo esta noche…” la voz, débil y cansina era de Román, sólo
estaban los dos en la tienda a esa hora. Horacio no pudo contener un leve gesto
de espanto de verlo despierto, el enano lo notó en el momento, “¿Qué, creías
que ya estaba muerto? Debería, pero todavía no, hermano…” Luego, mirándole la
muñeca vendada, agregó, “¿Qué te pasó ahí?” Horacio se lo explicó, “Ah…”
replicó Román, “…sacaron a Narciso Flores de su caja” “¿Quién?” Horacio no
había oído nunca ese nombre. Por lo que contaban los más antiguos del circo, el
Curandero era originalmente un médico que, por lo que se hablaba, había
estafado a Cornelio con un negocio de no se sabía muy bien qué, y había acabado
metido en esa caja, ni completamente vivo, ni completamente muerto, haciendo
trabajos de sanación a cambio de la sangre que le habían extraído, “…Y Cornelio
te mando a que te rajaras una vena para alimentarlo, ¿no?” Concluyó el enano
con esa mueca de suficiencia del que sabe que no puede fallar, pero fallaba, la
cara de Horacio era elocuente en ese aspecto, “En realidad…” dijo éste, como si
las palabras le dolieran al salir, “…él quería usar tu sangre. Yo me opuse”
Ibáñez lo miró, como se le miraría a una roca que de pronto comienza a andar,
“Ten cuidado, hermano, te estás volviendo un hombre valiente, deberás asumir
las consecuencias” dijo el enano, admirado, pero muy en serio, luego agregó
mirando el cielo de su tienta, “Ese maldito me quiere muerto a toda costa, pero
no puede hacerlo él mismo, eso debe de joderlo” concluyó con una sonrisa de
satisfacción que Horacio no podía compartir, porque esa responsabilidad había
recaído sobre él, y por el bien de Lidia, debía morderse la lengua. Los gritos
de Cornelio continuaban, esa noche, de seguro nadie dormía en el campamento,
“Tal vez yo mismo acabe dándole en el gusto…” murmuró Román como para sí, “Que
bueno que estás despierto” La voz era dulce, aunque el tono no lo era tanto, el
enano levantó la cabeza, “¿Horacio, la ves?” éste asintió, “Sí, ella es Eloísa,
la nueva atracción del circo” Román no estaba seguro de que si eso era mejor o
peor que se tratara de la alucinación que él creía. La chica apenas se adentró
en la tienda, “El otro día me llamabas Amelia, ¿Por qué?” Román lo recordaba,
recordaba haber visto el ángel de Amelia viniendo por él, pero creía que lo
había soñado, ahora que veía a Eloísa lo comprendía bien, las alas eran muy
reales y el rostro de la niña se parecía mucho a su querida Amelia, “Perdona, estaba
muy mal, te confundí con alguien más…” “Ya lo sé, pero por qué con ella, ¿Quién
es esa Amelia?” Insistió la muchacha, sin moverse de donde estaba ni perder de
vista su objetivo, Román tuvo una idea tan absurda, que la desechó al instante,
“Es sólo que, te pareces a alguien que conocí hace años…” Habló con tono
cansado, como restándole importancia al tema, la muchacha en cambio parecía muy
interesada, “¿Hace unos quince años?” El enano apretó el ceño echándole un
vistazo a Horacio que sólo podía mirarles, a uno y al otro, con cara de idiota.
La idea de antes ya no le parecía tan absurda, “¿Quién carajos eres tú?” “¿Te recuerdo a Amelia Cruces?” Preguntó la chica, ya sin más rodeos. Su tono era insolente y
su mirada hiriente, el enano quedó tan consternado, que si no hubiese estado
tendido en su cama, de seguro se hubiese ido de culo al suelo, “Santa Madre de
Dios… no puede ser” balbuceó, la chiquilla ahora lucía satisfecha, pero no era
un gesto precisamente alentador para el enano, “Tú eres un Ibáñez…” lo afirmó
sin dejo de duda, y agregó “…te pareces a ellos. Mi abuela Prudencia me habló
de ti, me dijo que seguro estabas muerto, que por eso me habías dejado. Cuando
ella murió, tu familia nos quitó todo, las tierras que eran de mi abuelo, la
casa, me quedé en la calle… yo era una bastarda sin apellidos” Román estaba
mudo, tenía el llanto atragantado en la garganta y se le escapaba por los ojos,
Eloísa no había acabado aún, “…deseaba de corazón que estuvieras muerto, al
menos así no podía odiarte… papá” El enano intentó decir algo, pero no pudo más
que soltar un llanto tan amargo que erizaba el vello, Horacio, desde su cama,
se sentía más inútil que nunca. Eloísa, en cambio, había sacado toda la
frialdad que tenía guardada para ese momento, aun así, no pudo evitar que se le
escapara una lágrima “No se le abandona a los hijos. Espero que te pudras en el
infierno” Sentenció la muchacha antes de darse la vuelta e irse. El enano ya
había estado ahí muchas veces, aunque no le valían de nada en ese momento, se
tapó hasta las orejas, se enrolló en las cobijas y lloró más de lo que había
llorado en toda su vida.
Entre
los gritos de Cornelio y el llanto sobrecogedor de Román, era imposible dormir
esa noche para Horacio, por lo que cogió un cigarrillo y salió afuera, no era
un buen fumador, a veces se reprochaba que ni eso sabía hacerlo bien, ese era
su gran problema, siempre se estaba reprochando cosas. Unas luces fugaces llamaron
su atención, pero no detectó nada, la siguiente vez se dio cuenta de que se
trataba de la furgoneta negra de los hombres que le dieron la fotografía, se
acercó a ellos con timidez, la brasa del cigarro de Vicente Corona era
perfectamente visible en la oscuridad, “Llegan tarde…” Damián le echó un
vistazo a su hermano como culpándole de eso, éste se justificó, “Fue imposible
que llegáramos antes, además, el maldito circo se evaporó en el aire…” “Les
dije que no podían seguir a este circo…” Sentenció Horacio, y luego agregó con
la autoridad de quien señala los problemas, pero no tiene el deber de
solucionarlos, “Ahora, el circo se irá por la mañana, seguro, y no sé qué harán
esta vez…” Los hermanos Corona eran astutos, y tenían un buen truco que ya habían
usado antes, pero les preocupaba su amigo, Diego Perdiguero, en parte, era
culpa suya que aquel estuviera allí. Horacio los miró desolado, “¿Conocen a ese
tipo? Pues ahí no hay forma de que les pueda ayudar. Si está ahí, es porque
firmó un contrato por su propia voluntad y no hay nada que hacer…” Damián no
estaba de acuerdo, si era necesario, lo metía en un saco y se lo echaba al
hombro para sacarlo de allí, pero no discutiría eso con el hombre-mono, “Bien
ya veremos eso, ahora necesitamos que hagas algo por nosotros…”
El
truco era tan sencillo como efectivo: un tarro de pintura blanca con un pequeño
taponcito de madera en la parte de abajo, el cual estaba atado a una estaca
como un clavo grande, Von Hagen debía atar el tarro debajo de uno de los
acoplados y enterrar la estaca en la tierra, de esa manera, cuando el vehículo
se ponía en marcha, el tapón se quedaba allí y el tarro comenzaba a dejar una marca
que se podía seguir durante varios kilómetros. Sólo esperaban que fueran los suficientes.
León Faras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario