domingo, 20 de abril de 2025

lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

94.



Pronto se dieron cuenta de que los Tronadores apilados en Bosgos, no contaban con ningún tipo de vigilancia, más allá de los propios transeúntes que pasaban por allí. “No tienen ningún temor porque se los roben…” Comentó Yan. “Supongo que es porque son tan grandes que piensan que es imposible que alguien se los lleve sin que nadie lo note.” Argumentó su hermano. “Sí que son grandes.” Corroboró Yan. “Pero por la noche, no importa el tamaño del Cizal, Chucho, sino lo silencioso que sea.” Concluyó. Bacho asentía estirando la trompa en señal de apruebo, cuando la imagen de una chica moviéndose al paso de su caballo se le cruzó por delante, no estaba seguro de quién era ni de por qué la conocía, pero sentía que esa muchacha le debía algo, e iba a empezar a seguirla mientras recordaba qué asunto tenían pendiente, cuando Yan lo detuvo cruzándole un brazo por delante. “No lo hagas, hermano, si alguna vez has confiado en mí, no lo hagas.” Bacho lo miró como al loco que era. ¡Qué carajos quería decir con eso! Por qué alguien confiaría en un chiflado como él. “¿Quieres hacerme enojar! ¿Quieres volverme loco como tú! ¡Eso quieres? ¿De qué carajos estás hablando ahora!” Le gritó en la cara, abriendo las alas como un pájaro furioso, pero el gesto de Yan era grave. “No lo sé, Chucho, solo creí que debía advertirte.” Bacho lo miraba con la boca abierta y el ceño apretado, como si estuviera tratando de comprender algo extremadamente complicado. “¿Son las voces? Esas voces que decías que te hablaban cuando eramos niños. Creí que…” “¡No son voces!” Le interrumpió Yan, molesto, y agregó. “Son emociones, corazonadas muy fuertes y claras que me llegan como flechas clavadas hasta el fondo del pecho, pero que luego simplemente se desvanecen.” Bacho seguía mirándolo con idéntico gesto, como si todo aquello le sonara increíblemente absurdo. Resopló por la boca como un caballo mirando al cielo. “Carajo, Yambo, vas a hacer que todos nos volvamos locos por tu culpa, ¿cierto?…” Exclamó, indignado. Para entonces, Falena, la chica del caballo, ya se había alejado y perdido en la ciudad y sus recovecos.



Falena había decidido regresar, su supuesto encuentro con la bruja Circe la tranquilizaba un poco con respecto a la situación del pobre de Yurba, porque ella estaba segura de lo que había visto y oído, y así era la naturaleza de algunas criaturas sobrenaturales; de ocultarse a plena vista de los mortales y mostrarse sólo cuando y donde lo consideran pertinente, o algo así fue lo que dijo Brelio, al menos, porque para ella, lo más sobrenatural que conocía, era la capacidad de su madre para angustiarse, ahora mismo debía estar echa un mar de lágrimas, balanceándose adelante y atrás en una silla, torturando su delantal con sus puños y siendo consolada por su hermana Rubi, la que por dentro, debía estar planeando cuidadosamente y palabra por palabra, el discurso que le daría apenas llegara, eso lo sabía, lo que no sabía era cómo estaba el pobre de Yurba.



El viejo Migas, respiraba hondo sentado en su silla con los ojos cerrados, mientras Nimir, totalmente emocionado, como un actor en el papel más importante de su vida, le masajeaba las sienes susurrándole frases al oído del tipo: “Evoque el momento, vaya hasta allá con su memoria, recupere el olor del ambiente, la textura del piso… la orientación de la luz.” Migas se sentía tonto con el ejercicio, y más con tener a su padre mirándolo desde un rincón, pero lo toleraba… hasta cierto punto. “¿Y eso en qué pinga me va a ayudar para recordar el nombre de esa chica?” Se quejó el viejo, y el otro le sobó las sienes con más intensidad. “Un recuerdo es como un plato roto, mientras más piezas pueda juntar, con más claridad verá la forma del plato.” El viejo apretó el ceño y por un instante abrió los ojos para certificar quién le hablaba, porque eso no sonaba a Nimir. “Ahora vaya hacia el rincón de la chica esa, la pared, el suelo, sienta el tacto de las cosas como si las tocara… el olor.” Recomendó Nimir, levantando las cejas, sugerente, y agregó luego. “Hay algo escrito ahí, ¿lo puede ver?” El viejo se arrugó como si estuviera soportando una gran presión. “Está borroso.” Se excusó. Nimir sonó condescendiente. “Está bien, no se esfuerce, estas cosas no se fuerzan, lo que busca, está ahí, solo necesita más detalles… ¿Qué más hay? Cualquier cosa.” Migas hacía todo tipo de muecas en su afán. “Una cadena, grilletes… paja, un sucio balde…” Entonces se quedó pegado, como si estuviera a punto de presenciar un suceso único. “Era con i…” Dijo, muy bajito, como si temiera espantar algo. Y agregó. “Min… Mir, mina… mirna, ¡Mirna! ¡Ese era, Mirna!” Gritó el viejo, tan feliz como si hubiese ganado un premio o algo así, y tomando a Nimir por los hombros, le dijo: “Hijo, nunca creí que lo lograrías.” Y lo abrazó, de una forma breve y formal pero merecida, luego se lanzó de lleno sobre sus documentos para descifrarlos a partir de esas tres consonantes y esas dos vocales, no era mucho, pero nada que valiera la pena en esta vida se conseguía sin algo de esfuerzo e imaginación, solo se necesitaba un punto de partida.


León Faras.

sábado, 12 de abril de 2025

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

93.



Las entregas de carbón eran cada vez más frecuentes, Yelena seguía comprándoles todo el carbón que producían y exigiéndoles cada vez más. Desde ya hacía un tiempo que hacían las entregas solos, turnándose entre Petro y Gan para que, mientras uno se iba, el otro continuaba con la producción y acompañaba al viejo Barros, que, casi ciego, se pasaba todo el día sentado rememorando el pasado, contándose viejas historias a sí mismo y recordando a Kerem, la que murió demasiado joven, dejando a un niño pequeño sin madre y a su esposo destrozado, pasando de ser un joven y prometedor comerciante lleno de sueños, a un borracho muerto por dentro que apenas y podía hacerse cargo de su hijo sin la ayuda de sus vecinos y amigos, los que por cierto, también tenían sus propios asuntos que atender. Después de perderlo todo, hacerse pielero fue su opción para salir de su agujero y el principio de una nueva vida para su hijo, Petro, quien parecía más feliz que nunca de recuperar a su padre y además acampar todas las noches en el monte rodeado de perros. Los herreros ya los reconocían y los dejaban pasar, con cara de hastío pero sin decir una palabra, sin embargo, un nuevo rumor había comenzado a correr sembrado por otros carboneros. “Oye, holliniento, ven aquí.” Le llamó Nardo, apoyado en un muro como si fuera la barra de un bar. Petro fue categórico. “Este carbón ya está vendido.” El otro reaccionó como si estuviera lidiando con un imbécil redomado que no deja de repetirse. “¡Ya lo sé! Solo quiero hablarte…” Petro, lo miró empequeñeciendo los ojos, desconfiado. “Pero no te daré mi carbón.” Aclarado este punto, se acercó. Nardo le habló con la cabeza gacha y la vista inquieta, como usualmente se transmiten las conspiraciones. “Dicen que tú y tu amigo hacen el carbón con leña del Bosque Muerto, ¿es eso cierto?” El carbonero no respondió nada, pero el gesto en su cara lo hizo por él. “¿Yelena lo sabe? Sabe que su carbón proviene de una tierra maldita en la que solo se engendra muerte.” Expuso el herrero, con una vehemencia que a Petro le pareció exagerada. “La muerte estará en sus manos, en las de su familia, en su suelo y en su comida. ¡Todo su linaje será maldito!” Concluyó Nardo, con la pasión de un político que quiere convencer a las masas de que solo él conoce la verdad, pero Petro no era un hombre fácil de convencer. Se le acercó al oído del herrero para no levantar la voz. “Sabes que más temprano que tarde, todos los herreros de Rimos terminarán sacando su carbón del Bosque Muerto, ¿verdad? Hasta la última vara de leña será consumida…” Le dijo, como si se tratara de una antigua profecía, y ante la obstinada negación del herrero, agregó. “Así será, si lo que quieren es mantener sus fraguas encendidas, claro.”



Mientras Lorina huía de allí sin que Yan pudiera detenerla, Bacho llegaba hasta donde él con el andar pesado y el gesto cabreado de un matón en un mal día. “¿Qué hacías con esa puta coja, Yambo?” Le reprochó, como si se tratara de un crimen. “¿Quién?” Preguntó Yan, inocente y ligero como un ave. “Esa mujer, la coja, la que se acaba de ir.” Respondió Bacho con brusquedad, más cabreado de lo que ya estaba ante el descaro de su hermano. “¿Una mujer?” Repitió Yan, haciéndose el desentendido. Su hermano estaba a punto de golpearlo. “Mira tonto, no me hagas enojar. ¡No pueden estar sobajeándose con alguien en plena calle! ¡Hay lugares para eso! No sé, busca un callejón o algo.” Yan sonreía. Le dio dos palmaditas en el hombro. “No tengo idea de lo que estás hablando, hermano.” Y dándose la vuelta, agregó. “¿Y qué te pasó? ¿Por qué volviste tan pronto?” “¡Agh, esa mujer! Me echó en cara la deuda de un servicio de hace dos años, ¡dos años! Yo no recuerdo ni lo que comí ayer… Discutimos.” Admitió, derrotado, mientras Yan acariciaba una hoja de árbol que le arrebató a Lorina en medio de su huida. “No te apures, Chucho, cuando le pagues lo que le debes, todo volverá a ser como antes.” Bacho lo miró rencoroso. “Pero fue hace dos años.” Insistió.



Mientras que Gan era adulador y servicial con sus clientes, Petro era serio y profesional, sin hacer ni aceptar más o menos de lo ya pactado; así le había enseñado su padre desde siempre, que en los negocios lo pactado era la ley y la ley debía respetarse, y esa implacable honorabilidad le agradaba a Yelena, era como un poste enterrado profundamente en la tierra y del que se podía sujetar cualquier cosa. “Vas a tener que conseguir una carreta para la próxima... o unos burros más grandes.” Comentó la mujer, ayudando a desatar las amarras que sujetaban la carga. Petro pensó en responder que no conocía burros más grandes, pero algo le dijo que la mujer, por extraño que pareciera, le estaba tomando el pelo. “Una carreta es buena idea.” Respondió, parco, sin levantar la vista. “No busques una usada o te darán una con la que te pasarás la vida reparándola, primero una cosa y luego otra, créeme, lo he visto muchas veces. Hacer una nueva no será difícil para alguien como tú, además, no necesitas algo muy elaborado, y yo te puedo dar un muy buen precio por un par de ejes que te durarán toda una vida.” Le recomendó la mujer, abrazada a un saco de carbón que acomodaba en su sitio. Petro se había pasado toda su vida yendo y viniendo de un lugar a otro, siempre a pie, tirando de sus burros cargados igual como lo hizo su padre, y no es que se quejara de ello, pero tal vez era hora de vivir con un poco más de comodidad, como dijo la mujer, no necesitaba algo muy elaborado. “Lo haré, creo que es una excelente idea.” Le dijo, decidido, y esta vez mirándola a los ojos, y la mujer sonrió satisfecha, como si con aprobar su idea la estuviera halagando. “La próxima vez que venga, hablaremos sobre esos ejes que mencionas.” Dijo Petro, entusiasmado. “No te tardes.” Respondió ella, y aquello le sonó incómodo, como si estuviera sugiriendo que quería volver a verlo pronto. “Ya sabes… por lo de la carreta.” Aclaró, dejando en evidencia que no era necesaria su aclaración, y se apresuró a agregar. “Y consigue un delantal… para que no estropees tu ropa…” Sugirió Yelena, a estas alturas, ya diciendo cualquier cosa que se le viniera a la mente. Petro se miró su ropa, era un desastre y siempre había sido así. Tal vez la mujer le estaba insinuando que debía corregir eso también. “Nos vemos.” Se despidió con un torpe gesto de la mano que Yelena replicó fugaz. Menos mal que su hija Yara no estaba presente o hubiese sido aún más incómodo.


León Faras.