XIX.
Al
menos una veintena de soldados de Rimos ingresaron en un callejón pobremente
iluminado de no más de cuatro metros de ancho, se habían separado del grueso
del ejército y avanzaban por su cuenta persiguiendo sombras que aparecían y se
escondían entre las intrincadas callejuelas de Cízarin, frente a ellos, el
camino estaba bloqueado por un gruesa formación de siluetas agazapadas, protegidas
con escudos y armados con lanzas, inmóviles en la penumbra. Los soldados de
Rimos se lanzaron sobre ellos dispuestos a pasarles por encima con sus caballos
y eso hicieron, sin que ninguna de las siluetas ofreciera resistencia siquiera,
solo rodaron como palitroques mientras las viejas lanzas, los escudos y algunos
yelmos deteriorados volaban por los aires ante la violenta embestida. Demasiado
tarde se dieron cuenta del engaño, habían volteado una gran cantidad de vasijas
y barriles de aceite empapándolo todo de combustible y encerrándose en un
callejón que terminaba en una empinada escalera de piedra. De la cima de esta
fueron lanzadas solo tres flechas encendidas sobre ellos y el infierno se
desató, los animales aterrados lanzaron al suelo a la mayoría de sus jinetes y
con partes de sus cuerpos encendidos, huyeron sin que nada ni nadie intentara
detenerlos. Trece hombres quedaron allí, haciendo lo posible por librarse de
las llamas que abrasaban sus cuerpos, provocándoles numerosas quemaduras, algunas
de considerable gravedad. Entonces por las escaleras aparecieron una decena de
soldados verdaderos armados con espadas y escudos que se les abalanzaron encima
dando golpes mortales. Los soldados de Rimos que estaban menos dañados por el
fuego sacaron sus espadas para luchar, Emmer Ilama estaba allí y reaccionó
rápido ante el mandoble que le dejaban caer sobre la cabeza pero sin poder
evitar que este cercenara el brazo de un compañero caído, sin embargo su giro
fue preciso y su espada golpeó violenta la espalda de su oponente. Pero entre
sus enemigos habían algunos bastante hábiles y uno en especial que destacaba
sobre los demás, se llamaba Toramar y le apodaban “Diez espadas”, poseía un
talento innato y una habilidad exquisita esquivando los ataques con movimientos
ágiles, saltos y giros rápidos que siempre acababan en ataques certeros y
mortales que atravesaban estómagos o cortaban gargantas, mientras varios de sus
compañeros caían, él avanzaba con seguridad usando su espada “Pétalo de Laira”
como una extensión de su brazo que en su mano parecía tener vida propia. Emmer
se defendió con habilidad, pero sus ataques siempre llegaban tarde a su
objetivo, rasgando el aire donde antes se encontraba el cuerpo de Toramar, este,
finalmente desvió un ataque de su oponente con su espada, en vez de esquivarlo
y aprovechando la misma posición, golpeó de vuelta con violencia el mentón de
Emmer con la empuñadura para luego propinarle una fuerte patada que hizo caer
estrepitosamente a un rival ya cansado y adolorido, luego se paró sobre él y
alzó su espada para darle la estocada final, pero se detuvo totalmente
desconcertado, pues toda la realidad que él conocía en un instante dejaba de
tener sentido y parecía haberse trasladado a un mundo de sueños donde las
situaciones más inverosímiles podían suceder. A solo un par de metros, un
soldado de Rimos sentado en el suelo, recogía su brazo, totalmente separado de
su cuerpo y lo volvía a su sitio, donde un cúmulo grotesco de una materia negra
y grumosa se esparcía en tentáculos sobre la extremidad de aquel hombre hasta
la punta de los dedos y estos nuevamente se conectaban para volver a moverse.
Otro hombre se ponía de pie como si nada, con una gruesa y alargada
protuberancia en su garganta de la cual salían numerosas extensiones como
raíces que le surcaban el rostro y el pecho. Otro más, que había sufrido graves
quemaduras, estaba de pie un poco más alejado con buena parte de su cuerpo manchado
de negro y con las raíces de sus cicatrices cubriendo el resto de piel que no
había sufrido daño. Toramar vio como uno a uno todos sus enemigos volvían a
ponerse de pie y sintió cómo sus cuerpos desprendían un extraño y desagradable
olor, hasta que la espada de Emmer atravesó su vientre desde abajo
arrebatándole la vida al formidable “Diez espadas” Sus cinco compañeros que aún
seguían con vida reaccionaron igual, incrédulos de lo que veían, fueron
atacados y cayeron sin oponer resistencia, confundidos e indefensos.
Emmer
Ilama no comprendió por qué su enemigo no lo mató cuando lo derribó. No sabía
qué lo había detenido hasta que él se recuperó y pudo reaccionar. No entendía
por qué seguía con vida si había sido derrotado. Eso, hasta que vio a sus
compañeros y vivió en carne propia el desconcierto de verlos de pie y con vida
y conoció por primera vez las horrendas y malolientes cicatrices nacidas de sus
heridas mortales. Recién en ese momento las dudas del grupo sobre su
inmortalidad se disiparon por completo, pero otras nuevas aparecieron: Habían
caído en una trampa que estaba preparada para ellos, lo que significaba que sus
enemigos sabían del ataque y les estaban esperando. Habían sido delatados.
Alguien ayudó a Emmer a ponerse de pie y se pusieron en marcha pero este empezó
a rezagarse discretamente, llevaba una nueva preocupación en su mente: Nila.
Cuatro
jinetes se adentraron en el bosque muerto mientras especulaban sobre cuál sería
el motivo de tan extraña orden: ¿Por qué debían encontrar al príncipe Ovardo
allí? Sabían que su heredero ya había nacido y eso podía ser un motivo, pero se
suponía que estaban realizando una invasión que él mismo debía liderar y que jamás
dejaría de lado a no ser que se tratara de razones muy poderosas y el nacimiento
de su hijo era algo muy importante y esperado, pero nunca suficiente como para
abandonar una batalla. La luz de una pequeña fogata los guió hasta donde
Barros, su hijo Petro y el joven Cal Desci cenaban la liebre que habían asado,
apenas llegaron vieron al hombre que estaba tirado en el suelo, tapado con una
piel asquerosa y rodeado de perros, uno de estos les mostró los colmillos lo
cual no les provocó más que una mueca de repugnancia por la condiciones
indignas que algunos hombres adoptaban como forma de vida. Cal Desci se puso de
pie de inmediato, hasta ese momento no tenía idea de qué debía hacer con el
príncipe Ovardo y aquellos soldados se presentaban como una solución, “Mis
señores, es un gran alivio verlos, soy un criado al servicio de los señores de
Rimos y me han dejado órdenes de acompañar a mi señor Ovardo hasta que regrese
a casa, pero hasta ahora me ha sido imposible realizar tal mandato…” El jinete
que estaba a cargo respondió “Es a él a quien vinimos a buscar, dime ¿Dónde
está y por qué tú estás llenándote la barriga cómodamente entre estos gusanos
borrachos, en vez de acompañarle y servirle?” Petro le echó mano al machete que
reposaba junto a él y se iba a poner de pie para reclamar por aquel insulto,
pero su padre lo detuvo, no se encontraban en ninguna taberna y ese no era el
momento ni el lugar para dejarse llevar por la insensatez del vino que habían
bebido. “Pero señores…” continuó Cal Desci, “…yo no he abandonado a mi señor, pero
llevarlo de regreso, para mí es…” “Y si no lo has dejado entonces, ¿Dónde está
él?” lo interrumpió el soldado “Es ese que está ahí” dijo con algo de vergüenza
ajena, señalando al hombre rodeado de perros. El soldado perdía la paciencia “¿Y
ese que está allá es el rey?” dijo señalando con sarcasmo a Barros, luego
agregó “Cuida tu lengua muchacho, eres joven, seguro que quieres vivir un poco
más” Barros se puso de pie, y habló con cierto tono zalamero “El muchacho no
miente mi señor, el príncipe Ovardo, al cual todos servimos y deseamos largo
reinado, fue abandonado en el estado lamentable que pueden ver en compañía solo
de este criado y nosotros, los más humildes de sus servidores, solo nos quedamos
aquí para brindarle el mínimo de compañía y protección que se merece” “Tú
tampoco pareces apreciar tu vida, viejo…” dijo el soldado bajando de su caballo
y sacando su espada “…comparar a tu señor con uno de tus hijos borrachos, es un
insulto para el que la muerte es el menor de los castigos” Petro esta vez sí se
puso de pie con el machete en la mano y se acercó amenazante, era un hombre
simple y trabajador, pero tan bruto como su asno, en cambio su padre buscaba apaciguar
los ánimos. Se acercó al príncipe y a patadas espantó los perros echados a su
rededor, luego se agachó y levantó la piel pringosa que cubría el cuerpo de
Ovardo, “Compruébenlo ustedes mismos. Sus ojos no les mentirán” Los soldados
aun incrédulos, acercaron las antorchas que llevaban al cuerpo de aquel hombre
tirado, la expresión de sus rostros se transformó, era imposible, pero aquellos
hombres decían la verdad “Será mejor que tengan una buena explicación para esto
o les aseguro que no vivirán para ver de nuevo el sol” sentenció el soldado.
León Faras.
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