martes, 5 de diciembre de 2017

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.

XXX.

La vieja Zaida permanecía estoica y alerta sobre su caballo y bajo la lluvia frente al puente principal, completamente cubierto por lanceros y protegido por un buen número de arqueros. El general Rodas aun no regresaba. Él y sus hombres aun luchaban por contener a los Rimorianos que habían logrado atravesar el puente quemado. Siandro, por su parte, se veía sumamente aburrido con el pobre espectáculo y la incansable lluvia que lo calaba hasta los huesos. Un nutrido grupo de jinetes apareció en el camino al galope, dispuestos a atravesar el puente principal, los lanceros dispusieron sus lanzas para contenerlos, los arqueros prepararon sus flechas y el rey de Cízarin, torpe y ansioso, además de confundido por la oscuridad y la lluvia, por poco les ordena disparar, por suerte la vieja Zaida estaba atenta y rechazó la orden: los jinetes eran el grupo que acompañaba a Rianzo, uno de ellos, el de más alto rango, atravesó la gruesa cortina de soldados que protegían el puente para informar al rey que su hermano Rianzo había caído al canal y había desaparecido en las caudalosas aguas. Apenas terminó su informe, una flecha pasó muy cerca de él acabando ensartada en la cabeza del caballo del rey, el cual se encabritó de dolor, botando a su jinete para luego caer moribundo. El rey Siandro se puso de pie tan rápido y digno como pudo y sacó sus espadas, pero ni sus ojos, ni los de nadie, podían ver al enemigo oculto en la densa oscuridad de la noche. La vieja Zaida le ordenó que se retirara, la siguiente flecha podía darle en la cabeza a él, sus guardias personales se cerraban para protegerlo, cuando un buen grupo de Rimorianos atacó desde la oscuridad dando gritos salvajes. En primera fila, corría Cransi, llevando en alto una maza de madera forrada con hierro en su parte más gruesa y provista de púas afiladas. La dejó caer con furia sobre un escudo que se doblegó ante el golpe, al igual que el soldado que se protegía tras él. Otro inmortal de nombre Trancas abría paso con un hacha de guerra ante la cual, no se podía hacer otra cosa más que retroceder. Trancas era un viejo malhumorado, con un estómago enorme pero firme y brazos de leñador, usaba un bigote largo e hirsuto que le cubría hasta las orejas y parecía salir expulsado de su rostro. La situación se volvió caótica por un momento: los soldados Cizarianos fueron obligados a retroceder contra el puente, evitando que el grupo de jinetes del otro lado pudieran pasar, mientras los arqueros, tenían gran dificultad en disparar sus flechas sin que estas hirieran a sus propios camaradas. La vieja Zaida ordenaba con desesperación que despejaran el puente, pero sus gritos se perdían en el fragor de la batalla y el ruido del aguacero. Siandro, en medio de sus hombres, comprendió la situación y ordenó a los soldados retroceder, hasta llegar al otro lado pero en el entretanto, los inmortales avanzaban con ferocidad, incontenibles y provocando numerosas bajas al enemigo que luchaba por salir del atolladero y organizarse. Egan y Éger, los gemelos Rimorianos, luchaban pegados espalda con espalda, en la boca del puente, evitando que nadie entrara o saliera de él. Una nueva flecha voló desde la oscuridad clavándose en el hombro de la vieja Zaida que se dobló sobre su caballo, en parte por el dolor y en parte para protegerse de un próximo ataque. Algunos hombres se aproximaron a ayudarle, pero la vieja, en un nuevo relámpago que rajó el cielo, pudo ver una silueta corriendo agazapada sobre los tejados “Ahí está, ahí” grito, para que eliminaran al que parecía ser un tirador solitario que sabía bien escoger sus blancos.

En el otro punto, donde estaba el general Rodas, la situación no se veía mejor: el sitio entre el canal y la ciudad era estrecho y se estrechaba aun más con los numerosos cadáveres Cizarianos que se amontonaban y entorpecían la lucha. Las flechas caían casi con la misma intensidad que la lluvia, pero los Rimorianos, agotados y jadeantes, no parecían doblegarse por estas, hasta que uno de ellos fue alcanzado en el cráneo y su cuerpo por fin dejó de luchar cayendo al suelo convertido en un inútil no-muerto. Motas, con media docena de flechas clavadas en su cuerpo, lo observó con desprecio, pero no al hombre, sino a su condición desvanecida de inmortal, Rino, en cambio, lo observó preocupado, sus enemigos también lo habían visto, y para ellos sería un aliciente. Estaban demasiado expuestos, debían salir de ahí, o pronto todos comenzarían a caer de la misma manera. El grupo abrió camino para avanzar siguiendo la orilla del canal mientras Abaragar y su martillo de hierro, contenía al enemigo, Motas le echó el último vistazo antes de alejarse con el grupo, pero el gigante Rimoriano seguía blandiendo su arma como un animal acorralado por una manada de lobos, se veía agotado y era evidente que su inmortalidad, no lo hacía ni más fuerte ni más resistente, pero la furia con la que luchaba sin duda era admirable al mismo tiempo que intimidante. Una espada se clavó en su costado, un atrevimiento que el Cizariano pagó con su vida. Abaragar ni siquiera se la retiró, con un grito terrible hizo girar su martillo en frente de él de un lado hacia el otro, abriendo un callejón hasta dejarla caer de manera brutal sobre la cabeza del caballo del general Rodas, quien cayó de bruces al suelo y a los pies del gigante, que desde ahí, y a pesar de la escasa visibilidad, se veía imponente con su arma en alto, el general, desesperado, hundió el filo de su espada en la rodilla del Rimoriano, sin embargo, no había fuerza humana que pudiera evitar que la maza de hierro de Abaragar cayera sobre su pecho. Las espadas se clavaron en su espalda sin piedad ni recaudos, el gigante reaccionó como una bestia herida, con un giro violento que derribó a más de uno de sus enemigos, pero nuevas espadas se enterraban en su cuerpo, cubriendo su piel de la monstruosa cicatrización que trabajaba sin parar en su carne, su sangre y sus huesos, debilitándolo hasta caer sobre sus rodillas. Finalmente, una de las espadas enemigas atravesó su cuello, dejando su rostro contraído en una mueca de odio y dolor. Su cabeza rodó por el suelo y su temido martillo cubierto de sangre enemiga, por fin se soltó de su mano, cayendo inerte al lodo.

Los soldados Cizarianos persiguieron a la silueta que corría sobre los tejados hasta que esta desapareció en la noche, para luego volver a delatar su posición con una flecha que quedó vibrando ensartada en un poste a escasos centímetros de la cabeza de uno de ellos. El callejón era angosto y empinado y el agua corría por él como por una acequia, al llegar a una escalera que terminaba en una bifurcación, una nueva flecha se clavó en el suelo y la silueta volvió a moverse sobre los tejados, huyendo. Los hombres la seguían con la sospecha latente de que estaban siendo guiados deliberadamente en una dirección, pero para ellos era inconcebible volver con las manos vacías y una excusa tonta. El camino terminaba en un delgado brazo del canal por el que el agua corría a gran velocidad debido a la pendiente y que era cruzado de lado a lado por un edificio usado como molino, los hombres se detuvieron allí e inmediatamente una flecha salió de la boca negra de la bodega del molino, clavándose en el pecho de uno de ellos indicándoles que debían entrar, pero no sin la protección de sus escudos por delante: era un lugar amplio pero destartalado, con abundantes goteras que en algunas partes eran chorros de agua que se perdían entre las rendijas del piso; un grupo de caballos del campo, habían encontrado refugio de la lluvia y la guerra allí y se ocultaban como sombras silenciosas en un rincón; el sitio estaba tenuemente iluminado por un par de débiles lámparas de aceite que colgaban de los postes. Para uno de los soldados, fue curioso ver que los caballos estuvieran atados a los pilares del edificio, pero no dijo nada, pues la silueta estaba allí, en la penumbra, sentada en el suelo y apoyada en un poste, pretendiendo ocultarse torpemente. Tarde se dieron cuenta de que aquel no era el enemigo que venían siguiendo sino sólo el cuerpo de un viejo incapaz de moverse con la agilidad que lo hacía la silueta sobre los tejados y aunque lo fuera, estaba demasiado borracho para intentarlo, pero antes de que notaran su error, los caballos fueron azuzados con violencia por una voz femenina y por un látigo corto y rígido que provocó la huida desesperada de los animales, quienes arrastraron consigo los envejecidos postes a los que estaban atados, provocando que gran parte de la estructura se viniera abajo dejando atrapados a los soldados Cizarianos entre la abundante paja y grano almacenados y el fuego de las lámparas.

Nazli era su nombre y era la única mujer inmortal de Rimos. Su puesto y su reputación estaban más que bien ganados y justificados, siendo una excelente arquera y muy hábil espadachín. Tenía bonito rostro con una inusual nariz respingada; era menuda y robusta pero sin un solo gramo que le sobrase en el cuerpo, usaba el pelo sujeto en una trenza gruesa, corta y negra que casi nunca desarmaba. Era hermana putativa de Abaragar criada por los padres de este, lo que de pequeña se tradujo en un profundo respeto por parte de todos los demás muchachos; y por parte de ella, en una constante necesidad de demostrar que, aunque tenía la mitad de su estatura, era una digna hermana del gigante de Rimos, que sin tener ni su fuerza ni su tamaño, sí lo podía igualar en valor y determinación a la hora de enfrentarse a cualquiera: grande o pequeño, armado o desarmado, en el campo de batalla o en una taberna.


Nazli corrió por el camino principal de la ciudad llevándose los caballos atados y tras ellos, los restos de los postes que saltaban y se golpeaban violentamente, lanzándose contra el enemigo de forma temeraria, tanto, que la ensangrentada lucha que se desarrollaba sobre el puente por alcanzar la otra orilla, tuvo que disolverse y ambos bandos huir en direcciones opuestas, ante la arremetida de la muchacha, quien no solo iba al mando de un grupo de caballos enardecidos, sino que también, los maderos que volaban tras ella, eran como proyectiles mortales, capaces de matar o mutilar con el menor esfuerzo a cualquiera que se cruzara en su camino, incluso a sus propios compañeros, de los cuales Trancas, quien era el que más ocupado estaba, sólo notó lo que sucedía al ver que sus enemigos arrancaban despavoridos, y no le quedó otra que lanzarse al canal en el último segundo en que la baranda bajo sus pies volaba hecha astillas. Varios que no alcanzaron a huir cayeron a su paso, pero la chica cruzó el puente sin que nadie intentara siquiera detenerla. Incluso Siandro, quien se salvó por los pelos y gracia a sus hombres, quedó profundamente admirado de la bizarría de aquel soldado. A la orden del rey de Cízarin, un grupo de caballería salió en persecución de Nazli, mientras el resto se abalanzaba contra el puente, en persecución de los Rimorianos que huían de la caballería hacia los callejones de la ciudad. 
León Faras. 

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