XXX.
La
vieja Zaida permanecía estoica y alerta sobre su caballo y bajo la lluvia frente
al puente principal, completamente cubierto por lanceros y protegido por un
buen número de arqueros. El general Rodas aun no regresaba. Él y sus hombres
aun luchaban por contener a los Rimorianos que habían logrado atravesar el
puente quemado. Siandro, por su parte, se veía sumamente aburrido con el pobre
espectáculo y la incansable lluvia que lo calaba hasta los huesos. Un nutrido
grupo de jinetes apareció en el camino al galope, dispuestos a atravesar el
puente principal, los lanceros dispusieron sus lanzas para contenerlos, los
arqueros prepararon sus flechas y el rey de Cízarin, torpe y ansioso, además de
confundido por la oscuridad y la lluvia, por poco les ordena disparar, por
suerte la vieja Zaida estaba atenta y rechazó la orden: los jinetes eran el
grupo que acompañaba a Rianzo, uno de ellos, el de más alto rango, atravesó la
gruesa cortina de soldados que protegían el puente para informar al rey que su
hermano Rianzo había caído al canal y había desaparecido en las caudalosas
aguas. Apenas terminó su informe, una flecha pasó muy cerca de él acabando
ensartada en la cabeza del caballo del rey, el cual se encabritó de dolor,
botando a su jinete para luego caer moribundo. El rey Siandro se puso de pie
tan rápido y digno como pudo y sacó sus espadas, pero ni sus ojos, ni los de
nadie, podían ver al enemigo oculto en la densa oscuridad de la noche. La vieja
Zaida le ordenó que se retirara, la siguiente flecha podía darle en la cabeza a
él, sus guardias personales se cerraban para protegerlo, cuando un buen grupo
de Rimorianos atacó desde la oscuridad dando gritos salvajes. En primera fila,
corría Cransi, llevando en alto una maza de madera forrada con hierro en su
parte más gruesa y provista de púas afiladas. La dejó caer con furia sobre un
escudo que se doblegó ante el golpe, al igual que el soldado que se protegía
tras él. Otro inmortal de nombre Trancas abría paso con un hacha de guerra ante
la cual, no se podía hacer otra cosa más que retroceder. Trancas era un viejo malhumorado,
con un estómago enorme pero firme y brazos de leñador, usaba un bigote largo e
hirsuto que le cubría hasta las orejas y parecía salir expulsado de su rostro. La
situación se volvió caótica por un momento: los soldados Cizarianos fueron
obligados a retroceder contra el puente, evitando que el grupo de jinetes del
otro lado pudieran pasar, mientras los arqueros, tenían gran dificultad en
disparar sus flechas sin que estas hirieran a sus propios camaradas. La vieja
Zaida ordenaba con desesperación que despejaran el puente, pero sus gritos se
perdían en el fragor de la batalla y el ruido del aguacero. Siandro, en medio
de sus hombres, comprendió la situación y ordenó a los soldados retroceder,
hasta llegar al otro lado pero en el entretanto, los inmortales avanzaban con
ferocidad, incontenibles y provocando numerosas bajas al enemigo que luchaba
por salir del atolladero y organizarse. Egan y Éger, los gemelos Rimorianos,
luchaban pegados espalda con espalda, en la boca del puente, evitando que nadie
entrara o saliera de él. Una nueva flecha voló desde la oscuridad clavándose en
el hombro de la vieja Zaida que se dobló sobre su caballo, en parte por el
dolor y en parte para protegerse de un próximo ataque. Algunos hombres se
aproximaron a ayudarle, pero la vieja, en un nuevo relámpago que rajó el cielo,
pudo ver una silueta corriendo agazapada sobre los tejados “Ahí está, ahí”
grito, para que eliminaran al que parecía ser un tirador solitario que sabía
bien escoger sus blancos.
En
el otro punto, donde estaba el general Rodas, la situación no se veía mejor: el
sitio entre el canal y la ciudad era estrecho y se estrechaba aun más con los
numerosos cadáveres Cizarianos que se amontonaban y entorpecían la lucha. Las
flechas caían casi con la misma intensidad que la lluvia, pero los Rimorianos,
agotados y jadeantes, no parecían doblegarse por estas, hasta que uno de ellos
fue alcanzado en el cráneo y su cuerpo por fin dejó de luchar cayendo al suelo
convertido en un inútil no-muerto. Motas, con media docena de flechas clavadas
en su cuerpo, lo observó con desprecio, pero no al hombre, sino a su condición
desvanecida de inmortal, Rino, en cambio, lo observó preocupado, sus enemigos
también lo habían visto, y para ellos sería un aliciente. Estaban demasiado
expuestos, debían salir de ahí, o pronto todos comenzarían a caer de la misma
manera. El grupo abrió camino para avanzar siguiendo la orilla del canal mientras
Abaragar y su martillo de hierro, contenía al enemigo, Motas le echó el último
vistazo antes de alejarse con el grupo, pero el gigante Rimoriano seguía
blandiendo su arma como un animal acorralado por una manada de lobos, se veía
agotado y era evidente que su inmortalidad, no lo hacía ni más fuerte ni más
resistente, pero la furia con la que luchaba sin duda era admirable al mismo
tiempo que intimidante. Una espada se clavó en su costado, un atrevimiento que
el Cizariano pagó con su vida. Abaragar ni siquiera se la retiró, con un grito
terrible hizo girar su martillo en frente de él de un lado hacia el otro,
abriendo un callejón hasta dejarla caer de manera brutal sobre la cabeza del caballo
del general Rodas, quien cayó de bruces al suelo y a los pies del gigante, que
desde ahí, y a pesar de la escasa visibilidad, se veía imponente con su arma en
alto, el general, desesperado, hundió el filo de su espada en la rodilla del
Rimoriano, sin embargo, no había fuerza humana que pudiera evitar que la maza
de hierro de Abaragar cayera sobre su pecho. Las espadas se clavaron en su
espalda sin piedad ni recaudos, el gigante reaccionó como una bestia herida, con
un giro violento que derribó a más de uno de sus enemigos, pero nuevas espadas
se enterraban en su cuerpo, cubriendo su piel de la monstruosa cicatrización
que trabajaba sin parar en su carne, su sangre y sus huesos, debilitándolo hasta
caer sobre sus rodillas. Finalmente, una de las espadas enemigas atravesó su
cuello, dejando su rostro contraído en una mueca de odio y dolor. Su cabeza
rodó por el suelo y su temido martillo cubierto de sangre enemiga, por fin se
soltó de su mano, cayendo inerte al lodo.
Los
soldados Cizarianos persiguieron a la silueta que corría sobre los tejados
hasta que esta desapareció en la noche, para luego volver a delatar su posición
con una flecha que quedó vibrando ensartada en un poste a escasos centímetros
de la cabeza de uno de ellos. El callejón era angosto y empinado y el agua corría
por él como por una acequia, al llegar a una escalera que terminaba en una
bifurcación, una nueva flecha se clavó en el suelo y la silueta volvió a moverse
sobre los tejados, huyendo. Los hombres la seguían con la sospecha latente de
que estaban siendo guiados deliberadamente en una dirección, pero para ellos
era inconcebible volver con las manos vacías y una excusa tonta. El camino
terminaba en un delgado brazo del canal por el que el agua corría a gran
velocidad debido a la pendiente y que era cruzado de lado a lado por un
edificio usado como molino, los hombres se detuvieron allí e inmediatamente una
flecha salió de la boca negra de la bodega del molino, clavándose en el pecho
de uno de ellos indicándoles que debían entrar, pero no sin la protección de
sus escudos por delante: era un lugar amplio pero destartalado, con abundantes
goteras que en algunas partes eran chorros de agua que se perdían entre las
rendijas del piso; un grupo de caballos del campo, habían encontrado refugio de
la lluvia y la guerra allí y se ocultaban como sombras silenciosas en un
rincón; el sitio estaba tenuemente iluminado por un par de débiles lámparas de
aceite que colgaban de los postes. Para uno de los soldados, fue curioso ver
que los caballos estuvieran atados a los pilares del edificio, pero no dijo
nada, pues la silueta estaba allí, en la penumbra, sentada en el suelo y
apoyada en un poste, pretendiendo ocultarse torpemente. Tarde se dieron cuenta
de que aquel no era el enemigo que venían siguiendo sino sólo el cuerpo de un
viejo incapaz de moverse con la agilidad que lo hacía la silueta sobre los
tejados y aunque lo fuera, estaba demasiado borracho para intentarlo, pero
antes de que notaran su error, los caballos fueron azuzados con violencia por
una voz femenina y por un látigo corto y rígido que provocó la huida
desesperada de los animales, quienes arrastraron consigo los envejecidos postes
a los que estaban atados, provocando que gran parte de la estructura se viniera
abajo dejando atrapados a los soldados Cizarianos entre la abundante paja y
grano almacenados y el fuego de las lámparas.
Nazli
era su nombre y era la única mujer inmortal de Rimos. Su puesto y su reputación
estaban más que bien ganados y justificados, siendo una excelente arquera y muy
hábil espadachín. Tenía bonito rostro con una inusual nariz respingada; era menuda
y robusta pero sin un solo gramo que le sobrase en el cuerpo, usaba el pelo
sujeto en una trenza gruesa, corta y negra que casi nunca desarmaba. Era
hermana putativa de Abaragar criada por los padres de este, lo que de pequeña
se tradujo en un profundo respeto por parte de todos los demás muchachos; y por
parte de ella, en una constante necesidad de demostrar que, aunque tenía la
mitad de su estatura, era una digna hermana del gigante de Rimos, que sin tener
ni su fuerza ni su tamaño, sí lo podía igualar en valor y determinación a la hora
de enfrentarse a cualquiera: grande o pequeño, armado o desarmado, en el campo
de batalla o en una taberna.
Nazli
corrió por el camino principal de la ciudad llevándose los caballos atados y
tras ellos, los restos de los postes que saltaban y se golpeaban violentamente,
lanzándose contra el enemigo de forma temeraria, tanto, que la ensangrentada
lucha que se desarrollaba sobre el puente por alcanzar la otra orilla, tuvo que
disolverse y ambos bandos huir en direcciones opuestas, ante la arremetida de
la muchacha, quien no solo iba al mando de un grupo de caballos enardecidos,
sino que también, los maderos que volaban tras ella, eran como proyectiles
mortales, capaces de matar o mutilar con el menor esfuerzo a cualquiera que se
cruzara en su camino, incluso a sus propios compañeros, de los cuales Trancas,
quien era el que más ocupado estaba, sólo notó lo que sucedía al ver que sus
enemigos arrancaban despavoridos, y no le quedó otra que lanzarse al canal en
el último segundo en que la baranda bajo sus pies volaba hecha astillas. Varios
que no alcanzaron a huir cayeron a su paso, pero la chica cruzó el puente sin
que nadie intentara siquiera detenerla. Incluso Siandro, quien se salvó por los
pelos y gracia a sus hombres, quedó profundamente admirado de la bizarría de
aquel soldado. A la orden del rey de Cízarin, un grupo de caballería salió en
persecución de Nazli, mientras el resto se abalanzaba contra el puente, en
persecución de los Rimorianos que huían de la caballería hacia los callejones
de la ciudad.
León Faras.
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