I.
La
lluvia, ansiadamente esperada, llegaba apenas a tiempo para extinguir los
últimos focos de fuego de una pequeña aldea devastada por la guerra, mojando
los restos humeantes de las humildes chozas de los campesinos y los cadáveres
de los que no habían alcanzado a escapar a tiempo. Las chacras, pobres y de
pequeño tamaño, pronto se volvieron lodazales donde algunas cabras que no
habían sido capturadas, regresaban para alimentarse de los cultivos, al no
estar sus dueños para protegerlos. Una fracción del ejército amigo llegaba al
lugar de camino a la capital, se cubrían los hombros y espaldas con pieles y
las cabezas con anchos sombreros de fibras vegetales que los protegían según
fuera el caso, tanto del sol como de la lluvia, su comandante solo se
diferenciaba del resto de sus hombres porque cabalgaba a la cabeza del grupo,
pero su apariencia era como la de cualquiera de sus soldados. A su lado,
viajaba un anciano flaco montano en un asno que le había servido de guía en las
montañas que acababan de cruzar, se cubría la cabeza con la capucha de su
túnica totalmente empapada. La escena era desoladora, aunque para estos hombres
no era nada nuevo, indolentes, debían recoger cualquier cosa que les sirviera
de alimento y que los invasores no se hubiesen llevado o destruido y seguir su
camino, dejándole los cuerpos a las aves de rapiña que no tardarían en limpiar
el lugar del hedor de la muerte.
De
seguro fue obra de la providencia, porque la niña no se movía ni emitía ningún sonido,
solo mantenía la vista fija en el rostro desencajado de su madre muerta,
ausente y con sus emociones bloqueadas, velando el gran cadáver de toda su
aldea y de todos sus pobladores. Una de sus cabras regresaba al hogar cuando
fue abatida por una flecha certera, su piel y su carne serían útiles para los
soldados que la fueron a recoger, uno de estos en un vistazo casual vio a la chiquilla,
parecía muerta, con manchas de sangre y los ojos abiertos pero inmóviles, al
acercarse, la niña le dirigió una mirada indiferente y eso fue suficiente para
confirmar que sí estaba con vida. Pronto el comandante, el anciano y varios
hombres más estaban allí planificando qué hacer con la pequeña, “Hay que
llevarla a otra aldea donde los pobladores puedan hacerse cargo de ella”
propuso un soldado, “Las aldeas han sido arrasadas. No podemos darnos vueltas
hasta encontrar una que aun no haya sido destruida” replicó otro, “Es la única
sobreviviente, la muerte hubiese sido lo más justo para ella” sentenció otro
soldado. Entonces el anciano se dirigió al comandante, “Señor, deja que yo me
la lleve…” El comandante lo miró incrédulo “¿No estás un poco viejo para
hacerte cargo de un niña?”; “Buscaré un lugar para ella, ¿Quién sabe, mi señor,
si al salvarse una vida no se está salvando a toda la humanidad?, además,
ustedes ya no me necesitan y tampoco pueden permitir que esta pequeña les
acompañe” respondió el viejo en tono de justificación, “Tampoco puedes estar
seguro de que si la vida que salvas no será luego la perdición de todos
nosotros, pero si eso es lo que quieres…” dijo el comandante, “…no seré yo
quien se oponga. Te deseo a ti y a tu nueva protegida un buen camino de regreso
a casa” Luego sacó una pequeña bolsa de cuero con monedas de su cinturón para
lanzársela al viejo como pago, pero este se negó efusivamente “No, no, no mi
señor, yo no puedo recibir eso” “Yo no sé cómo ustedes los monjes de las
montañas pueden vivir sus vidas sin jamás usar plata, oro ni nada parecido…”repuso
el comandante entre divertido y frustrado con la respuesta del viejo, este
pidió disculpas y se excusó “Esas son solo más ataduras para el hombre, lo que
sí me gustaría pedirte, si no es molestia, es una de las pieles que usan… no es
para mí, sino para cubrir a la niña. El viaje es largo y el clima en las
montañas arrecia de sobremanera”
El
viejo monje subió a la niña sobre su asno y la envolvió en la piel que le
habían dado para protegerla del clima, “¿Cómo te llamas?” pregunto el viejo
amable a la niña que apenas asomaba una pequeña porción de su rostro por entre
los bordes de la piel que la cubría, pero no recibió ninguna respuesta de esta,
“Bien, mi nombre es Badú, soy un monje de las montañas, cuidaré de ti de ahora
en adelante y procuraré que nada te falte ¿Tienes hambre?” preguntó el viejo
registrando su morral en busca de algún fruto seco, pero se detuvo al ver la
absoluta indiferencia de la pequeña, “Bueno, yo tampoco soy muy bueno para
comer. Recogeremos algunas cosas para el camino y nos pondremos en marcha. Hay
un refugio cerca, podremos prender un fuego y cubrirnos de la lluvia. Estaremos
muy cómodos, ya verás”
Badú
se puso a caminar tirando del asno donde la niña viajaba totalmente abandonada
a su destino, como un muñeco inerte sin ningún interés en la vida y su
porvenir. El camino era inhóspito, y a medida que subían por estrechos y duros
senderos, el viento frío se aliaba con más fuerza a la lluvia para mantener
alejados a los intrusos, pero el viejo monje no era ningún intruso, todo allí
era familiar para él, era su ambiente, su clima, su hogar, se asemejaba a los
árboles que crecían allí, de troncos rugosos, madera dura y estructura
atormentada, esculpidos por el rigor del ambiente. El monje caminaba sin apuro
seguido del asno que tampoco era ajeno a todo aquello, el agua corría por las
quebradas, muchas veces terminando en angostas y largas cascadas de formidable
belleza que Badú conocía bien, porque hace siglos que eran las mismas y en los
mismos lugares y habían senderos adecuados que las rodeaban o les pasaban por
debajo para quienes conocían a la montaña. Al llegar a una saliente pudieron
detenerse, enclavado en la pared de roca habían dos gruesos pilares de madera que
sostenían un pequeño techo de tejas y bajo este un único peldaño de piedra que
invitaba a entrar. El interior del refugio estaba forrado de madera y el cambio
de temperatura dentro era evidente desde el primer momento, había una cavidad
para encender fuego con una salida para el humo y junto a esta una buena porción
de leña totalmente seca, “¿Ves? Esta leña ha sido dejada aquí para nosotros,
mañana antes de continuar nuestro viaje, la repondremos en agradecimiento al
siguiente viajero que necesite refugio. Así funciona toda la vida en el
universo, es un ciclo que nunca debes olvidar: Recibir, agradecer y dar.” La
niña lo escuchaba pero seguía ausente, Badú continuó amable y compasivo “Has
vivido demasiadas cosas en muy poco tiempo, solo necesitas vivir más lento para
que el tiempo alcance a lo que has vivido y volverás a la normalidad y la
montaña es el mejor lugar para eso”
El
día se terminó allí, pero la lluvia continuaría durante toda la noche, el viejo
alimentó a su asno, el cual también se encontraba dentro del refugio y luego
sacó un trozo de pan de cebada que le alcanzó a la pequeña con una sonrisa
amable, esta lo recibió y se lo llevó dentro de su escondite de piel, mientras
él apoyaba la espalda en la pared y masticaba largamente semillas tostadas. No
cerró los ojos hasta que vio que la niña dormía, para entonces, la noche ya
estaba bien entrada.
León Faras.
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