XXII.
Esa
noche, Gastón Huerta se sentía osado y decidido para convertirse en el héroe de
su pandilla de vagos y drogadictos, el alcohol y la droga ya consumida, lo
ayudaban a eso. Acostumbrados a conseguir dinero haciendo robos ruines dentro
del mismo ambiente donde vivían y amedrentados por sus propios familiares y
vecinos cansados de las constantes pérdidas de objetos y dinero, habían
decidido entrar al mundo delictual desbalijando el hogar de algún desconocido
en alguna de esas poblaciones nuevas de casas sólidas y bonitas, recién
pintadas, con césped y entrada para vehículo. Ninguno era ladrón experimentado,
y su objetivo era conseguir cualquier cosa que tuviera valor, la casa, daba lo
mismo, y los dueños de esta también. Eran las dos o tres de la madrugada de un
día común y corriente, todo el mundo en todas partes dormía profundamente, a
excepción de Huerta, los dos amigos que le acompañaban para esperar fuera y
recibir los objetos robados y el dueño de la casa elegida esa noche, Alan
Sagredo, un operario recientemente ascendido a supervisor en una fábrica de
alimentos, este último, no había conseguido conciliar el sueño aquella noche, a
diferencia de su joven esposa, Beatriz, que dormía profunda y gratamente a su
lado, su pequeño hijo que aun no cumplía el año había despertado en la
habitación contigua y él se había levantado para hacerlo dormir nuevamente,
luego de eso se había quedado a oscuras sentado en la cocina con una copa de
vino frente a él, pues el insomnio le quitaba el atractivo a su agradable
lecho.
Oyó
de inmediato el ruido que hacían los torpes e inexpertos delincuentes al tratar
de quitar el seguro al ventanal de la sala con un cuchillo, se asomó y pudo ver
tras las cortinas, las siluetas de los desconocidos que intentaban entrar a su
casa, instintivamente se agachó y se deslizó hasta el teléfono de la cocina,
pensó en llamar a la policía pero finalmente marcó el número de su amigo,
Manuel Verdugo, este tenía el teléfono junto a su cama, la conversación fue
breve y apenas colgó el teléfono saltó de la cama para vestirse con lo primero
que encontró, tenía vehículo y podía llegar rápido. Apenas salió, Silvia, su
mujer, llamó a la policía. Alan volvió a echar un vistazo, el ventanal ya
estaba abierto y los delincuentes dentro de la sala, en ese momento, el imbécil
que robaba descolgaba de la pared un cuadro de relieve en cobre de escaso valor
económico, agazapado, Alan se dirigió a su cuarto y sin hacer ruido ni encender
la luz despertó a su mujer, luego buscó en la parte alta de su closet el arma
que guardaba allí y que nunca había disparado. Beatriz maldijo no tener a su
hijo con ella en ese momento como muchas veces antes lo había hecho e inmediatamente
quiso ir a la habitación del pequeño, pero su marido la tranquilizó, irían
juntos, el llanto del bebé silenciado bruscamente los llenó de angustia.
Salieron de su cuarto, Alan llevaba el arma cargada, los delincuentes no se
veían ni se oían en ese momento, con cuidado, pero lo más rápido que pudieron
fueron en busca de su hijo, la puerta de su dormitorio estaba junta, no se oía
nada y la sala se veía vacía, al empujarla suavemente vieron a un tipo que
intentaba sacar por la ventana algo que sus compañeros se negaban a recibir.
Alan apuntó, sintió que dispararle a un hombre no era cosa fácil, la duda ante
lo irreversible, pero si se trata de su familia, de su hijo, no había nada que
pensar. Disparó dos veces a la espalda del ladrón que cayó al suelo sin emitir
quejido ni soltar el bulto que cargaba, sus compañeros huyeron de inmediato.
Beatriz corrió a la cuna de su hijo pero la encontró vacía, su marido, lento y
con la angustia dibujada en el rostro se dirigió hacia el hombre abatido, tenía
un presentimiento horrible acunado en su pecho que esperaba de todo corazón
que no fuera cierto. Dio vuelta el cuerpo sin vida del ladrón al tiempo que
Beatriz encendía la luz, bajo este estaba su hijo, las balas también habían atravesado
su cuerpo.
Huerta
había entrado al cuarto buscando algo de valor sin esperarse que encontraría un
bebé dentro, este comenzó a llorar y Gastón asustado e incapaz de pensar con
claridad, solo se le ocurrió silenciarlo con una mano torpe y desmesurada.
Sintió que si retiraba la mano era el fin de todo, que el bebé alertaría a todo
el mundo con su llanto y que tendrían que huir como fuera, por lo que lo sacó de
su cuna, indeciso, trataba de pensar en algo, sin dejar de cubrirle la cara con
la mano, lo llevó hasta la ventana para que sus compañeros se encargaran
mientras él terminaba el robo, pero sus compañeros no lo ayudaron, ninguno
quería hacerse cargo de un bebé, solo debía devolverlo y largarse de ahí lo
antes posible. Entonces se dieron cuenta de que la criatura no reaccionaba,
Huerta no pensaba, lo había asfixiado y no lo comprendía, no sabía si aquella
era una oportunidad para huir o para continuar con su robo, confundido,
retrocedió un paso o dos, mirando al bebé en sus brazos, su cerebro se
esforzaba en procesar lo que estaba sucediendo, pero no alcanzó a darle
lucidez, dos balas atravesaron su cuerpo y la vida se le extinguió con la misma
incapacidad de comprensión.
Cuando
Manuel llegó, cargaba una escopeta de cacería, para, de ser necesario, dar
algunos tiros al aire como medida de disuasión contra los delincuentes. Encontró
a Beatriz llamando con angustia y desesperación una ambulancia que los
auxiliara, su marido se había derrumbado junto a su hijo y ella solo quería
derrumbarse junto a él, pero la pesadilla aun no se había terminado, un nuevo
disparo los alertó y los hizo temblar, Manuel de dos zancadas llegó a la
habitación del bebé y se encontró con lo peor, con la mente fría, contuvo a
Beatriz para que no entrara pero no pudo evitar que ella viera el cuerpo de
Alan sentado en el suelo, apoyado en la pared, con el cuerpo de su hijo en las
piernas y una bala en la sien auto propinada luego del desconsuelo de haber
disparado en contra de su propio hijo.
León Faras.
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