VII.
Mientras
Estela le explicaba a la señora Alicia con toda seriedad y convencimiento que junto
a Alberto, habían encontrado a la persona perfecta para que los acompañara a
visitar a la madre de este, alguien comenzó a golpear la puerta. Aurora con su
hija Matilda en brazos abrió, un hombre gordo, pequeño, cuidadosamente peinado,
enfundado en un traje gris en el que apenas cabía y con una sonrisa
evidentemente nerviosa, estaba parado allí preguntando por su madre, Bernarda. Para
la muchacha, el hombre aquel tenía algo muy familiar, pero por más que lo observaba,
no lograba descifrar de dónde era que lo conocía. Eso, hasta que apareció su
madre, también peinada cuidadosamente y con un bonito vestido que en más de una
ocasión había estado a punto de vender y un abrigo de lana que seguramente dio
trabajo para quitarle el olor a guardado. “¡Octavio! ya estoy lista…” El hombre
al verla no se guardó los gastados elogios que se le ocurrieron en el momento, pobres
aunque sinceros, pero que la mujer recibió más que satisfecha. Aurora se quedó
parada allí con la boca abierta, tal y como en ese momento estaba la pequeña
Matilda, aunque por causas distintas, solo le faltaba la gota larga de saliva
que se le escurría a la pequeña. Bernarda se despidió sonriente pero Aurora
solo fue capaz de levantar una mano mientras sostenía a su hija con la otra, y ambas
cosas las hacía automáticamente. Alicia y Estela tampoco entendían muy bien qué
sucedía, al parecer, nadie estaba enterado de qué estaba ocurriendo, excepto
claro, por Edelmira, que en ese momento no estaba, porque sospechosamente se
había ofrecido para cuidar a Miguelito y lo había sacado junto con su hijo a
tomar chocolate y comer galletas. “¿Ese era Octavio, el señor de la cafetería?”
preguntó Aurora apuntando con su pulgar hacia la puerta, aun sin estar
completamente segura tras ver a un hombre tan distinto del acostumbrado
camarero, pero antes de que la señora Alicia o Estela respondieran, se abrió la
puerta nuevamente y entró furtivo Ulises, cerró sin hacer ruido y se quedó
espiando como un chiquillo que ha hecho algo malo y teme que lo descubran,
“Sabía que ese traje le quedaría ajustado…” murmuró para sí, pasaron algunos segundos
antes de que notara la presencia de la señora Alicia, Estela y Aurora, que lo
observaban sin entender ni jota de su comportamiento, “¿Entonces era cierto eso
de que Bernarda andaba toda como enamorada?” Preguntó la señora Alicia sin
medir sus palabras y dejando con la boca abierta a Aurora, “¿Enamorada?”
repitió esta incrédula, Ulises iba a responder algo, aunque no estaba muy
seguro de qué, cuando la puerta volvió a abrirse y entraron Miguelito, el
pequeño Alonso y Edelmira, “Bien, como hablamos…” dijo esta dirigiéndose a los
niños “…directo al baño y luego a la cama. Les leeré un cuento” y luego a los
demás, en un tono más bajo y travieso, “¿Ya se fue Bernarda? ¿Salió todo bien?”
La cara que le pusieron todos fue una respuesta más que satisfactoria para ella
“¡Uy! apuesto a que terminan comprometidos” dijo Edelmira con su mejor sonrisa
y un brillo desvergonzado en los ojos, francamente entusiasmada. Dejando su
pronóstico en el aire, se retiró feliz, rumbo al baño.
Cuando
Octavio salió de su cafetería, había dejado a Alamiro y Diógenes afinando los
últimos detalles y esperaba de todo corazón no encontrárselos aun allí. No lo
hizo, estaban parados afuera, disimulando descaradamente, montando una
conversación ficticia y aguardando para verlo llegar con Bernarda. Hasta un
formal y frío saludo le dieron al pasar para completar su pantomima. El
resultado era por lejos mejor del esperado, habían despejado todo y habían
dejado solo dos mesas en medio, una con la cena y otra preparada para los
comensales, Alamiro se había preocupado incluso de desconectar la mitad de las
luces para crear un ambiente más tenue, resaltando así la luz de las dos velas
que ya estaban encendidas desde hace escasos minutos, el mismo tiempo más o
menos que llevaba el vino descorchado y la cena reposando. En el tocadiscos
sonaba la segunda canción y en el puesto de la dama descansaba un pequeño y
delicado ramito de Alelíes, idea de Diógenes, según él, un detalle que nunca
debía faltar. “¿Usted hizo todo esto, Octavio?” Preguntó Bernarda gratamente
impresionada, sin duda, el hecho de que todo estuviera preparado instantes
antes de llegar levantó las suspicacias de la mujer, “Sí…” respondió el hombre
con un cierto grado de orgullo culpable, por lo que agregó misterioso, “…aunque
algunas manos ocultas me ayudaron” “No sabía que usted tuviera duendes aquí”
dijo Bernarda con una sonrisa cómplice, al notar que las velas apenas habían
comenzado a consumirse, “Usted ni se imagina” respondió el camarero, sujetando
la silla diligentemente para que la mujer se sentara.
Los
nervios de Octavio pronto se disiparon, Bernarda se encargó de eso con hábil
encanto, pues ella misma también sintió en principio una inseguridad rápidamente
aplacada por los detalles y atenciones gastados en su persona, por lo tanto la
comodidad entre ambos floreció con la naturalidad de lo inherente. Hablaron,
rieron y cenaron como si disfrutaran de una vieja amistad y eso en parte
gracias a que ambos estaban alertas a no tocar temas incómodos, por lo menos no
en la primera cita. Y una realidad incómoda en particular. Bernarda era una
mujer casada, abandonada por su marido sin mayores explicaciones, pero casada, de
todos modos, ella estaba preparada para tocar el tema solo en caso de que
Octavio se lo preguntara, sin embargo, este había sido fuertemente aleccionado
por sus “duendes” sobre que aquella cena era la más importante, y que por
ningún motivo debía hacerla sentir incómoda con preguntas inoportunas o
innecesariamente graves, menos tocar el tema de su marido, a menos que ella sea
quien quisiera hacerlo, ya habría tiempo más adelante para ello, pero eso
dependía precisamente de los buenos resultados de esa primera cita. Sin
embargo, nada de eso pasó, el humor se mantuvo saludable y la conversación
flotó fresca y superficial como la brisa de otoño. A media noche, Octavio
acompañó a Bernarda hasta su casa y esta lo recompensó con un beso genuino en
la mejilla, muy merecidamente ganado, por lo demás. Pronto volverían a verse,
ambos así lo querían.
Casi
era medio día cuando Alberto y Diana llegaron, Estela los esperaba ansiosa y
también la señora Alicia, quien deseaba ya conocer a la joven que de la nada
había aparecido para acompañar a los muchachos hasta el hospital de San Benito.
Debía darle el visto bueno luego de los excelentes antecedentes y el
maravilloso retrato que Estela le había hecho de Diana, incluyendo aquello de
que le enseñaría a leer a Alberto, demasiado maravilloso para ser verdad. Lo
cierto es que Estela, como era su costumbre, no mentía, Diana era una chica
tranquila, madura y responsable y con un verdadero interés en hacer de los
muchachos mejores personas, causó la mejor impresión en la señora Alicia, pero
de todas maneras para cerciorarse, esta la dejó invitada para el día siguiente para
merendar.
León
Faras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario