82.
Cegarra estaba rojo de ira, se sentía humillado ante toda su gente que lo respetaba y lo seguía, y por un maldito que nadie sabía quién era o de qué puto agujero había salido. Ese tal general Fagnar, con su bigote pretencioso, con esa cabellera ridícula en la que se podía anidar siendo un pájaro, y con esa actitud como si fuera más que solo un hombre igual que todos los demás, lo había insultado en su propia casa, dándole órdenes como si su obligación fuera servirle, pero lo cierto era que todos los presentes en la Rueda se sentían ofendidos como él, y pronto serían todos en Jazzabar, hombres, mujeres y hasta algunos niños también con edad suficiente para entender lo que acababa de pasar. Tenían un día para responder, pero no tardaron ni dos horas en estar todos de acuerdo con lo que debía hacerse, y otra hora extra en conseguir los medios para enviar el mensaje, porque en Jazzabar, pedirle a alguien un trozo de papel o algo para escribir era como pedirle un cuarto de grasa a un zapatero. Un solo hombre escribió y llevó el mensaje, uno tan testarudo como orgulloso de su misión, con el insólito nombre de Yan Vanyán, o al menos él decía llamarse así, porque al decir verdad, Yan no estaba del todo bien de la cabeza, parecía habitar en una realidad diferente a la de todos los demás, sin embargo, y por raro que sonara, era uno de los pocos capaces de leer y escribir en Jazzabar, y aunque su caligrafía era tan mala que parecía escrita con los pies en vez de con las manos, ya tenían un mensaje que enviar. Su misión era dárselo al mismo Fagnar en persona, sin excusas ni excepciones, y así lo hizo, cuando los guardias en Cízarin comprendieron que estaban ante un hombre, más bien delgado y de cabellera abundante, al que los insultos no lo disuadían y las amenazas no hacían más que alentarlo. Entró en el cuartel de Fagnar con andar pedante y gesto altanero, sin decir ni una sola palabra y ni saludar siquiera, y luego de entregar el mensaje en las manos del general, se dio la vuelta y se fue con idéntica actitud, mirando a todos a su alrededor con desdén, como si él fuera una especie de héroe oculto bajo una falsa fachada, con un poder que aquellos ni siquiera podían imaginar, capaz de aniquilarlos a todos en un santiamén, como ya sabemos, el hombre no estaba muy bien de la cabeza. Fagnar tomó el mensaje sin estar muy seguro de quién rayos era ese tipo o de dónde había salido, pero al abrirlo, no pudo más que pensar en: “¿qué clase de estupidez es esta?” Pues le llevó varios segundos solo hallar la orientación correcta del papel para poder descifrarlo y luego otros tantos para descifrarlo en sí. Era un garabato escrito de la peor forma posible, pero al final se podía leer algo así como: “No obedecemos amenazas. Haga lo suyo que nosotros haremos lo nuestro.” Cuando el general levantó la vista buscó al hombre, pero éste ya se había ido, el problema era que el documento, por llamarlo así, no tenía firma y además de medio adivinar su contenido, también había que adivinar ahora quién lo enviaba, pues para los jazzabarianos era algo bastante obvio, pero para Fagnar o sus oficiales no podía tratarse más que de una tonta broma realizada por un demente que merecía ser azotado hasta desprenderle la piel de la carne por semejante atrevimiento. A menos que el demente tuviera una buena explicación. “Búsquenlo y tráiganlo.” Ordenó Fagnar.
La princesa de Rimos, hija de Ovardo, el rey muerto en vida. Cherman lo sospechaba, el parecido con su madre era innegable, salvo por sus ojos, otros ojos claros color amanecer como los de la princesa Delia eran imposibles de encontrar en Rimos, ni aun en los ojos de su propia hija, los de ésta, eran más bien como el color del hierro forjado cuando se oxida, tal vez como los de su padre, cuando aquel aún tenía ojos. Ahora ella era una soldado cizariana sin más propósito en su vida que luchar por la gloria de Cízarin y la de su rey, cuando debería ser la esperanza de los que ansían encontrar la manera de devolverle Rimos a su gente y la grandeza a su rey. Sagistán le había dicho que la chica sabía de su linaje, pero que en realidad le importaba poco, porque solo lo sabía de palabra y la palabra por si sola era tan insustancial e insípida como el caldo aguado, sin lograr echar raíces en ella ni sembrar la más mínima semilla de curiosidad en su corazón por conocer a su verdadero padre, ese rey tan ajeno y lejano para ella, a pesar de estar a menos de un día a caballo de distancia. Pero no podía culparla, por lo que él había oído, y seguramente ella también, el rey Ovardo no transmitía más que desesperanza a quien lo mirara. ¿Quién querría conocer a un hombre así?
Cruzaron los campos de Cízarin, donde las plantas y hortalizas se peleaban por crecer, tal como el hierro de Rimos se esmeraba en brotar del suelo cada día, seguidos de los dos perros que acompañaban al viejo a todas partes, quisiera éste o no. Se podía notar cómo la mirada de muchos hacia Cherman, se suavizaba al verlo acompañado del señor Sagistán. Cherman era un hombre amable y de aspecto pacífico, pero lo rimoriano se le notaba a una pedrada de distancia y eso no les agradaba a las buenas personas de Cízarin, que no perdonaban ni olvidaban el atrevimiento de Rimos para atacarlos sin aviso ni provocación mientras dormían, porque, aunque la idea hubiese sido solo de su rey, para las gentes comunes, todos los rimorianos eran culpables, punto. Entrando en la ciudad, Cherman notó lo diferente que esa ciudad se veía a la luz del día y con plena actividad de su gente y podía sorprenderse fácilmente de la fascinación cizariana por la estética y el arte en sus construcciones, como los arcos bajo los cuales pasaban en ese momento, cuya función era nula pero se veían muy bien, lo que para cualquier rimoriano sería un completo desperdicio de tiempo y materiales. Se dirigían al mercado, lo que significaba que la cantidad de personas amontonada en las calles crecía gradualmente a medida que avanzaban. De un tumulto de gente surgió un hombre que se estrelló de lleno con el caballo de Cherman, lo que por cierto, era considerado inapropiado, ya que el lugar estaba lleno y todos allí se movilizaban a pie. El hombre, flacucho y de abundante cabellera, iba a pedir explicaciones por semejante atropello, pero en cuanto vio al jinete, se le quedó mirando con cierta emoción en el rostro y señalándolo con el dedo, se olvidó de todos los improperios que tenía preparados. “Oye, ¡Yo te conozco! Era apenas un mochuelo entonces, pero estaba ahí ese día, en la Rueda… ¡Carajo! ¡Ese fue el mejor día de mi vida! ¡Qué pelea! Te lo aseguro!” Cherman no se veía muy convencido, pero el hombre lo estaba por ambos. “Eras tú, con esa pata de fierro y esa cola de caballo. ¡Te ves igual! No has cambiado nada. Aún se habla de tu lucha con el gran Tigar en la Rueda, ¿sabes? Eres casi como una leyenda por allá, ¡y más aún si resulta ahora que estás vivo!” Sagistán lo miraba sin expresión en el rostro, como si no estuviera escuchando nada nuevo después de todo y Cherman no sabía si sentirse molesto o halagado. El hombre continuó. “¡Y cómo sobreviviste? ¿Sabes algo del gran Tigar? ¿Él está muerto? Tu amigo…” E iba a agregar algo, pero entonces aparecieron soldados abriéndose paso entre la gente y al hombre le entró la prisa por irse. “¡Mierda! ¿Es que no piensan detenerse?” Pero antes de desaparecer en la multitud, insistió, señalándolo con el dedo. “¡Eres una leyenda, amigo! ¡Una leyenda!”
León Faras.