martes, 26 de diciembre de 2017

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.

XXXI.

El cuerpo del príncipe Ovardo fue desnudado, lavado y acostado en su cama, todo bajo la atenta mirada de Serna, quien, aparte de revisar que no hubiera heridas o contusiones visibles, se aseguraba de que las mujeres de la servidumbre hicieran su trabajo en el más absoluto mutismo, a pesar de que el príncipe buscaba con mano temblorosa, el rostro de la princesa Delia en todas ellas, susurrando explicaciones, humillado y derrotado, disculpándose por no ser más un hombre digno de ella y lamentándose por no haber muerto en la batalla en vez de vivir como un inútil el resto de su vida. Las mujeres por su parte, contenían el llanto con los labios apretados y los ojos húmedos, dejando escapar sollozos contenidos que Ovardo interpretaba como los de su esposa, avergonzada y defraudada de él, lo que lo hundía más en su propio agobio y congoja. Sin embargo, nadie decía una palabra, pues la situación del príncipe era demasiado delicada y si llegaba a enterarse de la muerte de su mujer, sería irreversible.

Las ruedas sonaban como si giraran sobre una extensa cinta adhesiva al ir contantemente despegándose del suelo arcilloso y húmedo. Qrima, iluminado tenuemente por un simpático farolito de aceite sobre su cabeza, conducía el coche que antes traía el capitán Albedo. Llevaba el sombrero aplastado y más hundido de lo habitual debido al chaparrón que le caía libremente encima. A su lado, Emmer se cubría desde la cabeza con una manta hace rato empapada, mientras que dentro del coche viajaban a buen resguardo del aguacero, Darlén y su hijo y Nila con el bebé encontrado en la batalla. “Dime…” preguntó Qrima, asomando un ojo por debajo del ala de su sombrero, “… ¿Cómo rayos es que fue a parar esa cosa dentro de tu barriga? ¿Acaso te la tragaste?” Emmer lo miró con el rostro contraído por la lluvia que le golpeaba la cara, “¿Qué cosa?...” el viejo sacó la bola de hierro de su bolsillo y se la mostró, Emmer se restregó los ojos mojados, “…no tengo ni idea” contestó. Luego, le explicó lo que le había sucedido, sobre aquel viejo de aspecto estrafalario, montado a lomos de un burro mientras lo apuntaba con un artilugio desconocido que de pronto soltó un estruendo como un trueno “…no pude ver nada, solo sentí que algo me había golpeado el estómago y se había quedado ahí dentro, como si fuera algún tipo de magia desconocida. Y ese olor, algo que nunca había olido antes pero que ahora no podré olvidar nunca” El viejo Qrima carcajeó con suavidad, “Conozco a ese viejo ridículo y de magia no sabe nada. Se llama Larzo, un viejo que todo el mundo piensa que está loco, pero parece que es más liso de lo que creen. Cuenta que hace años compró un polvo extraño a un mercader con muy mala racha, en una tierra lejana, pero que venía de aun más lejos. Ese polvo era capaz de arder con furia al contacto con la más mínima chispa e incluso, si se usaba debidamente, podían lanzarse objetos con él a gran velocidad… como esta bola de hierro” Emmer lo miró con la boca torcida y el ceño apretado, en parte por la lluvia y en parte, por lo inverosímil de la historia, “¿Un polvo que lanza objetos?...” Qrima se encogió de hombros y volvió la vista al camino, “Qué sé yo. Hasta dicen que se lo llevó al rey para mostrarle lo útil que podía ser, por supuesto nadie le creyó y al intentar probarlo, provocó un descalabro tan grande que terminaron arrojándolo a la calle y bajo amenaza de no regresar jamás…” El viejo Qrima observó la bola nuevamente antes de metérsela al bolsillo “…tal vez yo le crea ahora” concluyó.


“Maldita muchacha endemoniada…” masculló Trancas de rodillas en el suelo apenas pudo salir del canal gracias a una rama de árbol atragantada en un quiebre, y justo antes de vomitar una espectacular cantidad de agua que sin duda lo hubiese ahogado de no ser un inmortal, luego soltó un profundo eructo y más agua brotó de sus entrañas, tosió, se limpió la boca y el bigote con el antebrazo también mojado y se puso de pie adolorido y agotado. Hizo el ademán de caminar pero se detuvo, como si de pronto hubiese recordado algo olvidado, le echó un vistazo furioso al canal y apretó los puños haciendo el gesto de estar torciendo el cuello de alguien: había perdido su hacha en el agua, sin embargo, estaba predestinado a encontrarse con algo mucho mejor; pasaron varios minutos y muchísimo barro bajo sus pies antes de que lo viera ahí parado, protegiéndose de la lluvia bajo un gigantesco árbol de hojas grandes y gruesas: un búfalo unicornio. Un animal rarísimo, con el que, la mayoría de la gente podía pasar toda su vida sin llegar nunca a ver uno siquiera y si lograba verlo, podía considerarse muy afortunado. Grande, negro, lustroso; con su único cuerno recorriéndole la cabeza como una costra dura desde la nuca hasta brotar como un puñal en la punta de la nariz, rumiando impasible un manojo de pasto. Un animal al que se le atribuyen ciertos poderes mágicos, y según la tradición, una inenarrable suerte para quien lo monte y Trancas era un hombre profundamente supersticioso. Embobado como un niño ante el regalo que esperaba, Trancas se acercó al animal para acariciarlo, aun en una noche tan cerrada como esa, su pelaje mojado brillaba; la guerra, desaparecía estando tan cerca de un animal como ese, lo abrazó, pegó la oreja a las costillas del búfalo sin dejar de sonreír y finalmente, de un ágil salto, lo montó. Nada especial sucedió, hasta que el animal decidió caminar, entonces la lluvia se detuvo. Sin embargo, no había dejado de llover, sino que las gotas de agua se quedaron suspendidas en el aire y con toda la brutal parsimonia de la que era capaz, el búfalo y su jinete las desintegraban al paso. El mundo entero estaba contenido en un segundo que parecía eterno, el silencio, salvo por las pezuñas chapoteando en el barro a cada paso, era total, incluso el torrente de agua del canal que antes lo había arrastrado, se había congelado como en una obra artística. El animal lo trasladó en un paseo largo y lento por la ribera del canal que mantenía estupefacto y confundido al experimentado soldado, sin embargo la situación se tornó todavía más impactante, cuándo en su camino aparecieron los primeros soldados en plena batalla; pudo ver desde hombres completos hasta pequeñas gotas de sangre suspendidos en el aire y mezclados con la lluvia. Habían amigos suyos allí luchando: estaba el flaco Lerman, blandiendo su pequeña pero letal maza de cadena, directo a la cabeza de un enemigo que parece buscar algo perdido en el suelo, también está Rino, arrinconado contra la pared, conteniendo a varios enemigos con su escudo. Al fondo y de espaldas puede ver a Motas, buen amigo pero con una personalidad a veces desesperante, piensa Trancas. Su espadón golpea de lleno en el estómago a un pobre muchacho, despegando completamente en ese momento su cuerpo del suelo, varios otros están cayendo o caídos a su alrededor, lo que describe la brutalidad con la que el viejo Motas puede despejar un camino cuando tiene que salir de un lugar. Tras él, un soldado llamado Gánula aprovecha la enorme masa corporal de su compañero para repartir estocadas convenientemente protegido, se trata de un hombre misterioso, de mediana edad, delgado, que cubría la mitad del rostro con el cabello, la razón era que había un horrible agujero allí donde debía estar su ojo. El búfalo simplemente pasa por ahí, su dirección y velocidad no pueden ser gobernados ni por el jinete ni por nadie. Trancas coge sin el menor esfuerzo una espada Cizariana de la mano de un soldado, para echarles una mano a sus compañeros, al herir al primer enemigo en su camino, Trancas se asusta, la espada entra en el cuerpo del Cizariano como un cuchillo caliente entra en la mantequilla y sale con la misma facilidad, aun atravesando las armaduras, el viejo Rimoriano no entiende nada, maravillado estudia la espada, pero esta no parece tener nada especial. Limpiamente y sin esfuerzo, corta un brazo sin separar este del cuerpo al que pertenece, y luego atraviesa a otro enemigo sin siquiera moverlo; el búfalo camina con todo el tiempo del mundo por medio de la batalla mientras su jinete reparte estocadas descuidadamente y hasta con desgano, atravesando hombres como quien lanza piedras al río. El animal se alejó de ahí finalmente, Trancas decide bajarse, pero en el instante en que su cuerpo se despega completamente del búfalo, este desaparece, la lluvia vuelve a caer con furia y los soldados heridos por Trancas, gritan de dolor y caen al suelo al mismo tiempo sin entender qué los mató. Los Rimorianos también están sorprendidos, de la nada y sin explicación ven caer una decena de enemigos, y ahí está Trancas, sonriente y orgulloso con una espada pequeña y reluciente en la mano, Motas lo mira de arriba a abajo, “¿Y tú de qué demonios te ríes? hay que salir de aquí ya” Gánula parece olerlo al pasar junto a él, como dudoso de su real existencia, mientras Lerman sacándose unas gotas de sangre de la cara, pregunta sin esperar respuesta “¿De dónde diablos saliste?” La sonrisa de Trancas se apaga gradualmente hasta volver a su natural malhumor. 


León Faras.

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