martes, 16 de junio de 2015

Autopsia. Segunda parte.

I.

-No esperaba verlo aquí.
-Lamentablemente no puedo hacer distinciones personales cuando se trata de salvar un alma. El amor y la misericordia de Dios son infinitos aunque mi tolerancia no lo sea.

Horacio Ballesteros lucía más delgado, sucio y barbón, sentado en la dura y fría litera de su celda miraba al cura con ojos derrotados, cansados, “Yo jamás saldré de aquí y no espero el perdón de nadie si yo mismo no puedo perdonarme…” Benigno lo miraba con un desprecio duro y afilado como roca, “En eso tiene usted razón Horacio, pero no estoy aquí solo por usted. Vengo a que me diga de dónde sacó esos fetos que usó en su horrendo montaje, ellos son hijos inocentes de Dios que reclaman por sus sacramentos y por una digna y cristiana sepultura que les dé el descanso eterno que merecen” el médico negó con la cabeza, “Yo no hice ningún montaje, el cadáver de esa muchacha estaba preñado aun estando bajo tierra, Domingo fue testigo de eso y juntos tomamos la decisión de incinerarlo” “¡Domingo está muerto!” casi gritó el cura indignado y agregó “…y usted profanó su cadáver sin misericordia ni remordimiento para ocultar su responsabilidad en el embarazo de su propia hija. ¿Acaso aun se atreve a negarlo? ¿Es que no teme por su alma?” Horacio se puso de pie desafiante al tiempo que la figura del cura se erguía en todo su largo, oscura e imponente y sin retroceder ni medio paso “Yo sé que lo que hice no tiene perdón y que merezco estar aquí hasta el fin de mis días, pero no puedo aceptar que me acuse de haber montado esos embarazos abominables, algo más lo hizo y ni usted ni yo tenemos explicación para eso” “Miente” dijo el sacerdote con la vista clavada en los ojos del doctor, “No” respondió este sosteniendo la mirada, “¡Miente!” insistió el cura, “¡No!” replicó Horacio con firmeza. Benigno respiró hondo, “Veo que ni siquiera el encierro ha logrado que recapacite, pero le advierto que la condena de los hombres no se comparará con lo que le espera cuando sea sometido a la justicia del Padre” “Yo no lo hice Benigno, me crea usted o no, yo no lo hice. Espero que cuando se dé cuenta de eso, no sea demasiado tarde para alguien más” respondió el doctor volviendo a su duro asiento. El cura se retiró y debió inclinarse levemente para pasar por la puerta, “¿Cómo está Elena?” preguntó el doctor antes de que el sacerdote se fuera, “Mejor de lo que jamás podría estar a su lado” respondió este, mientras el cerrojo de la celda se cerraba con un golpe fuerte y seco como un contundente punto final.

Guillermina Salas llegaba al despacho del padre Benigno alumbrándose el camino con una única vela, en la otra mano llevaba el acostumbrado vaso de vino que el cura bebía todas las noches, solo uno, pues este era enemigo acérrimo de los excesos. Como siempre, golpeó la puerta e inmediatamente la abrió y entró sin esperar una respuesta, el sacerdote revisaba documentos sentado tras un austero escritorio alumbrado pobremente. La mujer era una viuda entrada en años, activa y madrugadora que se encargaba de todos los quehaceres de la casa, en lo cual el padre nada tenía que reprocharle, pero sí lo desquiciaba frecuentemente lo parlanchina y entrometida de la mujer, cosa que con los años nunca había podido corregir. Guillermina puso el vaso sobre el escritorio y se quedó parada allí observando el gabinete que el cura había dejado abierto, en su interior estaban los dos frascos con los fetos extraídos por el doctor Ballesteros, el primero sacado del cadáver de Isabel, calcinado y el segundo extraído del cuerpo de Domingo, en perfecto estado. Ambos varones. El padre Benigno los había conservado con la esperanza de llegar al fondo del asunto y descubrir a las víctimas o cómplices que el médico había usado para llevar a cabo su aberrante montaje, pero hasta ahora no había conseguido averiguar nada al respecto. La mujer se acercó a los frascos y los iluminó con su vela, ya lo había hecho antes en ausencia del cura “Bastante raras las criaturitas que tenía el doctor, ¿no serán obras del Diablo, digo yo?” El cura la reprendió severo, “Deja de andar husmeando mujer, ¿Es que no tienes ni un gramo de sensatez? ¿Tú qué puedes saber sobre las obras del Diablo?” la mujer adoptó una posición defensiva y orgullosa, acostumbrada a manejar el carácter hosco del sacerdote “¡Mírenlo! porque una es pobre y poco estudiada creen que una es tonta, a lo mejor no sé mucho de las obras del Diablo, pero sí sé de criaturas recién nacidas. Para que sepa, mi abuela fue partera toda su vida y yo de chiquitita ya andaba cortándoles el cordoncito a los recién nacidos, y nunca hubo ni un cristiano que viniera al mundo sin su cordoncito.” El padre, al ver que ya no podía mantener la concentración en su trabajo, dejó los papeles sobre la mesa y se puso de pie para cerrar el gabinete y terminar con la discusión “¿No te cansas de hablar burradas, mujer?; ¿De qué cordoncito hablas?” “¡Del de el ombligo pues! ¿De cuál va a ser?” respondió la mujer tozuda, “¿El cordón umbilical?” pregunto el sacerdote ya en un tono más calmado, “¡El mismo pues! ¿O acaso me va a decir que ahora los cristianos nacen así nomás?” la mujer se llevó las manos a la cintura comenzando a saborear su victoria. El padre Benigno tomó el frasco y estudió el feto conservado en mejor estado francamente asombrado, ese era un detalle que simplemente había pasado por alto, seguramente el doctor lo hubiese notado enseguida pero no tuvo tiempo de hacerlo, sin embargo él jamás se hubiese dado cuenta de no ser por su ama de llaves y la experiencia que esta tenía. El feto no tenía ni ombligo ni cordón umbilical ni ninguna marca parecida en su vientre “Tenía razón Guillermina, ningún cristiano viene al mundo sin cordón umbilical” sentenció el cura aturdido sin saber qué pensar, tras él, la ama de llaves lo miraba triunfante, luego esta pareció recordar algo de pronto y se metió la mano al bolsillo del delantal “¡Ya se me olvidaba con todo esto de las criaturitas!. Tome, llegó correspondencia hoy día” el cura la recibió, pero sin ningún interés, se llevó una mano a la frente y caminó cabizbajo hasta derrumbarse en su asiento mientras la mujer se retiraba orgullosa de sí misma. Pasaron varios minutos antes de que decidiera ver las cartas, dos telegramas venían allí, uno, anunciaba la llegada del nuevo médico para el día siguiente, el otro, era del Convento de las Hermanas de la Resignación, y traía lamentables noticias sobre Elena Ballesteros.

El padre Benigno aguardaba parado recto e imperturbable en la estación de trenes, su expresión adusta no cambió cuando por fin vio que llegaba el tren con más de media hora de retraso, junto a él estaba Abel Rupano, el cochero, encorvado, con la vista en el suelo y el sombrero de paja en las manos. La expresión de su rostro tampoco varió al ver descender del vagón al nuevo médico que esperaba para el pueblo, este era un hombre joven y delgado, con el cabello aplastado sobre el cráneo sin ninguna forma de peinado, grandes gafas y un bigote dividido en dos que se le veía francamente ridículo, “El doctor Hugo Cifuentes, debo suponer” dijo el cura sin ocultar su decepción ante la imagen débil y torpe que el profesional que le habían enviado proyectaba, “El padre Benigno, ¿verdad? Es un gusto conocerlo” respondió el joven con una voz sorprendentemente grave, estirando una mano pálida y huesuda que fue apresada por el cura en un apretón fuerte y breve mientras Rupano ya cargaba en el coche las numerosas valijas que el médico traía “Tenga cuidado con eso por favor, hay instrumentos delicados ahí dentro” dijo con cortesía el joven médico, pero el cochero solo se detuvo para rascarse detrás de la oreja, echarle un vistazo al cura, y al no recibir respuesta, continuó con su tarea tal y como estaba acostumbrado, como si se tratara de sacos de grano. Pronto emprendieron el camino, el doctor varias veces intentó iniciar una conversación, pero los monosílabos indiferentes del sacerdote se lo impidieron, para este, nada tenía menor interés en ese momento que las dudas fútiles de su compañero de viaje.



León Faras. 

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