sábado, 2 de abril de 2016

Simbiosis. Una visita al Psiquiátrico.

VII.

Mientras Estela le explicaba a la señora Alicia con toda seriedad y convencimiento que junto a Alberto, habían encontrado a la persona perfecta para que los acompañara a visitar a la madre de este, alguien comenzó a golpear la puerta. Aurora con su hija Matilda en brazos abrió, un hombre gordo, pequeño, cuidadosamente peinado, enfundado en un traje gris en el que apenas cabía y con una sonrisa evidentemente nerviosa, estaba parado allí preguntando por su madre, Bernarda. Para la muchacha, el hombre aquel tenía algo muy familiar, pero por más que lo observaba, no lograba descifrar de dónde era que lo conocía. Eso, hasta que apareció su madre, también peinada cuidadosamente y con un bonito vestido que en más de una ocasión había estado a punto de vender y un abrigo de lana que seguramente dio trabajo para quitarle el olor a guardado. “¡Octavio! ya estoy lista…” El hombre al verla no se guardó los gastados elogios que se le ocurrieron en el momento, pobres aunque sinceros, pero que la mujer recibió más que satisfecha. Aurora se quedó parada allí con la boca abierta, tal y como en ese momento estaba la pequeña Matilda, aunque por causas distintas, solo le faltaba la gota larga de saliva que se le escurría a la pequeña. Bernarda se despidió sonriente pero Aurora solo fue capaz de levantar una mano mientras sostenía a su hija con la otra, y ambas cosas las hacía automáticamente. Alicia y Estela tampoco entendían muy bien qué sucedía, al parecer, nadie estaba enterado de qué estaba ocurriendo, excepto claro, por Edelmira, que en ese momento no estaba, porque sospechosamente se había ofrecido para cuidar a Miguelito y lo había sacado junto con su hijo a tomar chocolate y comer galletas. “¿Ese era Octavio, el señor de la cafetería?” preguntó Aurora apuntando con su pulgar hacia la puerta, aun sin estar completamente segura tras ver a un hombre tan distinto del acostumbrado camarero, pero antes de que la señora Alicia o Estela respondieran, se abrió la puerta nuevamente y entró furtivo Ulises, cerró sin hacer ruido y se quedó espiando como un chiquillo que ha hecho algo malo y teme que lo descubran, “Sabía que ese traje le quedaría ajustado…” murmuró para sí, pasaron algunos segundos antes de que notara la presencia de la señora Alicia, Estela y Aurora, que lo observaban sin entender ni jota de su comportamiento, “¿Entonces era cierto eso de que Bernarda andaba toda como enamorada?” Preguntó la señora Alicia sin medir sus palabras y dejando con la boca abierta a Aurora, “¿Enamorada?” repitió esta incrédula, Ulises iba a responder algo, aunque no estaba muy seguro de qué, cuando la puerta volvió a abrirse y entraron Miguelito, el pequeño Alonso y Edelmira, “Bien, como hablamos…” dijo esta dirigiéndose a los niños “…directo al baño y luego a la cama. Les leeré un cuento” y luego a los demás, en un tono más bajo y travieso, “¿Ya se fue Bernarda? ¿Salió todo bien?” La cara que le pusieron todos fue una respuesta más que satisfactoria para ella “¡Uy! apuesto a que terminan comprometidos” dijo Edelmira con su mejor sonrisa y un brillo desvergonzado en los ojos, francamente entusiasmada. Dejando su pronóstico en el aire, se retiró feliz, rumbo al baño.

Cuando Octavio salió de su cafetería, había dejado a Alamiro y Diógenes afinando los últimos detalles y esperaba de todo corazón no encontrárselos aun allí. No lo hizo, estaban parados afuera, disimulando descaradamente, montando una conversación ficticia y aguardando para verlo llegar con Bernarda. Hasta un formal y frío saludo le dieron al pasar para completar su pantomima. El resultado era por lejos mejor del esperado, habían despejado todo y habían dejado solo dos mesas en medio, una con la cena y otra preparada para los comensales, Alamiro se había preocupado incluso de desconectar la mitad de las luces para crear un ambiente más tenue, resaltando así la luz de las dos velas que ya estaban encendidas desde hace escasos minutos, el mismo tiempo más o menos que llevaba el vino descorchado y la cena reposando. En el tocadiscos sonaba la segunda canción y en el puesto de la dama descansaba un pequeño y delicado ramito de Alelíes, idea de Diógenes, según él, un detalle que nunca debía faltar. “¿Usted hizo todo esto, Octavio?” Preguntó Bernarda gratamente impresionada, sin duda, el hecho de que todo estuviera preparado instantes antes de llegar levantó las suspicacias de la mujer, “Sí…” respondió el hombre con un cierto grado de orgullo culpable, por lo que agregó misterioso, “…aunque algunas manos ocultas me ayudaron” “No sabía que usted tuviera duendes aquí” dijo Bernarda con una sonrisa cómplice, al notar que las velas apenas habían comenzado a consumirse, “Usted ni se imagina” respondió el camarero, sujetando la silla diligentemente para que la mujer se sentara.

Los nervios de Octavio pronto se disiparon, Bernarda se encargó de eso con hábil encanto, pues ella misma también sintió en principio una inseguridad rápidamente aplacada por los detalles y atenciones gastados en su persona, por lo tanto la comodidad entre ambos floreció con la naturalidad de lo inherente. Hablaron, rieron y cenaron como si disfrutaran de una vieja amistad y eso en parte gracias a que ambos estaban alertas a no tocar temas incómodos, por lo menos no en la primera cita. Y una realidad incómoda en particular. Bernarda era una mujer casada, abandonada por su marido sin mayores explicaciones, pero casada, de todos modos, ella estaba preparada para tocar el tema solo en caso de que Octavio se lo preguntara, sin embargo, este había sido fuertemente aleccionado por sus “duendes” sobre que aquella cena era la más importante, y que por ningún motivo debía hacerla sentir incómoda con preguntas inoportunas o innecesariamente graves, menos tocar el tema de su marido, a menos que ella sea quien quisiera hacerlo, ya habría tiempo más adelante para ello, pero eso dependía precisamente de los buenos resultados de esa primera cita. Sin embargo, nada de eso pasó, el humor se mantuvo saludable y la conversación flotó fresca y superficial como la brisa de otoño. A media noche, Octavio acompañó a Bernarda hasta su casa y esta lo recompensó con un beso genuino en la mejilla, muy merecidamente ganado, por lo demás. Pronto volverían a verse, ambos así lo querían.  

Casi era medio día cuando Alberto y Diana llegaron, Estela los esperaba ansiosa y también la señora Alicia, quien deseaba ya conocer a la joven que de la nada había aparecido para acompañar a los muchachos hasta el hospital de San Benito. Debía darle el visto bueno luego de los excelentes antecedentes y el maravilloso retrato que Estela le había hecho de Diana, incluyendo aquello de que le enseñaría a leer a Alberto, demasiado maravilloso para ser verdad. Lo cierto es que Estela, como era su costumbre, no mentía, Diana era una chica tranquila, madura y responsable y con un verdadero interés en hacer de los muchachos mejores personas, causó la mejor impresión en la señora Alicia, pero de todas maneras para cerciorarse, esta la dejó invitada para el día siguiente para merendar.


León Faras.

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