sábado, 1 de abril de 2017

Simbiosis. Una visita al Psiquiátrico.

VIII.

La tetera mediana, y también la más añosa, liberaba un leve y continuo hilo de vapor puesta sobre los rescoldos, donde la vieja Luca la tenía a mano para cebar su mate aromatizado con cedrón, era temprano en la mañana y el fuego ya había ardido un buen rato hasta consumirse. Jonás llegó en ese momento a llenar con agua caliente una taza en la que traía algunas rígidas hojas de té. El hombre mostraba un evidente dejo de preocupación en el rostro, la mujer no necesitó preguntar qué pasaba, “Luna nuevamente dice que ha hablado con su madre…” La vieja Lucrecia sorbía sonoramente, con el fin de extraer hasta la última gota de agua de su mate, para volver a llenarlo con parsimonia y sabiduría. “¿Y qué hay de raro con eso? Es solo una niña…” “Sí, lo mismo pienso yo, que no tiene nada de malo… Pero hoy me preguntó por su hermana…” Jonás azucaró su té y lo revolvió pensativo, luego miró a la vieja para preguntarle si había tenido algo que ver en eso. Era muy poco probable, pero era mejor eliminar completamente esa posibilidad, la vieja asintió, “También me habló de una hermana, como quien confiesa un pequeño secreto. No le pregunté nada, jamás había oído nada de eso y solo pensé que era uno de sus juegos. Tiene una imaginación bendita y es inteligente como la que más… pero, ¿Acaso es cierto?” Jonás se empujó hacia arriba sus diminutos anteojos y se quedó hurgueteando la barba un rato, luego respondió “Ese es el asunto… ella tuvo una hermana melliza que nació muy débil y murió a los pocos días de nacer, pensaba hablarle de ella, debí hablarle de ella, pero esperando el mejor momento, nunca lo hice. Y ahora no sé cómo se ha enterado.” Lucrecia interrumpió la saboreada de su mate para responder con naturalidad, “Pues se lo ha dicho su madre… lo creas o no, los muertos también hablan, cuando hay alguien dispuesto a oírlos” Jonás quiso sorber una pizca de su té, pero retiró los labios rápidamente al sentir el líquido demasiado caliente, “Ay, vieja Luca, puede que tengas razón” Lucrecia continuó, “…la gente hoy en día no cree en nada, piensan que todo son puros cuentos de viejos… pero antes se veían cosas. Mi tía Ernestina, la mayor, sanaba chiquillos con dos rezos y un par de hierbas y a ella nunca nadie le enseñó nada, ella hablaba con angelitos desde niña, incluso curaba gente maldita, gente que de un día para otro caía en cama y ahí se secaban como una plantita, ella iba y los sacaba de ahí… Y mi padre, que en paz descanse, conoció al Diablo en persona, habló con él como estamos hablando nosotros, dijo que nunca había estado tan asustado en toda su vida, y él no era hombre asustadizo. No le quedó de otra que decirle con mucho respeto que no quería tratos con él, pero el Diablo, astuto, le dio una moneda de oro y le pidió que se la guardara, porque un día iba a volver por ella, para tentarlo, pero mi padre nunca la usó, se la mostró a mi madre y yo también la vi, era grande que no cabía en una taza, valía mucho, pero mi padre dijo que antes que tener que usarla, nos moríamos todos de hambre, y la escondió donde nunca más supimos de ella…” La vieja Luca cogió un palo domesticado hace muchos años por su mano dura y el fuego intenso, y abrió con él las cenizas para que emergieran de ellas, dos gordas y apetitosas tortillas de pan cocinadas en los rescoldos, que la vieja cogió entre un paño y su delantal y limpió enérgicamente antes de tirarlas en un canasto, “…así que yo creo que una pequeña que hable con su difunta madre, no tiene nada de malo, y no es ni de cerca lo más extraño que se haya visto…” “Lo sé vieja, lo sé. Si yo no más quiero que ella esté bien… y si su madre nos quiere ayudar con eso, pues qué le voy a hacer yo, bienvenido sea…” dijo Jonás mientras se iba a preparar sus cosas antes de irse a trabajar.

Estela se levantó muy temprano, pero aun así encontró a la señora Alicia ya sentada en la cocina tomando desayuno, aunque todavía envuelta en una bata. Bernarda no tardó en aparecer, totalmente vestida, arreglada y lista para irse a su trabajo, se preparó una tostada con mermelada canturreando suavemente y se fue, despidiéndose de todos con una sonrisa radiante, que dejó a la señora Alicia aun desconcertada, al no poder concebir que una mujer de la edad de Bernarda, con dos hijos y una nieta, fuera capaz de andar por la vida con esa felicidad y plenitud propios del amor idealizado de la juventud, lo que le parecía de lo más extravagante o a lo menos, inadecuado, a Estela en cambio, la nueva actitud de Bernarda le gustaba, le parecía todo divertidamente raro. Ulises apareció entonces, venía sonriendo, pues había saludado a su hija antes de que esta se fuera, y la mujer le había contagiado irremediablemente su espléndido humor. Estela se puso de pie en el acto para servirle desayuno, pero el viejo se negó, tenía que ir a la iglesia y estaba atrasado, un “¿Tú?” largo y cargado de duda salió de la boca de Estela y de la señora Alicia al unísono, ambas muy sorprendidas debido a que el hombre era más bien renuente a todo tipo de celebraciones religiosas, pero Ulises se explicó rápidamente, “El Padre habló conmigo ayer, dice que tiene una figura de madera del Señor que está rota en su capilla y me pidió que le echara un ojo a ver si podía repararla… seguro no obtendré más que un par de bendiciones y los favores siempre misteriosos de la Divina Providencia, pero en fin, de todas maneras veré lo que puedo hacer.” Ya luego se pasaría por la cafetería de Octavio a comer algo.

Estela salió de su casa a media mañana, luego de lavar la vajilla y ayudar en las labores de aseo como siempre lo había hecho. Tenía pensado encontrarse con su hermano y tal vez hacer algo más de dinero, ahora que ya sabían que el viaje se acercaba, pero afuera se encontró con Diana, que precisamente la buscaba a ella y aguardaba a corta distancia a que saliera “Necesito tu ayuda…” Diana lucía entusiasmada, “…anoche apenas pude dormir, tengo una idea pero tienes que ayudarme… es por lo de Alberto” Ambas llegaron a la casa de Alberto, pero este no estaba, “No te preocupes…” dijo Diana sonriendo misteriosa, “…le he conseguido un pequeño trabajo que lo mantendrá ocupado” luego abrió un pequeño bolso y sacó de él una cotona, como las que usan los niños en el colegio para no ensuciar la ropa “Toma, ponte esto, es un poco grande para ti, pero servirá. Vamos a pintar.”


Cuando Alberto se desocupó, encontró a ambas muchachas sentadas en la entrada de su casa comiendo emparedados y bebiendo zumo, tenían pañuelos cubriéndose el pelo y sus delantales manchados de pintura negra, pero ambas sonreían satisfechas, la escena, para cualquiera, pero especialmente para el muchacho, era de lo más incongruente, hasta entrar a la casa. Las muchachas habían limpiado y ordenado todo ligeramente, y habían pintado de negro ciertos trozos de los muros, de modo que se podían ver esparcidas por el lugar, varias pizarras de diferentes dimensiones, grandes y pequeñas, altas y alargadas, en las cuales estaban distribuidas todas las letras del abecedario, pintadas con pintura blanca y la bonita caligrafía de Diana y sus respectivos espacios, para que fueran rellenados con palabras a medida que el muchacho fuera aprendiendo a escribir. El resultado no era para nada desagradable, y a Alberto, realmente le gustó, al menos estéticamente, porque en un principio se sintió agobiado por la cantidad de letras distintas, que jamás imaginó que fueran tantas, y por la cantidad de espacio disponible, que sintió que tardaría años en rellenar, pero las muchachas lo tranquilizaron, pues comenzarían de a poco y las cosas se irían haciendo cada vez más fáciles. Las palabras quedarían escritas en las paredes y de esa manera, las podría repasar todo el tiempo que permaneciera en casa, incluso de manera inconsciente. Estela le preguntó por cual palabra quería comenzar y el muchacho no lo dudó, hace mucho tiempo que tenía la curiosidad de ver cómo lucía su nombre, dibujado en palabras: “Alberto” dijo.


León Faras.

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