111.
La noche para Lorina y Yan Vanyán fue de ensueño, se quedaron recostados, con sus cabezas pegadas, tomados de las manos mirando el cielo estrellado y susurrando, como si temieran interrumpir el sueño de los dioses del universo infinito. Se declararon un amor arrebatante al que no podrían renunciar jamás y por el que morirían antes de perder. Se prometieron afrontar todo juntos, soportar cualquier cosa, sostenerse el uno al otro en todo momento y no abandonar jamás ese amor espontáneo que de forma tan caprichosa, Ven Plimplín les había otorgado especialmente a ellos. Todo fue espléndido, hasta que Yan debió confesar con gravedad en la voz, que era hijo del rey de Jazzabar, y que estaba en una misión que su padre le había encargado. Lorina no lo podía creer, pero tampoco podía no creerle a él. El hombre que la amaba y que ella amaba ¡era en verdad un príncipe! No estaba muy segura de qué era Jazzabar y por qué había un rey ahí, pero si él lo decía, era verdad, porque a diferencia de lo que Nina le había aconsejado, ella sí confiaba en él y ahora estaba dispuesta más que nunca a creerle todo, entonces Yan, tomándole ambas manos, le rogó que le acompañara a Jazzabar, porque ya no podía ni quería dejarla sola allí. Lorina aceptó con lágrimas en los ojos, rebosante de alegría, pues estar con él en todo momento, era todo lo que ella quería a partir de ahora.
Lorina pasó a buscar sus pocas pertenencias apenas algunos minutos antes del alba. Cípora, como era habitual, dormía desparramada en su lecho, como si se hubiese estrellado contra él en vez de solo recostarse, roncando de una manera ruidosa y un tanto tormentosa a ratos, con unos espasmos capaces de preocupar a cualquiera que no la conociera. Le hubiese gustado hablarla, despedirse, decirle lo feliz que se sentía; a ella que siempre fue como su madre, su hermana y su amiga, todo en una, pero si lo hacía, Cípora querría saberlo todo, la retendría con un montón de preguntas e incertidumbres, y no quería que su príncipe se cansara esperándola afuera, además, tampoco se iba para siempre. Sin embargo, Nina sí la encontró organizando sus pilchas en un hatillo, ella que era una noctámbula consumada, de las que se conocía el cielo estrellado de memoria de tanto mirarlo, la vio y supo lo que ocurría. “Así que te vas y nos dejas…” Le dijo con fingido reproche en el tono. “Mi obligación ahora es estar con él.” Replicó Lorina sin siquiera pestañear. Eso había llegado demasiado lejos, demasiado rápido, pensó Nina. “No oíste ni una sola palabra de lo que te dije, ¿verdad?” Lorina se iba a justificar, diciendo que sí la había oído, pero que también debía oír a su corazón, sin embargo, Nina la abrazó de repente como nunca antes lo había hecho, para callarla y decirle que si estaba segura de lo que hacía y de lo que sentía, no debía darle explicaciones ni a ella ni a nadie… “porque siempre te dirán que no puedes, o no sabes o que eres una tonta por intentarlo, pero al final la tonta es una por escucharlos y hacerles caso.” Nina hubiese hecho cualquier cosa por disuadirla de irse tras un hombre que apenas conocía, pero en el fondo deseaba que su certeza fuese verdadera. Para cuando Cípora espabiló de su sueño entremedio de un atascadero de ronquidos, abrió los ojos y vio la robusta silueta de Nina parada en la ventana mirando hacia afuera, también vio que ya amanecía y que Lorina no estaba en su lecho. “Se ha ido.” Le informó su jefa en cuanto la mujer llegó a su lado, caminando media curca, abrazada a sí misma, arrastrando una manta con la que se cubría. Lucía incrédula y desconfiada, como si su jefa hubiese arrojado a la calle a su amiga en medio de la noche, sin compasión y a la primera. Nina leyó sus pensamientos en su mirada rencorosa. “Se fue con su príncipe poeta… él se la llevó. Solo espero que ese hombre la quiera un poco, al lado de lo que ella parece amarlo.” “Ni siquiera se despidió de mí…” Susurró Cipo, apenada. Nina ya se iba a su cuarto. No estaba dispuesta a lidiar con sentimentalismos ajenos. “Sí lo hizo. Se despidió de todas.” Le dijo.
Bacho tuvo durante toda esa tarde, entre bebida y bebida, una larga y agradable conversación con Cípora sobre el amor y la vida, sí, no era precisamente su tema favorito, pero oír a Cipo hablar así le gustaba, despertaba en él un ser humano distinto, uno más limpio y honorable, con una vida justa y una familia a sus espaldas, uno que estaba muy lejos de ser él. También escuchó la pasión con la que la mujer le hablaba sobre las virtudes de su amiga Lorina, un entusiasmo envidiable que nunca nadie usaría para defenderlo a él y que él jamás usaría para defender a nadie, excepto, quizá, por su hermano Yambo, sí, era un puto chiflado, pero era el único ser humano en todo el planeta al que él consideraba de verdad como su familia. Con el viejo Cego no tenía ninguna conexión real como padre e hijo, de joven, nada de lo que hacía le parecía bien a ese viejo, y si no hacía nada, era un inútil; lo peor de todo, era que el viejo no le decía nada, ni una palabra, ni un consejo, sin embargo sus gestos, sus miradas de desilusión, sus murmullos con los demás, lo decían todo. Y con sus hermanas, más de lo mismo, lo aceptaban y consideraban su hermano, pero no uno que ellas desearan tener, solo Rina, la menor, se mostraba a veces feliz de verlo y de llamarlo “hermano”, en vez de solo llamarlo por su nombre, pero ella era así con todos, rara, creo que estaba un poco chiflada también. El hecho, es que con eso y pese a todo, después de escuchar a Cípora, decidió que debía dejar a su hermano en paz con su chica, y que él acabaría con la misión, por lo que esa misma noche partió de vuelta a Jazzabar, solo. “Y si al viejo no le gusta, pues que se joda.” Le murmuró a su caballo, nada más partir.
León Faras.
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