miércoles, 2 de diciembre de 2015

Simbiosis. Una visita al Psiquiátrico.

VI.

Ulises entró al café de Octavio con una mueca de auténtica incredulidad en los labios, “¿Cómo ha sucedido tan rápido? Mírate, no te borrarían la sonrisa del rostro ni con una bofetada, igual que Bernarda” “¿En serio?” respondió Octavio y su sonrisa se volvió más amplia y más boba, “¿Ustedes le ayudaron, verdad?” continuó Ulises dirigiéndose a Alamiro que sostenía su vaso de vino blanco y a Diógenes que sacada un cigarrillo, “Lo hizo él solo” respondió este último antes de acercar la llama a su boca, “Yo estoy igual de admirado que tú…” dijo Alamiro secando su vaso de un trago, y luego de apretar los dientes y exhalar el aire producto del alcohol ingerido, agregó, “…y me alegro mucho por nuestro amigo” “Pues no es que no me alegre la felicidad tuya, hombre…” replicó Ulises aun sin entender qué pasaba “…pero es que aún no me dices qué es lo que has hecho para que ambos anden ilusionados y flotando en los aires, como un par de chiquillos que parecen enamorarse por primera vez” Octavio respondió rascándose la cabeza “Pues solo le he preguntado si quería… si podía, cenar conmigo esta noche, aquí, en la cafetería…” “¿Y qué más?” pregunto Ulises aun insatisfecho, ante la atenta mirada de Alamiro y Diógenes que seguían la conversación expectantes y en silencio “Nada más… me ha dicho que sí y hemos quedado a las ocho”; “¿Solo eso?” insistió Ulises, “Sí, solo eso” respondió Octavio que en ese momento sentía todo el peso que sentiría un muchacho enfrentándose a su suegro por primera vez, a pesar, de que su suegro también era su amigo desde hace ya varios años, “Yo creo que esa cita ya la estaban esperando ambos desde que se conocieron, y solo faltaba que uno de los dos actuara, para que todo se diera así de fácil…” remató Diógenes observando su cigarrillo como si le hablara a este, y ante el silencio de los demás, agregó, “…exactamente igual me sucedió a mí con mi primera mujer” “¿Dijiste a las ocho?” preguntó Ulises más satisfecho, y ante la afirmación del camarero agregó “Pues será mejor que vayamos cerrando este lugar y preparándolo todo, hay que limpiar y ordenar para que des la mejor impresión” “Yo voy a conseguir un traje con mi suegro que es más o menos de la misma talla…” dijo Alamiro diligente, pero Diógenes lo detuvo, “Pero si tu suegro tiene tantos años que seguro su ropa ya se cae a pedazos. Lo que tú quieres es salir huyendo” “Pero miren al burro hablando de orejas…” replicó Alamiro al tiempo que Ulises ponía orden “Ustedes dos van a dejar todo limpio aquí, yo con Octavio nos encargaremos de lo que falte para la cena. El traje lo veremos luego”


Sin padres que se encargaran de él, Alberto había sido entregado a su tía Berta, la hermana mayor de su madre, una mujer flaca y solterona con el carácter agrio que forja la frustración auto impuesta, una mujer religiosa que condenaba los sueños como si fueran pecados de soberbia y avaricia, una mujer orgullosa de seguir y predicar la versión más rígida y castrante de la fe, una mujer que miraba el buen humor y la risa como libertinaje y al llanto como incompetencia. Una mujer con la que Alberto, no duró mucho tiempo. El niño prefirió ampliamente huir a quedarse en el ambiente sólido, aseado y vacío de la casa de su tía, esta tampoco jamás lo buscó, totalmente convencida de que eran las autoridades las encargadas de traerlo de vuelta y no ella, aunque sabía perfectamente dónde el niño estaría. Alberto regresó a la casucha donde vivía con su madre, entró por una ventana y se quedó allí algunos días hasta que una vecina lo encontró y con la ayuda de otros vecinos lo ayudaron, lo asearon y lo alimentaron. Más temprano que tarde, Alberto volvió a ser el niño que era, inteligente y despierto, se adueñó del barrio rápidamente, comía un día aquí y el otro allá, aunque indefectiblemente siempre dormía en su casa, solo, mirando la mancha seca de sangre en el piso hasta que se le cerraban los ojos. Durante el día, el chico cumplía los mandatos de una vecina y luego se encargaba de cuidar a los pequeños de otra, lo mandaban a comprar todo tipo de cosas o incluso a dejar recados de jóvenes enamorados, nunca decía que no aunque estuviera a mitad de un juego con los otros niños, nunca decía que no, excepto, cuando Diana quería enseñarle a leer. Diana era una joven que vivía en el barrio, tenía un problema de obesidad controlado a medias aunque su real apetito era por los libros y la lectura. Alberto no podía negar ni ocultar la enorme curiosidad que le provocaban las historias que Diana le leía, viajes en barco que alcanzaban tierras lejanas y antiguas, seres fantásticos que llevaban a cabo hazañas sobrehumanas, pequeños trozos de tierra en medio del océano donde cohabitaban la riqueza y el peligro mortal, todo era tan interesante y nuevo que el muchacho ponía todo su interés en lo que oía, pero cuando la joven le ofrecía enseñarle para que pudiera leer lo que quisiera y cuando quisiera, el niño se negaba como a un perro viejo que quieren meter al agua para darle su primer baño, pues decía que jamás podría hacerlo, que él no era inteligente como ella y que con solo ver una página de un libro, se daba cuenta de lo extremadamente difícil que era y solo pensar en el resto de las páginas, se le hacía una tarea imposible. De escribir, ni hablar.

Ahora estaban allí, Estela le había pedido a Alberto que la llevara a su casa para conocerla y el muchacho accedió sin trabas, pues ambos ya se aceptaban como hermanos y la curiosidad por conocerse más, era mutua. Para Estela, la casucha dónde vivía Alberto no era muy diferente del lugar dónde ella vivió con sus padres, al igual que el barrio y los vecinos, eso los hacía empatizar y los unía como si hubiesen compartido la misma infancia, con situaciones similares y en escenarios parecidos, por lo tanto, podían comprenderse fácil y libremente. Se sentaron fuera de la casa bajo la fresca sombra de un pimiento a planear lo que sería su viaje al psiquiátrico y compartir algunos dulces que Estela había guardado, de vez en cuando algún vecino pasaba por ahí saludando al muchacho y a su joven acompañante antes de seguir su camino. Todos los vecinos saludaban al muchacho. En ese momento Diana pasó por allí y se detuvo a saludar, como era de esperarse, traía un libro bajo el brazo, “¿No me vas a presentar a tu amiga?” “Ella es Estela…” dijo el muchacho levemente incómodo por tener que presentar a alguien, cosa que nunca antes le había tocado hacer, y agregó “…ella no es mi amiga, es mi hermana” Aquello último, llenó de un inesperado orgullo a Estela lo mismo que de sorpresa a Diana “No sabía que tuvieras una hermana…” Estela replicó con una sonrisa satisfecha “Pues nosotros tampoco, hace muy poco tiempo nos dimos cuenta de que su papá y el mío, son el mismo…” “Vaya…” dijo Diana, “…pues ha sido una bonita coincidencia que se encontraran y se conocieran” “Es cierto” contestó Estela. “¿Traes un libro nuevo?” preguntó Alberto, “No, no es un libro nuevo, lo leí hace mucho pero hoy casi se me abalanzó encima en la biblioteca para que me lo trajera” respondió Diana alegremente, “¿Y de qué se trata?” preguntó Estela curiosa, “Es de dos niños que un día se encuentran y siendo de padres diferentes, son iguales como gemelos, solo que uno es inmensamente rico y el otro pobre como las ratas, y deciden intercambiar puestos…” “¿Y por qué alguien con mucha plata quisiera tomar el lugar de otro sin nada?” preguntó Alberto encontrando el argumento de la historia de lo más absurdo, “Porque el rico vivía atrapado en su palacio lleno de restricciones y el pobre era libre de ir y venir donde quisiera, como nosotros…” respondió Estela ante la grata sorpresa de Diana “¿Lo has leído?” preguntó, y Estela asintió con la cabeza “Sí, tuve una profesora hace tiempo que me prestaba sus libros a veces… ¿Tú lo has leído Alberto?” En ese momento, y ante la inseguridad del chico para responder, se encontró este con que ya no tendría que soportar a una persona insistiéndole con que debía aprender, sino que ahora serían dos, pues Estela también se empeñaría en que lo hiciera, por lo que no le quedó más remedio que ceder, “Bueno, bueno, pero antes debemos solucionar lo de nuestro viaje y después veremos eso de leer… ¿Sí?”, “¿Qué viaje?” preguntó Diana interesada y Estela le contó lo de la visita a la madre de Alberto y de que ella quería acompañarle, pero que no le darían autorización a menos que algún adulto pudiera acompañarlos y por eso no habían podido ir todavía “¿Y si yo los acompañara?” dijo la joven, lo que iluminó el rostro de los muchachos “¿Lo harías?” respondió Alberto ilusionado “¡Claro! pero…” respondió Diana, desvaneciendo poco a poco la sonrisa del muchacho y acentuando la de Estela “…tendrás que comprometerte a que pondrás todo de tu parte para aprender a leer y escribir” “¡¿Y a escribir también?!” replicó el muchacho alarmado, pero Estela lo tranquilizó, “No te preocupes Alberto, si ambas cosas se aprenden juntas y al mismo tiempo. Yo te ayudaré.”




León Faras.

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