I.
El ave bajo el dominio de Rodana, la
hechicera de las jaulas, había seguido durante toda la noche a la máquina de Gálbatar,
el alquimista, y tal como lo supuso, esta llegó hasta el castillo rodeado de
ciénagas que ahora ocupaba Rávaro después de haber matado a su hermano. El
asombroso aparato se asemejaba a un escorpión de hierro gigante, con seis patas
y dos brazos como tenazas, pero en lugar de tener una cola con aguijón en la
parte de atrás como la del animal, se elevaban allí dos estructuras con forma
de bellotas abiertas en ángulo como una “V” que giraban ambas hacia su interior
y a una velocidad proporcional al esfuerzo que hacía la máquina en cada uno de
sus movimientos y de las cuales salían, por varias cavidades cuadradas en su
base, luces de tonos amarillos y rojos que iluminaban todo el entorno como un
par de monstruosas balizas. En la parte delantera, tenía cuatro poderosos focos
que alumbraban hacia el frente y los laterales y un poco más atrás de estos,
dos tubos, expulsaban casi con furia chorros de humo que los hacían vibrar y
calentarse de sobremanera, como si fueran demasiado angostos para el caudal que
arrojaban. En el interior del escorpión, había tres tripulantes que lo
manejaban, el propio Gálbatar que se ocupaba, además de dar las órdenes, de mantener
funcionando en perfecta armonía todos los complejos sistemas del aparato, este
era un hombre delgado, alto y totalmente calvo, lampiño y pálido como un
esqueleto, de humor agrio y estampa firme, lleno de energía a pesar de su
avanzada edad. Luego estaba su ayudante y aprendiz, Gíbrida, una muchacha con
aspecto de muchacho, encargada de conducir el aparato y podía hacerlo casi
sobre cualquier superficie mientras fuera tierra firme, permanecía sentada al
frente, sobre una torreta giratoria que le permitía mirar en todas direcciones
y se podía decir a simple vista que disfrutaba enormemente su trabajo. Y por
último estaba Bolo, el esclavo de la caldera, un tipo bajo, musculoso y
velludo, con el aspecto e inteligencia de un perro humanizado, incansable y
pendenciero, le gustaba beber tanto como pelear y lo hacía cada vez que se lo permitían
y debían permitírselo de vez en cuando para mantenerlo tranquilo.
Gálbatar descendió de su máquina
ante la mirada atónita de los soldados que a esa hora estaban en el patio del
castillo de Rávaro, hizo un gesto de repugnancia al sentir el hedor que
envolvía el lugar proveniente de la ciénaga y avanzó con autoridad sin que
nadie se le acercara a detenerlo, la Bestia aun permanecía tirada allí, sin que
ninguna fuerza humana o mecánica hubiese sido capaz de moverla del lugar donde
había caído, el hombre observó que en la nuca del gigantesco animal habían
puesto, por órdenes de Rávaro, un “Quebranta espíritus” un temido aparato como un anillo de bronce que
en su interior asemeja a un agujero insondable, oscuro y brumoso, utilizado para
injerir dolor a voluntad a su portador, tanto en el lugar físico como en su intensidad
y de esa forma obtener información u obediencia. Gálbatar imaginó que aquella
bestia había sido torturada hasta el agotamiento por medio de ese cruel
aparato, jamás hubiese podido creer que en realidad había acabado así luego de
luchar contra un enano de rocas, el cual ya había sido devuelto a las
catacumbas, pero debió ser encerrado antes en una caja de madera porque los
guardias aun le guardaban profundo respeto. Rávaro salió a recibirlo avisado
por sus hombres, el alquimista, ya había recibido una generosa comisión solo
por la molestia de presentarse allí, y podía sospechar con seguridad que la
razón por la que había sido llamado, sería mucho mejor pagada.
El Débolum emergió del pequeño lago
de lava ardiente abierto en la boca de un volcán chato y amplio como un cráter,
emergió aleteando como lo haría un ave marina y se elevó en los cielos
chorreando de todas las partes de su cuerpo material incandescente, abrió la boca
como en un grito mudo apenas salió, y sobrevoló la selva que circundaba aquel
volcán, una inmensa porción de terreno cubierto de vegetación salvaje y hostil,
alimentado por un robusto río de muchos brazos.
Unos
deseos imperiosos de vomitar hicieron que Idalia volviera en sí, debió girarse
de donde estaba tirada sobre un piso de piedra sembrado de hierba entre sus
hendiduras para expulsar un líquido oscuro y viscoso, luego se dejó caer
nuevamente sobre la espalda, se sentía mareada, le dolía la cabeza y el
estómago y no tenía fuerzas ni siquiera para ponerse de pie. Sobre ella estaba
la inmensidad del cielo azul y la brisa fresca enfriaba su cuerpo bañado en
sudor, por un instante tuvo serias dudas sobre si aún seguía con vida o ya
estaba muerta pero inmediatamente comprendió que si estuviera muerta,
seguramente no se sentiría tan enferma. Ella no sabía que había viajado varios
kilómetros dentro del vientre muerto del Débolum, incluyendo parte de ese viaje
sumergida bajo lava ardiente. Luego de
varios minutos y no con poco esfuerzo logró sentarse para ver dónde estaba, era
una superficie plana y cuadrada de roca sólida con abundante hierba que crecía
en míseras porciones de tierra traída por el viento, en el lugar había, además,
numerosos cadáveres humanos, la mayoría, sólo huesos, que atestiguaban que ella
no era la primera que hacía ese viaje, pero sí, la primera que sobrevivía. Aquella,
era la cúspide de una maciza torre que surgía de la selva como un náufrago que
lucha por mantenerse a flote, de esta torre, salía por una de sus caras una
porción de lo que alguna vez fue un puente ahora destruido y por su extremo
opuesto, el mismo puente continuaba sin interrupciones hasta otra torre similar,
más allá se podía ver un muro, enorme e imponente a pesar de que estaba más de
la mitad de su estructura en el suelo, y tras ese muro, los restos de una
ciudad inmensa y bella tragada por la selva casi en su totalidad. La llamada
Ciudad Antigua, pero eso era algo que Idalia no podía saber con certeza, aquel
era un lugar desconocido para la mayoría de las personas comunes, o sea, para
casi todo el mundo, pero sobre la cual se habían tejido numerosas leyendas,
como que la ciudad antigua tenía la facultad de aparecer y desaparecer a
voluntad, o que sus difuntos habitantes reclamaban sus restos mortales cada vez
que era necesario defender la ciudad de algún osado intruso que se aventuraba
allí o que los enemigos que la habían invadido aun permanecían dentro de los
muros de piedra, como sus nuevos dueños y moradores, celosos de ceder a nadie
el enorme botín obtenido. Idalia no sabía dónde estaba, pero podía suponerlo,
lo que no podía suponer, era por qué estaba allí, si recordaba perfectamente
haber sido engullida por el Débolum.
León Faras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario