domingo, 30 de junio de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXXVI.



Migas consiguió más que solo las anotaciones del difunto Larzo, sino también el Tronador que éste sostenía en su mano, alegando que de nada le serviría a un muerto, que era un desperdicio enterrarlo con él y que, otro desperdicio sería rechazar un buen trozo de su exquisita carne curada a cambio del artilugio. Las viejas, que ya se habían bebido la mitad de la botella de vino y estaban pensando al unísono que sería bueno acompañar la otra mitad con algo más sólido, se dejaron convencer con bastante facilidad, excepto la mayor de todas, que predicaba con sabiduría que robarle sus pertenencias a los finados podía atraer cualquier tipo de calamidades a quienes se atrevían a hacerlo, pero las otras la desestimaron rápidamente y al final sí aceptaron el trato. A todo esto, la gente en la calle ya miraba a Nimir como al hijo que nadie quería tener, y ya empezaban a admirar al viejo Migas por su valentía y paciencia al conservarlo y cuidar de él durante tantos años, cosa a la que no cualquiera estaba dispuesto, porque hasta el perro que vigilaba la carreta se veía más útil a simple vista. Migas llegó contento por sus logros, de hecho, le fue mejor de lo que pensaba, ya que había obtenido más de lo que esperaba sacarle al viejo Larzo de haber estado éste vivo, sin tener que robarle, pero su felicidad se esfumó poco a poco cuando empezó a percibir las miradas de compasión y condescendencia de la gente alrededor, incluso Nimir estaba royendo una manzana que algún alma caritativa le había obsequiado al pasar, y a él le habían dejado una bolsa con patatas de regalo en su asiento que el viejo no pensaba agradecer de ninguna manera, porque tanto él como su padre sabían que si la gente enfermaba y moría, era por estar comiendo cosas que no deben. ¡Si las patatas están bajo tierra, es por algo! Ese era su razonamiento y le sonaba de lo más lógico, por lo que le arrojó las papas a su cerda y se fue de allí despreciando toda mirada amable y todo intento de saludo por parte de esas personas cuyo pasatiempo favorito era juzgar la vida de los demás, incluso la de los desconocidos. Mientras visitaba su antigua casa, la que por cierto, aún permanecía abandonada debido a la tristemente célebre carnicería humana descubierta allí, Migas se enteró, casi sin tener ni que preguntar, de la humillante retirada del poderoso ejército cizariano, que fue aplastado en apenas una noche por la gente de Bosgos, lo que era inentendible para la mayoría, porque Bosgos ni ejército tenía, pero que resultaba genial para él, porque sin esa tonta guerra ya podía regresar tranquilamente a trabajar en su nuevo y gran proyecto: las anotaciones de Larzo y el funcionamiento de su invento. Su casa había sido desvalijada por completo y ahora solo era un agujero oscuro donde se refugiaban los vagos, pordioseros y malhechores a planear sus fechorías y a otras cosas más mundanas también, porque el lugar olía principalmente a mierda, literalmente. Migas sintió nostalgia por su antigua vida allí, y auténtica pena por los huesos de su madre, su calavera más específicamente, la que permanecía allí por la promesa hecha de que ella nunca abandonaría su hogar. Se agarró las manos por la espalda en gesto solemne, respiró hondo el fétido aroma de los desechos humanos, y se fue convencido de que jamás volvería a ese lugar. Una vez en la carreta y ya andando, Nimir seguía con su molesta cantinela repetida en murmullos, y Migas, ya a punto de golpearlo, detuvo sus caballos en seco y le dijo que, o le hablaba con claridad, o cerraba su puta boca de una vez, pero si seguía con su discursillo entre nubes, no solo lo iba a golpear, sino también lo tiraba abajo de su carreta de una patada y hasta ahí nomás llegaba su frágil amistad. Nimir se empequeñeció como un perro apaleado, pero comprendió la importancia de la comunicación en ese momento y con gran esfuerzo, comenzó a elaborar las palabras casi como si tuviera que extraer cada sílaba desde el fondo del mar para sacarla a flote, penosamente armó una frase que Migas agarró apenas, y haciendo uso de toda su capacidad de concentración e interpretación, más o menos comprendió que decía que él no se había bebido el vino. Migas lo miró con los ojos pequeños, como tratando de escudriñar su alma, como cuando hacía negocios con alguien tan amable o generoso que olía a estafa, pero Nimir jamás lo engañaría, se necesitaba al menos ser un poco listo para eso. El viejo asintió. “Está bien, supongo que esos imbéciles se bebieron mi vino y pagaron las consecuencias…” Luego le echó una mirada fraternal. “Tú solo te escondiste. ¿Verdad?” Nimir asintió ansioso y luego esbozó una diminuta sonrisilla por el alivio de que el viejo le creyera y lo exculpara, pero inmediatamente se esfumó cuando el viejo lo miró amenazante estando a punto de ponerse en marcha. “¡Vas a dejar de murmurar tus mierdas en privado como ratón de gambuza! ¿Está claro?” Y Nimir volvió a asentir, pero esta vez con toda la veracidad que su rostro podía expresar, entonces el viejo suavizó su expresión, sonrió emocionado, incluso un poco lascivo, para preguntar si los efectos de su vino habían sido aterradores, Nimir asintió con dolor en el rostro y el viejo se entusiasmó aun más. “¡Vamos, dame detalles!” Exigió.



Cuando sacaron a Costia de su encierro ficticio, salió por su propio pie, pero el sol aún era demasiado fuerte para él, pensó en un principio, al igual que Lorina, que solo era deslumbramiento, que sus ojos se acostumbrarían al poco rato, pero no lo hicieron. Ahora resultaba que veía mejor en la penumbra de su encierro que a plena luz de día, pero la luz no era su única molestia en ese momento, también tenía una intensa comezón en la cabeza que sentía desde que había despertado. “Tal vez alguno de los chicos le arrojó algo de Urticario para molestar.” Justificó Lorina, tomada del brazo del prisionero de la forma más afectuosa. Quizá ese solo era un vicio de su oficio, como se dice, pero para el aguzado instinto de Nina, aquello olía a algo más… ¡si antes quería decapitarlo! Pero en ese momento debía comportarse como la líder que todos esperaban y tomar una decisión sobre qué hacer con el extraño, no en base a lo que era justo o correcto, eso no, sino en base a lo que la mayoría deseara, y la mayoría, o la parte más bulliciosa de esta, deseaba que el prisionero muriera por el mero hecho de ser rimoriano. Su suerte estaba echada, pero entonces uno de los hombres que lo había traído también comenzó a rascarse la cabeza por enésima vez en aquella mañana. “No es Urticario.” Afirmó, señalando al prisionero como si lo culpara de algo grave. Lorina, que aún estaba a su lado, abrió tremendos ojos y tras un breve examen visual, retrocedió de un salto como si le hubiesen arrojado un balde de agua a los pies. “¡Son piojos!” Acusó. “¡Puaj! ¡Rimoriano sucio!” Gritó Cípora, fingiendo arcadas, pues de todas las cosas asquerosas con las que debía lidiar en su vida, que no eran pocas, los piojos eran lo peor, eso y porque en una ciudad con tropecientos venenos, ni uno solo era efectivo contra esos bichos, al menos no sin desgraciar al piojoso. Nina se quejó como si aquello fuera un tonto contratiempo en medio de su ocupadísima agenda y la gente comenzó a alegar que se lo llevaran antes de que empezara a infectar a todo el mundo o a sus cabras, pero para entonces, ya nadie quería acercársele, entonces Lorina lo hizo, con la seriedad y devoción de una santa que atiende a los apestados que nadie quiere, se cubrió el cabello con un pañuelo empapado en orina de cabra hervida con un poco de aceite de tártago y corteza de Sagistán, un árbol con infinitas virtudes y cuyo aroma mantenía lejos hasta a los malos espíritus, y comenzó a rapar la cabeza de Costia con paciencia y cuidado, arrojando los mechones de pelo a una pequeña fogata que los devoraba devolviendo un olor poco agradable, pero que se mantenía anclado al ambiente como un pedo sin fin y que Lorina soportaba sin expresión en el rostro, absorta en su labor, o quizá en sus pensamientos.


León Faras.

sábado, 15 de junio de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXXV.



En un pequeño bosquecillo, cerca de donde, precisamente, había acampado el ejército cizariano antes del ataque, tenía su campamento Vanter y Gúnur, Cherman los acompañaba esa mañana, ya que ninguno de los tres compartía esa moderna costumbre de desayunar y sus estómagos no estaban acostumbrados a pensar en comida antes del mediodía. “¿Y qué fue de ti después del ataque?” Preguntó Vanter, revolviendo un agua de hierbas que, además de abrigar las tripas, era estimulante para el ánimo. Cherman le contó cómo, en la locura de un ataque sin tino ni guía, terminó metido en un circo de peleas a muerte, y también sobre Nut, su gigante nuevo amigo Jazzabariano. “¿Jazzaba… qué?” Preguntó el otro con disgusto, como si le estuvieran tratando de tomar el pelo. Cherman se abrigaba las manos acercándolas al fuego. Le habló sobre la existencia del curioso reino de Jazzabar y su peculiar rey Cegarra, del lugar donde estos organizaban su espectáculo, de cómo terminó cayendo al río por un agujero, de la fea muerte de Damir y del destino incierto de los otros que estaban con él. Entonces, y mientras aún hablaba, tomó una delgada varita de la fogata con una llama diminuta en la punta y comenzó a observarla a una peligrosa corta distancia. Vanter lo miró preocupado. “No sé si lo sabes, pero, no deberías…” El otro, lo miró confiado. “Sí, lo sé. Féctor me lo dijo.” Luego se lanzó un pequeño escupitajo entre los dedos e hizo desaparecer la llamita de un apretón. “Pero le tengo más miedo al miedo mismo, que a lo que sea que pueda matarme.” Vanter nuevamente tenía su cara de disgusto, no sabía si felicitarlo o darle un golpe en la cabeza por tamaña osadía, pero no hizo ninguna de las dos, solo sacudió la cabeza, como quien se espanta una mosca de la nariz, y preguntó: “¿Entonces, viste a Féctor?” Gúnur servía el té en silencio. Otra vez ese tal Féctor, Vanter no paraba de hablar de él. Cherman asintió. “Es un hombre nuevo, Vanter, no creerías lo que ha cambiado, ahora es sencillo y amable; volvió a sonreír y a recuperar su confianza, pero sin esa petulancia insolente que molestaba a todos…” “Entonces, el que le cortó la mano le hizo un favor.” Comentó Vanter en voz baja, mirando de reojo a la mujer que le acompañaba. Cherman guardó silencio, él no había mencionado nada sobre la mano cercenada y sin embargo, Vanter ya lo sabía. Más de alguna vez se le preguntó a Féctor qué le había pasado, pero él solo respondía que “había tenido mala suerte,” “que solo fue una mala jugada del destino” o cosas así, vagas, como si no quisiera hablar al respecto. Ahora, mirando a Vanter, podía ver que aquel sabía lo que había sucedido y que solo estaba esperando a que le preguntara para decírselo, pero, si Féctor no quiso mencionarlo, él no tenía derecho a indagar en el tema solo por satisfacer su curiosidad, simplemente, no era asunto suyo, por lo que solo sonrió, bebió un sorbo de su té, y asintió. “Sí, puede que tengas razón.”



Todos en casa de Teté estaban consternados con la noticia y ella más que todos, porque incluso le pidió a su hija Falena que se quitara el amuleto porque ya no era necesario, Yurba había sacrificado su vida por ellas, y aunque todos en casa, y especialmente sus hijas, creían en ella y en su don a ojos cerrados, esta vez era muy difícil de aceptar lo que decía. Yurba era el más sorprendido pero el menos preocupado, ya más repuesto, sonreía con su risa torcida alegando, con todo respeto eso sí, que Teté había perdido un poco la cabeza esta vez porque lo que estaba diciendo no tenía ningún sentido. Y dándose golpecitos con la punta de los dedos en el pecho repetía: “Pero si estoy aquí, ¡aquí! No me he ido a ninguna parte. ¡Esto es absurdo!” Discutía con gesto de superioridad. Fue entonces cuando Rubi vio una marca que no había visto antes, justo allí donde Yurba se golpeaba. Era pequeña, como el ancho de un cuchillo talabartero, y notoriamente más pálida que el resto de su piel. El hombre alegó que solo se trataba de una pequeña cicatriz, pero por más que lo intentó, no pudo precisar cómo o cuándo se la había hecho, y un soldado siempre recordaba eso, ya que, si bien, las heridas no debían mencionarse siquiera, las cicatrices, por otro lado, eran tema de conversación en cualquier cantina y cada una de ellas debía tener una buena historia detrás… pero esta no. “Parece cauterizada.” Opinó Falena, y Yurba se acarició la herida con un vago recuerdo de ardor. Ya no reía, ahora dudaba. “Es pequeña para una espada… tal vez una lanza.” Señaló Tibrón, mirando de cerca. “O un cuchillo.” Agregó Rubi. “…O un puñal.” Completó Yurba, sin estar muy seguro de por qué. “Entonces, ¿fue un puñal?” Preguntó Rubi, con esa determinación que era difícil de eludir, pero Yurba solo tenía esa palabra flotando en su mente pero sin ningún contexto. “¡Un inocente!” Exclamó de pronto, como si estuviera recolectando piezas esparcidas por el viento. “¿Un inocente te hizo esto con un puñal!” Preguntó Falena. “Sí.” Respondió Yurba. “¡No!” Se corrigió luego. Era como seguir un rastro y luego darse cuenta de que se va en la dirección equivocada. “No estoy entendiendo nada.” Se quejó Rubi con sus brazos en jarra, una postura preocupante para muchos. Yurba buscaba en sus recuerdos como quien escarba en la tierra con sus propias uñas, hasta que de pronto apareció en su mente la imagen de un joven ratero muriendo ante sus ojos. “La sangre de un inocente.” Pronunció con el tono con que se pronuncia una revelación. “¿Quién es el inocente? ¿Tú?” Preguntó Rubi, inclinándose hacia delante como si le hablara a un niño. Yurba negó con la cabeza, en verdad no lo sabía, solo se acariciaba la cicatriz con la yema de los dedos y se repetía en la mente lo del puñal y la sangre como si pretendiera atraer las ideas a su cabeza con un señuelo, pero estas se le escondían como las visiones de un sueño al despertarse el soñante. “¡Esto es ridículo! Tal vez la cicatriz sí la tenía desde antes y simplemente no la habíamos notado.” Exclamó Tibrón, golpeándose los muslos con las palmas de las manos, pero no, Yurba estaba muy cerca de encontrar algo, podía sentirlo como si tuviera un hilo del que solo se necesita tirar para llegar al objetivo. “La sangre del inocente… era para salvarte a ti.” Dijo, sin recordarlo todo con claridad, pero sí estando muy seguro de eso. Rubi lo miró incrédula, ¿acaso la estaba culpando a ella de su herida? E iba a protestar, pero su mamá, que no había pronunciado palabra durante todo el interrogatorio, se le adelantó. “Entonces, ¿encontraste a la bruja que buscabas?” “La bruja.” Repitió Yurba.


León Faras.

miércoles, 5 de junio de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXXIV.



Mientras Gan subía la pendiente hacia Rimos con dos de sus asnos cargados de carbón, la noticia de que los bosgoneses habían destrozado al ejército cizariano en una sola noche, se esparcía como la niebla en un pueblo costero, por supuesto, nadie tenía las noticias de primera fuente, por lo que las historias eran variadas y exageradas en muchas formas, pero aun así eran la comidilla de todos y lo seguiría siendo por varios días, y es que no había mucho más de qué conversar fuera de la ruda rutina con la que cargaban todos. Gan oía los cotilleos con una sonrisa amable y asintiendo una y otra vez, pero sin real interés pues él sabía lo que era una batalla de verdad y veía claramente con su único ojo cuando la gente se inventaba con descaro sus historias sin tener ni idea de lo que hablaba, pero ya no le importaba discutir, se había acostumbrado a la paz de la rutina, a ganarse la vida sin pelearse con nadie y a emborracharse de vez en cuando sin tener que golpear a alguien o terminar siendo golpeado. Se dirigía a ver a Yelena con su primera entrega desde que esta le dijo que le compraría todo lo que tuviera, y esperaba que así fuera, porque ya había rechazado a su paso a tres clientes necesitados de su mercancía diciéndoles que su carga ya estaba vendida y pagada. Y los clientes ansiosos por comprar no era algo que abundara en su negocio. Una vez que llegó, a quien encontró en la forja fue a Yara, la hija de Yelena. La chica no se veía muy fuerte pero le daba buenos golpes a una barra de hierro incandescente y parecía saber lo que hacía, después de todo, él también era un rimoriano, y hasta el más inepto de los rimorianos entendía lo más esencial sobre la forma de trabajar el metal. Cuando ella lo vio, se asustó un poco de su aspecto salido de alguna historia de miedo, de esas que le cuentan a los niños pequeños para persuadirlos de que no hagan cosas malas, pero pronto se dio cuenta de que solo era el carbonero con el que mamá trató y su expresión cambió. Lo invitó a pasar, le ofreció agua para refrescarse y le pidió que descargara su carbón mientras ella iba por su madre. Gan sonrió con un gesto forzado y obedeció, pero algo le olía mal, la verdad era que tanta amabilidad con el carbonero no era normal. Para su grata sorpresa, Yelena llegó pronto con el dinero en la mano, inspeccionó el carbón, se aseguró que fuera el mismo que la vez anterior y lo pagó sin apenas decir palabra. Luego, solo le preguntó cuando volvería con más y lo despachó con un apretón de manos, entonces, Yara quiso saber de dónde salía la leña para ese carbón, ella ya se lo imaginaba, su madre también, pues ese carbón no se parecía a ningún otro que hubiesen visto antes y habían visto mucho carbón en sus vidas, pero la mujer detuvo la curiosidad de su hija con un gesto, si era madera del Bosque Muerto, como sospechaban, era mejor no saberlo, la gente era supersticiosa, incluso ellas lo eran y como bien decía el dicho: “la ignorancia y la inocencia son amantes que nunca deben separarse.” Era mejor no saberlo. “Solo asegúrate de que el carbón que me traigas, sea hecho de la misma leña.” Pidió Yelena y Gan asintió. “No te preocupes, hay mucho más de donde salió este.” Y se retiró tirando de sus asnos y dando infinitas gracias. Él creía que su carbón era bueno, que él y Petro estaban haciendo un grandioso trabajo, pero lo cierto era que su carbón no era bueno sino excepcional y no tenía nada que ver con ellos sino con la leña que usaban, esos árboles del Bosque Muerto, diferentes a cualquier otro, sin fruto ni semilla conocida, nacidos y muertos todos juntos como uno solo, eran la materia prima para el mejor carbón que podía hacer el hombre.



Costia se pasó buena parte del tiempo narcotizado y otra buena parte del tiempo dormido, con lo que pudo descansar, recuperar la calma y también parte de su cordura, aunque desde el fondo de su ser sabía que nunca volvería a ser el mismo. Todo ese tiempo había estado a oscuras y atado de manos en un cuartucho a medio destruir del que se podía salir sin ningún esfuerzo, pero la imagen que proyectaba el pobre tipo era tan patética, que nadie se había preocupado mucho por su seguridad y algunos hasta se olvidaron de su existencia. La que no se olvidó de él, fue Lorina. Ella tenía mucha curiosidad por saber más sobre aquel monstruo y aparte de ese chico, Fibo, que había perdido todo entusiasmo y creatividad para contar su historia, el único que podía darle detalles sobre aquel endriago, era él. Lorina ya pasaba de los treinta años, lejos quedó el día en que una cabra abusiva y malhumorada la corneó en el trasero a los tres años y la dejó coja para siempre. Había sido amiga de Cípora desde muy joven, y aunque aquella siempre pensó que ser puta era la forma más fácil de vivir una vida que de por sí, no era nada fácil de vivir, a ella le costó más tiempo convencerse de la idea, pero las palabras de su querida madre, repetidas tantas veces y con la amargura que las decía, al final terminaron doblegándola: “Ay hija mía, tan poco agraciada y encima coja. ¿Qué va a ser de ti cuando me haya ido?” “Puta.” Le respondió Lorina a su madre, que yacía en su lecho de muerte, con total honestidad y sin remilgos, pues para ella como para todos, aquel era quizás el único trabajo que podría hacer bien y su madre no hizo más que devolverle una sonrisa amarga de resignación, esa que se les da a quienes han aceptado su destino. La mujer encontró a Costia sentado en una esquina, era poca la claridad del día que entraba en ese cuartucho, pero aun así el hombre había buscado el rincón más oscuro para acomodarse. Le llevaba una cebolla y un trozo de carne seca y machacada para que desayunara, lo más básico, después de todo aquel era un prisionero, pero Costia solo aceptó la cebolla, de pronto comer carne se le hacía tan indigno. Durante la noche llegaron noticias desde la ciudad aledaña que decían que habían encontrado a un hombre joven vagando por el campo, pero que tuvieron que matarlo a machetazos al ver que era un enajenado violento, muy alterado y fuera de sí, cubierto de sangre porque le habían arrancado una oreja e incapaz de entender o de darse a entender. “Era otro rimoriano, como tú. ¿Lo conocías?” Costia asintió temeroso, tenía visiones horribles en ese momento. “La oreja… el monstruo se la sacó de una mordida.” Le dijo a Lorina en un susurro lleno de angustia, pues sus recuerdos del incidente eran muy gráficos, incluso el del desagradable sonido que se produjo al triturarse los cartílagos, y junto con ese, otros recuerdos más, aunque confusos y distantes como sueños. Costia miró a Lorina a los ojos, su vista era perfecta mientras se mantuviera en la penumbra. “¿Crees que el monstruo soy yo?” Propuso, con más duda que convicción, y Lorina vio algo en él que la compadeció. Iba a decirle que a ella no le parecía un monstruo, pero en eso llegaron dos hombres con órdenes de Nina: el prisionero no podía quedarse, por lo que había que decidir si matarlo o liberarlo, y debía hacerse ahora.


León Faras.