martes, 15 de enero de 2013

Lágrimas de Rimos. Primera parte.


X

Luego de cruzar la llamada ciudad baja de Cízarin, Dan y su carreta se dirigen al extremo del cerro donde comienza el camino en espiral que los llevará a la ciudad alta y al castillo, la mujer que lo contrató viaja a su lado sentada muy recta, con la boca cerrada y con la vista inmutablemente hacia delante. Un puesto de guardia los detiene antes de iniciar el ascenso, la mujer saluda por su nombre a uno de los soldados, mientras el otro autoriza el paso sin mayores preámbulos, el camino es de madera, tablas que descansan sobres vigas que a su vez se apoyan en la pared del cerro por un extremo y en robustos pilares por el otro, los cuales se superponen unos a otros hasta la cima, la pendiente no es demasiado inclinada, pensando en que los coches tanto suben como bajan cargados por ahí, y el ancho es suficiente como para dos vehículos a la vez, de esa manera se evita el predicamento de que se toparan uno subiendo y otro bajando. Aunque no muy lujoso el camino hace alarde de los recursos con los que cuenta la ciudad, pues el trabajo invertido no deja de ser importante. Cierta sección del camino está reforzado con vigas de metal, justamente la que pasa por debajo de las enormes correas que transportan agua hasta la cima, debido al constante goteo que deteriora peligrosamente el material. Al llegar a la cima el camino termina en una cerrada curva que desemboca en una vía pavimentada de piedra gris clara que se desplaza con destreza entre la hermosa y tupida vegetación guiando a los visitantes hasta el patio interior del castillo por un acceso en la parte posterior. Los guardias de esta zona son bastante más displicentes al encontrarse ya en la última esfera de seguridad. El coche se detiene, la mujer se baja con garbo y se dirige hacia una puerta caminando muy recta, como si llevara algo sobre la cabeza que no quiere botar, luego de abrirla, le indica al cochero que las cosas que trae debe depositarlas ahí, y se retira, según dice, por unos minutos, Dan Rivel comienza su trabajo refunfuñando, pues esperaba recibir alguna ayuda para descargar los víveres. Al cabo de un rato cuando ya casi termina, la mujer regresa y le entrega una bolsita de cuero con monedas en su interior, Dan, bastante cansado la recibe e inspecciona, el dinero es suficiente pero la verdad esperaba más debido a la urgencia y lejanía del trabajo, sin contar la, a su juicio, pésima compañía que había debido soportar durante el trayecto, sin embargo la mujer está satisfecha, “lo has hecho bien, te permitiré, si quieres, que te lleves algo de material de la bodega, seguro conseguirás un buen precio por él con los herreros”, sin esperar respuesta, la mujer se dirige hasta una empinada escalera de piedra adherida al muro en un rincón interior del castillo, y sube hasta una solitaria puerta, una vez arriba, le hace señas con algo de impaciencia al hombre para que se acerque, quedándose ella afuera debido a la exorbitante cantidad de polvo y telas de araña que abundan en el interior, el cochero ingresa y la mujer le muestra un candelabro para que lo use, advirtiéndole por supuesto, que no es parte de las cosas que se puede llevar. Dan Rivel, con la ayuda de la tenue luz de las velas inspecciona el lugar, de primera sin mucho entusiasmo, pero de a poco comienza a interesarse, le llama la atención una pechera de armadura con una grotesca abolladura en el medio, como si hubiese sido golpeada por un enorme puño o algo peor, en su imaginación dilucida por unos segundos el aspecto probable en que terminó quien la llevaba puesta. Hay bastantes cosas que puede llevar y vender, en el suelo a su izquierda descubre un bello casco inusualmente adornado, que seguramente perteneció a alguien importante, al tomarlo, el yelmo revela una profunda herida que recorre desde la mollera hasta el ojo derecho, producida por una gran espada o tal vez un hacha, Dan lo toma con una mueca de actuado dolor, pero al enderezase se da un terrible cabezazo contra una repisa que lo hace encogerse nuevamente tomándose la cabeza con ambas manos y soltar todo lo que en ellas sostenía, de la repisa también caen un montón de cosas provocando un poco decoroso estruendo. Luego de escupir todos los insultos que se le vinieron a la mente y de tragarse la rabia, Dan, aún sobándose la cabeza, se agacha para coger el candelabro al que le quedó solo una vela encendida, pero antes de hacerlo, nota la presencia de una piedra de color negro, como del tamaño de un puño y labrada en forma de lágrima que parece titilar a la tenue luz de la vela a su lado, la toma y la estudia con interés, “No lo puedo creer, una de esas “gotas” de piedra de las que el viejo cojo habló, ¿Cuántas eran?...¿tres…?…” dijo con una sonrisa espontánea que por un rato le desvió del dolor del golpe. Muy cerca de aquella piedra Dan encontró la caja de madera en la que estaban guardadas sobre la repisa, la caja, boca abajo escondía una segunda lágrima que el hombre guardo en sus bolsillos junto con la primera, luego comenzó a rebuscar la tercera hasta hallarla en medio de unos baúles hasta donde había rodado, una vez guardadas, el cochero devolvió la caja a su lugar, esta vez vacía y comenzó a cargar su carreta con metales reciclados guardando su inesperado botín bajo el asiento, para luego retirarse del palacio sin ningún tipo de contratiempo, llevándose las lágrimas negras con él.

Fin de la primera parte.

León Faras.

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