VIII.
La
tetera mediana, y también la más añosa, liberaba un leve y continuo hilo de
vapor puesta sobre los rescoldos, donde la vieja Luca la tenía a mano para
cebar su mate aromatizado con cedrón, era temprano en la mañana y el fuego ya había
ardido un buen rato hasta consumirse. Jonás llegó en ese momento a llenar con
agua caliente una taza en la que traía algunas rígidas hojas de té. El hombre mostraba
un evidente dejo de preocupación en el rostro, la mujer no necesitó preguntar
qué pasaba, “Luna nuevamente dice que ha hablado con su madre…” La vieja
Lucrecia sorbía sonoramente, con el fin de extraer hasta la última gota de agua
de su mate, para volver a llenarlo con parsimonia y sabiduría. “¿Y qué hay de raro
con eso? Es solo una niña…” “Sí, lo mismo pienso yo, que no tiene nada de malo…
Pero hoy me preguntó por su hermana…” Jonás azucaró su té y lo revolvió
pensativo, luego miró a la vieja para preguntarle si había tenido algo que ver
en eso. Era muy poco probable, pero era mejor eliminar completamente esa
posibilidad, la vieja asintió, “También me habló de una hermana, como quien
confiesa un pequeño secreto. No le pregunté nada, jamás había oído nada de eso
y solo pensé que era uno de sus juegos. Tiene una imaginación bendita y es
inteligente como la que más… pero, ¿Acaso es cierto?” Jonás se empujó hacia
arriba sus diminutos anteojos y se quedó hurgueteando la barba un rato, luego
respondió “Ese es el asunto… ella tuvo una hermana melliza que nació muy débil
y murió a los pocos días de nacer, pensaba hablarle de ella, debí hablarle de
ella, pero esperando el mejor momento, nunca lo hice. Y ahora no sé cómo se ha
enterado.” Lucrecia interrumpió la saboreada de su mate para responder con
naturalidad, “Pues se lo ha dicho su madre… lo creas o no, los muertos también
hablan, cuando hay alguien dispuesto a oírlos” Jonás quiso sorber una pizca de
su té, pero retiró los labios rápidamente al sentir el líquido demasiado caliente,
“Ay, vieja Luca, puede que tengas razón” Lucrecia continuó, “…la gente hoy en
día no cree en nada, piensan que todo son puros cuentos de viejos… pero antes
se veían cosas. Mi tía Ernestina, la mayor, sanaba chiquillos con dos rezos y
un par de hierbas y a ella nunca nadie le enseñó nada, ella hablaba con
angelitos desde niña, incluso curaba gente maldita, gente que de un día para
otro caía en cama y ahí se secaban como una plantita, ella iba y los sacaba de
ahí… Y mi padre, que en paz descanse, conoció al Diablo en persona, habló con
él como estamos hablando nosotros, dijo que nunca había estado tan asustado en
toda su vida, y él no era hombre asustadizo. No le quedó de otra que decirle
con mucho respeto que no quería tratos con él, pero el Diablo, astuto, le dio
una moneda de oro y le pidió que se la guardara, porque un día iba a volver por
ella, para tentarlo, pero mi padre nunca la usó, se la mostró a mi madre y yo
también la vi, era grande que no cabía en una taza, valía mucho, pero mi padre
dijo que antes que tener que usarla, nos moríamos todos de hambre, y la
escondió donde nunca más supimos de ella…” La vieja Luca cogió un palo
domesticado hace muchos años por su mano dura y el fuego intenso, y abrió con él
las cenizas para que emergieran de ellas, dos gordas y apetitosas tortillas de
pan cocinadas en los rescoldos, que la vieja cogió entre un paño y su delantal y
limpió enérgicamente antes de tirarlas en un canasto, “…así que yo creo que una
pequeña que hable con su difunta madre, no tiene nada de malo, y no es ni de
cerca lo más extraño que se haya visto…” “Lo sé vieja, lo sé. Si yo no más
quiero que ella esté bien… y si su madre nos quiere ayudar con eso, pues qué le
voy a hacer yo, bienvenido sea…” dijo Jonás mientras se iba a preparar sus
cosas antes de irse a trabajar.
Estela
se levantó muy temprano, pero aun así encontró a la señora Alicia ya sentada en
la cocina tomando desayuno, aunque todavía envuelta en una bata. Bernarda no
tardó en aparecer, totalmente vestida, arreglada y lista para irse a su
trabajo, se preparó una tostada con mermelada canturreando suavemente y se fue,
despidiéndose de todos con una sonrisa radiante, que dejó a la señora Alicia
aun desconcertada, al no poder concebir que una mujer de la edad de Bernarda,
con dos hijos y una nieta, fuera capaz de andar por la vida con esa felicidad y
plenitud propios del amor idealizado de la juventud, lo que le parecía de lo
más extravagante o a lo menos, inadecuado, a Estela en cambio, la nueva actitud
de Bernarda le gustaba, le parecía todo divertidamente raro. Ulises apareció
entonces, venía sonriendo, pues había saludado a su hija antes de que esta se
fuera, y la mujer le había contagiado irremediablemente su espléndido humor.
Estela se puso de pie en el acto para servirle desayuno, pero el viejo se negó,
tenía que ir a la iglesia y estaba atrasado, un “¿Tú?” largo y cargado de duda
salió de la boca de Estela y de la señora Alicia al unísono, ambas muy
sorprendidas debido a que el hombre era más bien renuente a todo tipo de
celebraciones religiosas, pero Ulises se explicó rápidamente, “El Padre habló
conmigo ayer, dice que tiene una figura de madera del Señor que está rota en su
capilla y me pidió que le echara un ojo a ver si podía repararla… seguro no
obtendré más que un par de bendiciones y los favores siempre misteriosos de la
Divina Providencia, pero en fin, de todas maneras veré lo que puedo hacer.” Ya
luego se pasaría por la cafetería de Octavio a comer algo.
Estela
salió de su casa a media mañana, luego de lavar la vajilla y ayudar en las
labores de aseo como siempre lo había hecho. Tenía pensado encontrarse con su
hermano y tal vez hacer algo más de dinero, ahora que ya sabían que el viaje se
acercaba, pero afuera se encontró con Diana, que precisamente la buscaba a ella
y aguardaba a corta distancia a que saliera “Necesito tu ayuda…” Diana lucía
entusiasmada, “…anoche apenas pude dormir, tengo una idea pero tienes que
ayudarme… es por lo de Alberto” Ambas llegaron a la casa de Alberto, pero este
no estaba, “No te preocupes…” dijo Diana sonriendo misteriosa, “…le he
conseguido un pequeño trabajo que lo mantendrá ocupado” luego abrió un pequeño
bolso y sacó de él una cotona, como las que usan los niños en el colegio para
no ensuciar la ropa “Toma, ponte esto, es un poco grande para ti, pero servirá.
Vamos a pintar.”
Cuando
Alberto se desocupó, encontró a ambas muchachas sentadas en la entrada de su
casa comiendo emparedados y bebiendo zumo, tenían pañuelos cubriéndose el pelo
y sus delantales manchados de pintura negra, pero ambas sonreían satisfechas,
la escena, para cualquiera, pero especialmente para el muchacho, era de lo más
incongruente, hasta entrar a la casa. Las muchachas habían limpiado y ordenado
todo ligeramente, y habían pintado de negro ciertos trozos de los muros, de
modo que se podían ver esparcidas por el lugar, varias pizarras de diferentes dimensiones,
grandes y pequeñas, altas y alargadas, en las cuales estaban distribuidas todas
las letras del abecedario, pintadas con pintura blanca y la bonita caligrafía
de Diana y sus respectivos espacios, para que fueran rellenados con palabras a
medida que el muchacho fuera aprendiendo a escribir. El resultado no era para
nada desagradable, y a Alberto, realmente le gustó, al menos estéticamente,
porque en un principio se sintió agobiado por la cantidad de letras distintas,
que jamás imaginó que fueran tantas, y por la cantidad de espacio disponible,
que sintió que tardaría años en rellenar, pero las muchachas lo tranquilizaron,
pues comenzarían de a poco y las cosas se irían haciendo cada vez más fáciles.
Las palabras quedarían escritas en las paredes y de esa manera, las podría
repasar todo el tiempo que permaneciera en casa, incluso de manera inconsciente.
Estela le preguntó por cual palabra quería comenzar y el muchacho no lo dudó,
hace mucho tiempo que tenía la curiosidad de ver cómo lucía su nombre, dibujado
en palabras: “Alberto” dijo.
León Faras.
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