III.
La
noche ya estaba bien entrada cuando Badú llegó tirando de su asno hasta un
nuevo refugio donde pasar la noche antes de llegar al monasterio, la pequeña
Zaida envuelta en su piel, luchaba por no caerse del asno víctima del sueño y
el cansancio. El refugio era una pequeña pagoda escoltada por un árbol de
madera dura y grisácea que parecía completamente seco, pero que en primavera
renacía hermosamente. El lugar estaba destinado igualmente a la oración y el
agradecimiento, como para la pernoctación de los pocos viajeros que llegaban
hasta allí, estaba ubicado en una saliente de roca sólida terminada en punta y
cortada verticalmente, regado constantemente por un hilo de agua que caía
siguiendo una ruta milenaria, una bonita y gruesa balaustrada de madera que
parecía casi tan vieja como la montaña, evitaba los accidentes mortales. Parado
en aquel lugar, se podía apreciar con claridad la infinitud del universo. El
monje bajó a la niña y la acomodó en un rincón, luego se arrodilló frente al
altar y oró brevemente en silencio, dando gracias y pidiendo bendiciones, una
vez terminado esto, volvió a salir a descargar al asno, entrar las provisiones
y encender un fuego dentro del templo para calentarse “Voy por agua pequeña
Zadí, un poco de té nos caerá bien a los dos en esta noche fría.” Para cuando
Badú regresó, la niña ya dormía profundamente. El viejo preparó su té con cuidado
y dedicación absoluta, como si se tratara de una labor sumamente delicada, y de
la misma forma lo bebió. Mientras saboreaba el amargor de su té, Badú pensaba
en las palabras de Missa Samada y en la misión que aquella le había encargado,
no dudaba ni por un segundo de estas, pero no estaba seguro de haber
comprendido bien a lo que se refería, preparar a la niña para luchar en una
guerra siendo que aun la pequeña debía crecer, desarrollarse y hacerse fuerte, era
hablar de una guerra muy larga. Luego recordó al hombre del puente, nunca había
oído hablar de esa “Doncella ensangrentada” a la cual dijo que servía y no
acababa de comprender por qué razón le había ayudado atacando a quien se
suponía, era su propio líder.
Con
las primeras luces del alba, reanudaron su camino luego de desayunar.
El
camino era angosto, tanto que dos asnos no cabían en él. Zaida observaba con
curiosidad la pendiente a un lado, que a veces era bastante profunda y
pronunciada y luego las montañas al otro, imponentes e inmortales, pero aquello
no le asustaba, para la niña, todo eso era familiar, conocido, era una
extensión del mundo en el que había nacido, lo que sí le sorprendió, fue la
aparición súbita del monasterio frente a sus ojos, la construcción humana más
grande que jamás ella había visto. Luego de un pequeño, pero sólido puente de
roca que saltaba una profunda fractura en la montaña, había un pequeño valle
encajonado, con una suave pendiente y cubierto de una tierra dura que en
primavera se alfombraba de hierba, en el fondo, pegado a las paredes verticales
de la montaña que lo custodiaba y protegía, se erguía el monasterio, un edificio
construido sobre una gran plataforma hecha de piedras hábilmente apiladas de
forma que fuera una superficie perfectamente angular y nivelada, su forma, era
geométricamente simple, pero imponente como una fortaleza y hermoso como una
escultura. Era un edificio muy angosto comparado con su altura, que cubría toda
la pared de la montaña como si de un gran muro se tratara, en su base se veían
numerosas entradas con forma de arco, aparentemente estrechas y separadas por
anchos pilares que sostenían el peso de la estructura, en ambos extremos, pegada
a la pared se erguía una torrecilla que subía hasta superar la altura del
edificio y de las cuales se podía acceder al techo de este, y recorrerlo en
todo su largo por un pasillo especialmente construido para ello, al medio, un
gran torreón de base cuadrada sobresalía hacia delante y se erguía por sobre
todo lo demás, rematado de forma abrupta, en una amplia superficie plana de
roca, sin pendiente ni protección de ningún tipo, apta solo para quienes desean
entrenar la fe y la confianza en sí mismo y en las divinidades que le protegen,
pues el solo hecho de pararse allí, ya era de por sí una experiencia
atemorizante, pues hasta la brisa más suave parecía querer impulsarte al vacío.
Todo el edificio estaba cubierto de numerosas y diminutas ventanillas, que
hacían posible suponer el número de niveles que este tenía y la buena cantidad
de habitaciones existentes. “He aquí el Monasterio de Missa Pandur, pequeña
Zadí…” dijo Badú dirigiéndole una mirada de satisfacción a la niña, debido al
asombro indisimulable con el que esta aun observaba desde sobre el asno, y
luego agregó “…está lejos, ¿verdad? Eso es porque se requiere de una verdadera
intensión para llegar hasta aquí y vocación para quedarse. Todos pueden venir,
pero no todos lo harán.”
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monjes vivían en Missa Pandur, incluyendo a hombres jóvenes, ancianos y niños,
todos ellos eran monjes, con mayor o menor experiencia, pero todos lo eran
desde el primer día y lo serían hasta el último de sus vidas. Todos, hasta el más
anciano, era un aprendiz y todos, hasta el más novato, era un maestro, pues la
sabiduría era universal y estaba en todas las edades y toda sabiduría debía ser
bien recibida, pero esto no despojaba al más antiguo de su autoridad sobre el
más joven ni le excluía del respeto con el que debía retribuir dicha autoridad.
El
día se había abierto espléndidamente y el sol del medio día iluminaba casi por
completo el pequeño valle. A un costado, la pendiente se acentuaba, y descendía
largamente hasta aterrizar en un plano amplio antes de chocar con el vacío,
todo aquel sitio estaba destinado a la producción de cebada, cuyo riego y
cuidado era individual, semilla por semilla y planta por planta. En aquel
momento, no había monjes trabajando la tierra, pero la niña notó que en medio
del huerto había una roca y sobre esta, un hombre joven oraba solitario y
abstraído a pleno sol, a ojos foráneos, aquello parecía un castigo, un hombre
obligado a permanecer allí para enmendar una falta, como cuando la pequeña
hacía algo indebido y su madre la obligaba a quedarse sentada en un rincón, en
silencio y quieta, cosa que le era imposible, pues sus píes pronto comenzaban a
moverse golpeando las patas del taburete, y de su boca, las palabras parecían
salir solas, excusándose o preguntando cuánto tiempo debía permanecer allí,
aunque ahora, quedarse quieta y en silencio no le parecía tan difícil. Badú
pronto notó su interés, “Él está trabajando en el campo en este momento, pero
no con sus manos, pequeña Zadí…” explicó el monje “…sino con su corazón, con su
mente y con su espíritu. Su labor es tan importante para la prosperidad del campo,
como el agua o el sol.” La niña comprendió las palabras pero no a qué se
referían, en aquel momento, el hombre sobre la roca sonreía suavemente, pues en
su imaginación el huerto rebosaba de vida, todas las plantas y sus granos
crecían hermosos y vigorosos, los monjes los cosechaban entre risas de
satisfacción, podía sentirlos entre sus manos, olerlos o incluso saborearlos, y
todo aquello lo hacía sentirse feliz y agradecido.
León Faras.
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