miércoles, 27 de noviembre de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

84.



Los soldados enviados tras el insolente de la carta malamente escrita, llegaron hasta los primeros postes anclados en tierra del puerto fluvial, donde el hombre que perseguían los esperaba sentado en las alturas de un piso superior con los pies colgando y rodeado de un buen número de Jazzabarianos con pinta de gamberros cabreados con los que es mejor no meterse, incluido un viejo calvo con dos trencitas colgándole del mentón y un hacha en cada mano, cuyo gesto era de alguien falto de tolerancia y al que todos conocían como Garma, el nuevo gran Tigar. “Soy Yan Vanyán, y les pregunto: ¿Qué negocio tienen ustedes conmigo como para seguirme hasta aquí? Respondan con sinceridad y no les haré ningún daño.” Aquella última frase no sorprendió a quienes ya conocían la condición mental del sujeto, pero a los soldados sí, que se preguntaban en ese momento si aquel tipo estaba loco o solo era idiota. “Óyeme bien, imbécil, el que recibirá mucho daño serás tú, si no vienes con nosotros ahora mismo.” Yan se sintió ofendido, e intentó explicarles con su característica amabilidad pedante, que llamarlo imbécil no era una buena idea, pero Cegarra lo acalló con un gesto para que le dejara hablar a él. “Ningún Jazzabariano irá con ustedes sin derramar su sangre y la suya antes. Pensé que eso estaba claro.” Los soldados se miraron buscando una explicación a lo que estaba sucediendo en la cara de alguien más, pero solo había más dudas allí. “Oye, solo queremos que ese imbécil le explique a Fagnar qué rayos significa ese tonto trozo de papel que le dio.” Se explicó el soldado, consciente de que no eran suficientes como para enfrentarse a todo Jazzabar ellos solos. Tal vez no estaba tan claro como él creía, pensó Cegarra, por lo que ésta vez, sería completamente claro. “Significa que no seremos amenazados, y que Jazzabar prefiere derramar su sangre por estos postes, antes que por su rey.” Dijo, pero el guardia seguía sin entender qué tenía que ver la sangre de todo Jazzabar con la carta entregada por ese estúpido fanfarrón, y Garma lo notó. “Solo dile eso a Fagnar. Él entenderá.” Le aconsejó. Entonces el guardia sumó dos más dos, y comprendió que aquí se estaba cocinando algo más espeso de lo que él podía oler en ese momento y asintiendo con gravedad, se retiró.



Era una pésima idea, muy tonta de hecho, pero Emma tenía razón después de todo y la madre de Brelio estaba inubicable por el momento, por lo que tomaron la opción de buscar a Lorina, por eso de: “Ya estamos aquí y qué podemos perder.” La mujer estaba como siempre junto a Cípora, esta vez, revolviendo calderos como brujas malvadas de cuento, pero sin pociones mágicas ni nada de eso, solo un guiso de grano, verduras y carne seca para alimentar a toda esa gente que trabajaba para levantar de nuevo su ciudad. Primero, Lorina los miró como a bichos raros, luego, con piedad en los ojos mientras oía la historia, y al final, conteniendo una bocanada de aire con gesto dramático, señaló en un susurro: “Ustedes hablan del Puñal de Sangre.” Los chicos se quedaron mirando a ver quién estaba más sorprendido que el otro, francamente incrédulos de obtener una respuesta tan clara y directa de alguien con quien tenían tan bajas las expectativas, pero Lorina tenía más que solo eso. “Mi tía abuela Miula, la que un día desapareció de este mundo sin dejar rastro alguno, era conocida por dos cosas: por los remedios que hacía y por las historias que contaba.” Comenzó la mujer, sin dejar de revolver el caldero, pero no por eso restándole dramatismo a su narración. “Y sus historias, según aseguraba, eran tan reales como el sol que nos alumbra. El dueño de ese puñal, quien vivió hace muchos, muchos años atrás, era un hombre llamado Hazra, cuyo solo nombre era motivo de pavor, pues era del tipo de hombres que se regocija con el sufrimiento ajeno y se especializaba en extenderlo lo más posible. Las cosas pueden ser inanimadas, pero nada está completamente muerto, o nada es completamente ajeno a la vida, eso decía mi tía, y ese puñal, el instrumento favorito de Hazra para el tormento, acumuló tanta desesperación, dolor y sufrimiento provocado, que se volvió un ser maligno en sí mismo, y fue cuando comenzó a succionar la sangre de las víctimas de su dueño como si se alimentara de ella sin saciarse nunca. Un día Hazra murió, quisiera decir que fue bajo el mismo tormento que provocó en vida. pero no fue así, y el puñal desapareció. Según mi tía abuela Miula, la única que fue capaz de traer de vuelta a un muerto, cuando reapareció de nuevo, ese puñal ya podía succionar almas para atormentarlas él mismo, beber sus jugos y luego escupirlas como bayas de Curoto…” Concluyó Lorina, asintiendo con la frente arrugada y los ojos bien abiertos. Los chicos estaban con la boca abierta tratando de asimilar toda la historia, excepto Emma, cuyo gesto era más bien de satisfacción por haber propuesto escuchar a Lorina en primer lugar. “¿Pero entonces qué hacemos?” Preguntó Brelio, y Falena asintió con un ruego en los ojos. Lorina dejó de revolver su caldero por un segundo. “Tienen que cortarle la cabeza y sepultarla en lodo negro sep…” Aconsejaba Lorina, cuando la detuvieron en coro para recordarle que no querían matar al pobre desdichado, sino ayudarlo. La mujer los miró con lástima en los ojos, como a un puñado de idiotas con sueños imposibles. “Su alma ha sido atormentada de una forma inimaginable y él ya nunca será el mismo, niña, tal vez el miedo lo consuma o tal vez el odio… o ambos, y la muerte será su único descanso, pero no puede ser cualquier muerte.” Dijo, con gesto de súplica, pero aun así, Falena se negó a seguir escuchando y los chicos la siguieron cuando huyó de ahí sin apenas despedirse. Lorina seguía con el mismo gesto de súplica en la cara cuando Cípora llegó a su lado con la mirada desconfiada y el andar reticente. Había estado escuchando toda la conversación y no estaba del todo conforme. “Tu tía Miula nunca revivió a un muerto.” Le reprochó, como sintiéndose engañada, la otra se encogió de hombros en un espasmo y reanudó su tarea. “Lo hizo una vez, con un gato.” Respondió con gesto de niña taimada, aunque no lo suficientemente convincente. “¡Lo juro!” Agregó.


León Faras.

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