lunes, 23 de abril de 2012

Lágrimas de Rimos. Primera parte.

IX.

Para cualquier persona con una mínima sensibilidad ante el arte y las cosas bellas, llamar “Palacio” al Palacio de Rimos, es como comparar las finas notas de un violín con el tosco graznido de un pato, ya que dicho edificio no deja de ser una aglomeración de cavernas artificiales, agujeros en la tierra similares a los que usó el hombre en sus orígenes, ambientes secos, polvorientos y oscuros, sucios y cláustricos. Claro, tiene cualidades que pueden considerarse positivas, austeridad, imponencia, eficiencia, no deja de ser el colosal producto de un colosal trabajo, pero llamarlo “Palacio” resulta del todo inadecuado. Pero una cosa sí que es innegable, el lugar no podría ser más idóneo como casa de la decadente realeza que sostiene este incurioso reino, es evidente que es digno estandarte de este pueblo y su gente. 

 Dimas reposa sentado, pensativo, en una habitación externa del palacio donde probablemente ha estado toda la noche, un amplio salón con una única entrada, y sin conexión con el resto del castillo, ocasionalmente utilizada en agitadas celebraciones, en las cuales abundan el alcohol y las mujeres, además de los sempiternos juegos con apuestas, una combinación letal para aquellos hombres que con algo de dinero y algo de ingenuidad, se dejan arrastrar y seducir hasta el punto en que pierden todo lo que tienen, y aún peor, pierden lo que no tienen, acumulando angustiantes deudas de las cuales es muy arriesgado querer escapar, y que solo deben pagar de cualquier modo, provocando terribles dramas y quiebres familiares, con sus naturales consecuencias, de esto bien pueden hablar las muchas mujeres que trabajan en el lugar sólo para pagar deudas de padres y esposos, a cambio de irrisorias ganancias que cubren porciones ínfimas de las deudas contraídas, infinitando su estadía como servidumbre y todo lo que esto significa. Una de estas mujeres se dirige al cuarto donde el príncipe de Rimos se encuentra, lleva en sus manos un lavatorio de madera con agua para que Dimas se asee, este permanece sentado, restregándose sus agotados ojos víctimas del insomnio que provocan los insolubles problemas de su tambaleante reino, al sentir los pasos de la mujer que se acerca, le dirige una mirada con sus ojos húmedos y magullados, se ve cansado, cabreado, la mujer duda, Dimas con un gesto poco amable le da a entender que no se detenga, a ella no le agrada, es nueva y no está acostumbrada a soportar tratos ingratos gratuitamente, no en vano a desechado varios trabajos anteriores no sin soltarle lo que pensaba a sus pasados jefes y también a un par de novios que no supieron tratarla como debían, pero ahora es distinto, a oído un par de cosas sobre el hombre sentado enfrente, que la han obligado a sofocar la zona más rebelde e intransigente de su carácter, manteniéndola contenida, tensa, incómoda, no le agrada, pero ¿qué puede hacer?, ella es la única prenda de pago de su endeudado padre, solo pensar que este es el principio del resto de su vida le provoca una angustia tal, que siente que envejece diez años en un par de minutos, sabe que no está hecha para esto, sabe que no soportará para siempre. “No te he visto antes, ¿Cuál es tu nombre?”, la mujer mantiene el entrecejo fruncido y la vista esquiva, no le interesa iniciar una conversación, “Rúia”, responde con indiferencia, “¿Cuál?”, Dimas oye perfectamente, la mujer le clava su mirada en los prominentes e impasibles ojos de él, pero al instante desvía la vista, “Rúia”, repite con calma procurando ser oída con claridad esta vez, Dimas se lava la cara con brusquedad, como deshaciéndose del cansancio acumulado “¿Qué clase de nombre es ese?, ¿De donde eres?”, la mujer comienza a sentirse incomoda, incluso algo ofendida con el interrogatorio, “Yo soy de Rimos, pero mis padres y los padres de mis padres, son de Velsi?”, “¿Velsi?, ciudad de sicarios”, “los sicarios están en todos lados, no solo en Velsi”, Rúia responde atropelladamente, tratando de justificar la reputación de su lugar de origen, a pesar que nunca vivió allí, “como sea, es una ventaja que seas mujer, porque no hay mujeres sicarios ¿sabes por qué?”, la mujer no es tonta, reconoce una pregunta capciosa cuando la oye, sabe que no hay más respuesta que la que Dimas tiene en mente, por lo que mantiene la calma, “no…” responde evidenciando su desinterés por la respuesta, “porque las mujeres no pueden matar a nadie, a veces le sobran ganas, pero no tienen la capacidad, hay algo en su ser que lo evita…claro, pueden haber excepciones pero son muy pocas y muy fáciles de reconocer” concluyó Dimas al tiempo que se retiraba del salón, mientras se secaba las manos y los brazos con un trapo, que desechó antes de salir, Rúia se quedó allí mismo, con la idea de que por esta vez no había salido tan mal parada de su encuentro con el príncipe de Rimos. Por otro lado, Dimas se quedó con la idea de los rentables asesinos de Velsi dando vueltas en su cabeza, una cofradía de individuos desperdigada por todas partes, dispuesta a segar la vida de quien sea a cambio de una pequeña fortuna. Tipos normales, que se dedican al pastoreo, a las armas o a manejar un negocio, pero que, paralelamente, siguen un estricto código de normas y un arduo y cuidadoso entrenamiento para realizar su trabajo con asombrosa eficacia y limpieza, de hecho, una vez realizado el trabajo todos saben que ha sido un asesino de Velsi, pero nadie sabrá nunca la identidad de dicho asesino o de aquel que lo contrató, es la primera ley de esta institución, y su rompimiento convierte automáticamente al ejecutante en objetivo, lo mismo si se osa revelar la identidad de algún colega. La forma de operar es simple, una vez contratado el servicio, se contacta al sicario que esté más próximo al objetivo, pero no solo en distancia, también próximo en lazos emocionales, la eficiencia con la que operan depende muchas veces y en gran medida de estos lazos, no es raro que algún sicario deba eliminar a algún pariente o amigo, y luego de hacerlo que llore la perdida, por lo mismo muchos de estos individuos operan lejos de sus lugares de origen, pues todos conocen las leyes y todos saben a lo que se exponen si las rompen. Dimas se pregunta, si estos tipos tendrán algún problema en asesinar a un rey.


León Faras.

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