jueves, 20 de abril de 2017

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.

XXV.

Sinaro había reunido un grupo de hombres que seguían su recia figura y su respetable leyenda. Se habían abierto paso más que nada a punta de carreras y escaramuzas contra los escasos grupos de Cizarianos que encontraron en su camino. Finalmente lograron dar con el camino principal, que era la línea recta hacia el palacio, donde seguramente se reunirían con el resto de sus camaradas, y con su rey, pero al llegar allí lo que encontraron fue que estaban en el medio y a varios metros, por un lado, del puente que debían cruzar para avanzar y que estaba fuertemente custodiado, y por el otro, de un nutrido grupo de caballería que a buen paso avanzaban hacia ellos, aquel era el grupo que comandaba Rianzo, quienes al verles, de inmediato azuzaron sus caballos para embestirlos. Sinaro y sus hombres no tenían ninguna oportunidad, eran inmortales, pero eso no les valía de nada para enfrentar tamaño ataque, con seguridad serían golpeados y aplastados sin tener ninguna chance de causar daño alguno, solo podían desperdigarse nuevamente, pero la suerte equipararía las circunstancias. Vanter y un pequeño grupo de Rimorianos aparecieron de uno de los caminos laterales, corriendo y gritando como si hubiesen perdido la cordura, arremetiendo contra el grupo de caballería, en un intento de atacar tan patético como estéril, pero con un valor que rayaba en la locura, la razón  para actuar así venía justo tras ellos, persiguiéndolos a gran velocidad. Enfurecidas y enceguecidas de dolor y miedo, la estampida de reses que se quemaban vivas, embistieron contra el grupo de Rianzo, partiéndolo en dos, causándoles un daño terrible, además de confusión y desorden, las reses arrasaban con cualquier cosa que se les pusiera en frente, los caballos se espantaron, varios jinetes cayeron al suelo, más de uno fue aplastado y la oscuridad no hacía más que empeorarlo todo. Tras el grupo de animales enloquecidos, apareció un jinete Rimoriano solitario, que aprovechó inteligentemente el escudo infranqueable que ofrecía el hato de reses asustadas para cabalgar tras ellas, absurdamente, llevaba en uno de sus brazos lo que parecía un bebé envuelto. Sinaro y sus hombres no lo pensaron dos veces y se lanzaron al ataque con espadas en alto y gritos de furia, en un segundo, las cosas se habían invertido y ahora los Cizarianos estaban en apuros, atascados en un embrollo de hombres y bestias donde mantenerse sobre el caballo podía marcar la diferencia entre vivir o morir.

Cuando por fin Emmer pudo encontrar la casa donde vivía la familia de Nila, la encontró prácticamente reducida a escombros, eso ya se lo temía, pero de verdad esperaba que no fuera así, porque ahora no tenía ninguna idea de dónde buscar. La ciudad entera era un caos de fuego, gritos, gente muerta y otros que morirían pronto, debía confiar en que Nila y su familia se habían puesto a salvo, por ahora no podía hacer otra cosa. Necesitaba un caballo, pero lo único que encontró fue un bonito escudo Cizariano de madera con el borde de metal apoyado contra una pared, nada despreciable para protegerse de las flechas que se veían clavadas por todas partes, como si hubiesen caído del cielo en una tormenta abominable, sin embargo, al tomar el escudo, debajo de este había un niño pequeño que apenas se vio descubierto comenzó a correr y gritar de forma histérica, Emmer se vio absolutamente sorprendido, tal vez pensó que lo correcto era ayudar a ese pequeño, pero pronto averiguó que el niño no estaba precisamente desamparado. Un enorme muchachote imberbe apareció tras él con el cuerpo cubierto de tablas atadas con cuerdas y blandiendo un espadón de madera con el que parecía capaz de aturdir a un cerdo, evidentemente no era un soldado, Emmer logró esquivar dos de esos mandobles, que eran acompañados de estridentes gritos de furia, y con una hábil maniobra, hacerle una zancadilla al muchacho para que este trastabillara y lo dejara en paz, mientras trataba de explicar que solo quería seguir su camino, pero las sorpresas no se acababan. En medio del camino apareció la extravagante figura de un anciano a lomos de un asno, llevaba puesta parte de una armadura tan vieja como él mismo, y en las manos cargaba un largo tubo de hierro con el que le apuntaba. Emmer no tenía ni idea de qué clase de locura afectaba a ese abuelo, ni de qué era lo que pretendía con ese aspecto más ridículo que intimidante, sin embargo, las chispas que comenzaron a brotar insistentes y juguetonas de su raro artilugio y luego la violenta explosión que salió de la boca de este, sumado al particular olor de su aliento que nunca antes había conocido y jamás olvidaría en su vida, lo hicieron cambiar de opinión. Fue apenas un golpecito el que sintió en el estómago, el golpe de algo pequeño y duro, algo invisible tal vez mágico, porque a pesar de no haber visto nada, su armadura tenía un agujero perfectamente circular y en su carne y en sus tripas podía sentir la monstruosa cicatrización ejecutándose. Estaba aturdido, pero más que por la herida era de asombro, tanto que no hizo nada por esquivar el golpe brutal que el muchachote le soltó en el pecho con su espadón de juguete y que lo arrojó al suelo. Emmer cayó sentado contra un poste de madera que era parte de un cerco, mientras el muchacho reía satisfecho consigo mismo, con una risa de burla, de una maldad marcadamente infantil. El viejo preparaba su prototipo de arcabuz para dispararlo nuevamente, pensando que la armadura había salvado a aquel soldado enemigo, espoleó su burro frenéticamente para que este se moviera, con su flema habitual, dos pasos más cerca y volvió a apuntar, el Rimoriano no pensaba quedarse para ver otra prueba de esa extraña arma de trueno, se arrastró bajo el cerco y se ocultó entre las vacas, el muchacho, menos hábil, debido a su peso y a su improvisada armadura de madera, abrió las puertas del cerco con su respetable espadón al hombro para perseguirlo, pero no llegó a entrar, la casa que habitaban estalló violentamente debido a la pólvora y otros extraños compuestos que habían logrado acumular en todos esos años, luego el granero que estaba justo al lado, provocando una lluvia de fuego sobre las reses que ya espantadas por la explosión, huyeron aterrorizadas por la puertas abiertas donde estaba parado el muchacho, quien por muy poco logró hacerse a un lado y salvar el pellejo, pero nada de eso había sido coincidencia, todo había sido provocado por una misteriosa figura encapuchada y cubierta por una gruesa capa que salió del establo ubicado al otro lado del cerco, montando un caballo, un animal inteligente que nunca se había dejado montar por los dueños de esa casa, a quienes su sentido animal los hacía despreciar más que temer. El jinete se detuvo junto a Emmer y lo ayudó a subir a su grupa, luego echó a correr tras la estampida de reses, “¡Bestia traidora!” grito el viejo enfurecido y disparó su arcabuz contra los que huían.

            Solo varios segundos después, y muchos metros, Emmer notó que el jinete que lo había salvado comenzaba a desfallecer, llevaba el proyectil lanzado por el viejo alojado muy cerca de su corazón, también notó que este no era hombre sino mujer y que en su regazo bajo su capa, llevaba un bebé envuelto en cobijas atadas y cruzadas al hombro como un hatillo, el hombre tomó las riendas y detuvo el caballo, la mujer moría en sus brazos, “Cuídalo, es Rimoriano como tú, y como yo…” dijo, mientras Emmer tomaba la criatura sin saber que más hacer y la madre caía lenta e irremediablemente al suelo, ya sin vida. Nunca supo su nombre ni por qué hizo lo que hizo, solo que al parecer tenía razones poderosas para huir con su bebé de ese lugar y de esa gente a la primera oportunidad, y así lo había hecho. Las reses corrieron despejando el camino frente a ellas de cualquier obstáculo, lo que fue aprovechado por Emmer para salir de ese laberinto, sin embargo, la ruta no era completamente segura, pues no estaba libre del fuego ni de los arqueros que no dejaban de atosigar desde los tejados, solo la velocidad del caballo mantuvo ilesos al jinete y al bebé que este protegía con su cuerpo. Al llegar al camino principal se detuvo, el proyectil encapsulado en sus tripas le dolía tanto como un hueso roto, pero no le prestaría demasiada atención. Entonces la vio, Nila estaba allí, pegada a una pared con la espada de un enemigo muerto en las manos, se veía cansada, asustada y cubierta de sangre, el bueno de Vanter no se había despegado de ella. Lo que debía ser un emotivo reencuentro, se diluyó con el llanto del bebé. Nila y Vanter vieron al recién llegado como quien se presenta en una fiesta con un atuendo de lo más inadecuado, “No hay tiempo para explicaciones….” Emmer le estiraba la mano a su novia para que subiera a su caballo “…Tengo que sacarte de aquí”

            Vanter regresó junto a sus compañeros para luchar, mientras Emmer corría en dirección contraria por el camino principal hacia las afueras de Cízarin y más allá, le había prometido a su camarada que regresaría en cuento dejara a Nila y al bebé a salvo, pero esa era una promesa que no cumpliría.


León Faras. 

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