VI.
Ulises
entró al café de Octavio con una mueca de auténtica incredulidad en los labios,
“¿Cómo ha sucedido tan rápido? Mírate, no te borrarían la sonrisa del rostro ni
con una bofetada, igual que Bernarda” “¿En serio?” respondió Octavio y su
sonrisa se volvió más amplia y más boba, “¿Ustedes le ayudaron, verdad?”
continuó Ulises dirigiéndose a Alamiro que sostenía su vaso de vino blanco y a
Diógenes que sacada un cigarrillo, “Lo hizo él solo” respondió este último
antes de acercar la llama a su boca, “Yo estoy igual de admirado que tú…” dijo
Alamiro secando su vaso de un trago, y luego de apretar los dientes y exhalar
el aire producto del alcohol ingerido, agregó, “…y me alegro mucho por nuestro
amigo” “Pues no es que no me alegre la felicidad tuya, hombre…” replicó Ulises
aun sin entender qué pasaba “…pero es que aún no me dices qué es lo que has
hecho para que ambos anden ilusionados y flotando en los aires, como un par de
chiquillos que parecen enamorarse por primera vez” Octavio respondió rascándose
la cabeza “Pues solo le he preguntado si quería… si podía, cenar conmigo esta
noche, aquí, en la cafetería…” “¿Y qué más?” pregunto Ulises aun insatisfecho,
ante la atenta mirada de Alamiro y Diógenes que seguían la conversación
expectantes y en silencio “Nada más… me ha dicho que sí y hemos quedado a las
ocho”; “¿Solo eso?” insistió Ulises, “Sí, solo eso” respondió Octavio que en
ese momento sentía todo el peso que sentiría un muchacho enfrentándose a su
suegro por primera vez, a pesar, de que su suegro también era su amigo desde
hace ya varios años, “Yo creo que esa cita ya la estaban esperando ambos desde
que se conocieron, y solo faltaba que uno de los dos actuara, para que todo se
diera así de fácil…” remató Diógenes observando su cigarrillo como si le
hablara a este, y ante el silencio de los demás, agregó, “…exactamente igual me
sucedió a mí con mi primera mujer” “¿Dijiste a las ocho?” preguntó Ulises más
satisfecho, y ante la afirmación del camarero agregó “Pues será mejor que
vayamos cerrando este lugar y preparándolo todo, hay que limpiar y ordenar para
que des la mejor impresión” “Yo voy a conseguir un traje con mi suegro que es
más o menos de la misma talla…” dijo Alamiro diligente, pero Diógenes lo
detuvo, “Pero si tu suegro tiene tantos años que seguro su ropa ya se cae a
pedazos. Lo que tú quieres es salir huyendo” “Pero miren al burro hablando de
orejas…” replicó Alamiro al tiempo que Ulises ponía orden “Ustedes dos van a
dejar todo limpio aquí, yo con Octavio nos encargaremos de lo que falte para la
cena. El traje lo veremos luego”
Sin
padres que se encargaran de él, Alberto había sido entregado a su tía Berta, la
hermana mayor de su madre, una mujer flaca y solterona con el carácter agrio
que forja la frustración auto impuesta, una mujer religiosa que condenaba los
sueños como si fueran pecados de soberbia y avaricia, una mujer orgullosa de
seguir y predicar la versión más rígida y castrante de la fe, una mujer que miraba
el buen humor y la risa como libertinaje y al llanto como incompetencia. Una
mujer con la que Alberto, no duró mucho tiempo. El niño prefirió ampliamente huir
a quedarse en el ambiente sólido, aseado y vacío de la casa de su tía, esta
tampoco jamás lo buscó, totalmente convencida de que eran las autoridades las
encargadas de traerlo de vuelta y no ella, aunque sabía perfectamente dónde el
niño estaría. Alberto regresó a la casucha donde vivía con su madre, entró por
una ventana y se quedó allí algunos días hasta que una vecina lo encontró y con
la ayuda de otros vecinos lo ayudaron, lo asearon y lo alimentaron. Más
temprano que tarde, Alberto volvió a ser el niño que era, inteligente y
despierto, se adueñó del barrio rápidamente, comía un día aquí y el otro allá,
aunque indefectiblemente siempre dormía en su casa, solo, mirando la mancha
seca de sangre en el piso hasta que se le cerraban los ojos. Durante el día, el
chico cumplía los mandatos de una vecina y luego se encargaba de cuidar a los
pequeños de otra, lo mandaban a comprar todo tipo de cosas o incluso a dejar
recados de jóvenes enamorados, nunca decía que no aunque estuviera a mitad de
un juego con los otros niños, nunca decía que no, excepto, cuando Diana quería
enseñarle a leer. Diana era una joven que vivía en el barrio, tenía un problema
de obesidad controlado a medias aunque su real apetito era por los libros y la
lectura. Alberto no podía negar ni ocultar la enorme curiosidad que le
provocaban las historias que Diana le leía, viajes en barco que alcanzaban
tierras lejanas y antiguas, seres fantásticos que llevaban a cabo hazañas
sobrehumanas, pequeños trozos de tierra en medio del océano donde cohabitaban
la riqueza y el peligro mortal, todo era tan interesante y nuevo que el
muchacho ponía todo su interés en lo que oía, pero cuando la joven le ofrecía
enseñarle para que pudiera leer lo que quisiera y cuando quisiera, el niño se
negaba como a un perro viejo que quieren meter al agua para darle su primer baño, pues
decía que jamás podría hacerlo, que él no era inteligente como ella y que con
solo ver una página de un libro, se daba cuenta de lo extremadamente difícil
que era y solo pensar en el resto de las páginas, se le hacía una tarea
imposible. De escribir, ni hablar.
Ahora
estaban allí, Estela le había pedido a Alberto que la llevara a su casa para
conocerla y el muchacho accedió sin trabas, pues ambos ya se aceptaban como
hermanos y la curiosidad por conocerse más, era mutua. Para Estela, la casucha
dónde vivía Alberto no era muy diferente del lugar dónde ella vivió con sus
padres, al igual que el barrio y los vecinos, eso los hacía empatizar y los
unía como si hubiesen compartido la misma infancia, con situaciones similares y
en escenarios parecidos, por lo tanto, podían comprenderse fácil y libremente. Se
sentaron fuera de la casa bajo la fresca sombra de un pimiento a planear lo que
sería su viaje al psiquiátrico y compartir algunos dulces que Estela había
guardado, de vez en cuando algún vecino pasaba por ahí saludando al muchacho y
a su joven acompañante antes de seguir su camino. Todos los vecinos saludaban
al muchacho. En ese momento Diana pasó por allí y se detuvo a saludar, como era
de esperarse, traía un libro bajo el brazo, “¿No me vas a presentar a tu
amiga?” “Ella es Estela…” dijo el muchacho levemente incómodo por tener que
presentar a alguien, cosa que nunca antes le había tocado hacer, y agregó
“…ella no es mi amiga, es mi hermana” Aquello último, llenó de un inesperado
orgullo a Estela lo mismo que de sorpresa a Diana “No sabía que tuvieras una hermana…”
Estela replicó con una sonrisa satisfecha “Pues nosotros tampoco, hace muy poco
tiempo nos dimos cuenta de que su papá y el mío, son el mismo…” “Vaya…” dijo
Diana, “…pues ha sido una bonita coincidencia que se encontraran y se
conocieran” “Es cierto” contestó Estela. “¿Traes un libro nuevo?” preguntó
Alberto, “No, no es un libro nuevo, lo leí hace mucho pero hoy casi se me
abalanzó encima en la biblioteca para que me lo trajera” respondió Diana
alegremente, “¿Y de qué se trata?” preguntó Estela curiosa, “Es de dos niños
que un día se encuentran y siendo de padres diferentes, son iguales como
gemelos, solo que uno es inmensamente rico y el otro pobre como las ratas, y
deciden intercambiar puestos…” “¿Y por qué alguien con mucha plata quisiera
tomar el lugar de otro sin nada?” preguntó Alberto encontrando el argumento de
la historia de lo más absurdo, “Porque el rico vivía atrapado en su palacio
lleno de restricciones y el pobre era libre de ir y venir donde quisiera, como
nosotros…” respondió Estela ante la grata sorpresa de Diana “¿Lo has leído?”
preguntó, y Estela asintió con la cabeza “Sí, tuve una profesora hace tiempo
que me prestaba sus libros a veces… ¿Tú lo has leído Alberto?” En ese momento,
y ante la inseguridad del chico para responder, se encontró este con que ya no
tendría que soportar a una persona insistiéndole con que debía aprender, sino
que ahora serían dos, pues Estela también se empeñaría en que lo hiciera, por
lo que no le quedó más remedio que ceder, “Bueno, bueno, pero antes debemos
solucionar lo de nuestro viaje y después veremos eso de leer… ¿Sí?”, “¿Qué
viaje?” preguntó Diana interesada y Estela le contó lo de la visita a la madre
de Alberto y de que ella quería acompañarle, pero que no le darían autorización
a menos que algún adulto pudiera acompañarlos y por eso no habían podido ir
todavía “¿Y si yo los acompañara?” dijo la joven, lo que iluminó el rostro de
los muchachos “¿Lo harías?” respondió Alberto ilusionado “¡Claro! pero…”
respondió Diana, desvaneciendo poco a poco la sonrisa del muchacho y acentuando
la de Estela “…tendrás que comprometerte a que pondrás todo de tu parte para
aprender a leer y escribir” “¡¿Y a escribir también?!” replicó el muchacho
alarmado, pero Estela lo tranquilizó, “No te preocupes Alberto, si ambas cosas
se aprenden juntas y al mismo tiempo. Yo te ayudaré.”
León
Faras.
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