martes, 23 de enero de 2018

Autopsia. Segunda parte.

IX.

Luego de que el doctor Cifuentes autorizara una muy breve visita, Ignacio Ballesteros visitó al padre Benigno, solo, en su habitación. Él mismo cerró la puerta al entrar. Las Hermanas de la Resignación le habían comunicado el resultado de la reunión entre el sacerdote y la joven Elena: un cura acuchillado y una muchacha desaparecida, pero Ignacio no podía dar crédito, ni siquiera de boca de las honorables hermanas, que la cuchillada recibida por el padre Benigno hubiese sido propinada por Elena, su hermana; eso era sencillamente absurdo. Ignacio presionó a las monjas para que le confesaran si este inadmisible hecho, había sido presenciado por sus propios ojos, pero como estas, entre incómodas y ofendidas, respondieron que no, Ignacio tomó todo como un embuste o a lo menos una confusión y se dirigió de inmediato hacia donde se encontraba el sacerdote, para que este le aclarara lo sucedido, “Todo fue nada más que un lamentable accidente…” dijo el padre Benigno apretando los labios hasta sólo dejar una fina línea donde estaba su boca, luego agregó “…no tiene nada que reprocharle a ella” “No pensaba hacerlo…” contestó Ignacio, renuente a sentarse en la silla que estaba justo a su lado “…pero me pregunto cómo es posible que alguien como ella, puede llegar a hacer algo como eso, ¿Un accidente puso una cuchilla en su mano? ¿Un accidente llevó esa mano hasta su estómago? ¿Podría ser un poco más específico, padre, sobre qué fue lo que realmente ocurrió?” El cura respiró hondo y dirigió la mirada hacia la pared contraria. No le gustaba para nada el tono en que el muchacho le hablaba, pero dada las circunstancias, no dijo nada al respecto, en cambio, intentó mantenerse sereno, “Los detalles no son importantes…” “Un accidente que usted provocó, seguramente, por eso que no le importan los detalles” lo interrumpió con brusquedad el muchacho; el sacerdote abrió los ojos como un maestro ante un alumno insolente y alzó la voz, “¡Yo recibí la puñalada, y viene usted aquí a increparme!” Ignacio tuvo, incluso, el descaro de apuntarle con el dedo, “Usted seguro tuvo algo que ver en esto. Elena jamás haría algo así. Estoy seguro de eso” El cura trató de enderezarse, furioso, pero el dolor en su herida lo frenó abruptamente, “Se atreve usted a acusarme de…” La discusión se acaloraba cada vez más, pero unos aullidos agudos y angustiantes desde afuera, hicieron que ambos hombres se callaran, al salir, Ignacio Ballesteros vio como Ismael trataba, aunque con demasiadas precauciones y cuidados, contener a su hija quien se sacudía hasta el punto de casi caerse de la cama, mientras el doctor Cifuentes intentaba con gran dificultad revisar las pupilas de Úrsula, quien desesperadamente se apretaba la cabeza porque sentía que el bebé lloraba con violencia histérica en sus oídos hasta el punto de causarle dolor físico en estos, y obligarla a torturarse las orejas, patalear en la cama y gritar que alguien hiciera callar a ese bebé, bebé que por supuesto, solo ella podía oír. Ignacio se acercó rápido, mal que mal, él también era médico, para sujetar con más firmeza a la muchacha, “¡Traiga Cloroformo!” gritó, adueñándose completamente de la situación, lo que no le hizo ni pizca de gracia al doctor Cifuentes, “Sé hacer mi trabajo, señor. Gracias” respondió con toda la parquedad de la que fue capaz, dada la situación y de una estantería, que en ese momento le pareció más alta de lo que recordaba, sacó una botella de éter, humedeció su propio pañuelo y con él tranquilizó a la muchacha que no dejaba de gritar que el bebé le estaba destrozando los tímpanos, “Tengo un buen amigo que les puede ayudar, él es un gran psiquiatra que…” comentaba Ignacio una vez que el cuerpo de Úrsula se tranquilizó y dejó de luchar, pero fue interrumpido por un estruendo descomunal que hizo dar un respingo de susto a todos, menos a Úrsula: la estantería cayó bruscamente al piso como si hubiese estado siendo elevada por una cuerda y de pronto la cuerda se rompe, pero no había ninguna cuerda, algo más la sostenía en vilo y ese algo se cortó bruscamente. Nadie notó el suceso, ni siquiera el doctor Cifuentes cuando tomó el éter, simplemente el golpe repentino y violento, el cristal que estalló y el instrumental que se esparramó por el suelo, junto con algunos frascos y botellas, el padre Benigno, levantado y de pie en la puerta murmuró, “…un psiquiatra no va a servir de nada…” mientras Ignacio Ballesteros se alejaba de la chica como si esta de pronto le estuviera quemando las manos, “¿Qué carajos sucede aquí?” a su lado, Ismael se persignó, dos veces “¡Dios mío! así mismo se golpearon los muebles del dormitorio de la Úrsula, hasta se le rompieron las patas en el suelo… esto es cosa del Diablo, padre…” El doctor Cifuentes se quitó los anteojos para limpiarse el sudor de los ojos y luego se los volvió a poner, estaba consternado, pero lo intentaba disimular, “Caballeros por favor, un poco de cordura, la caída de ese estante, no fue más que un accidente sin mayor relevancia…” Ignacio sonrió incrédulo mirando los rostros de grave preocupación de todos los presentes. Era un tipo más bien de baja estatura, lo que resultaba más evidente al estar parado junto al espigado Ismael, “¿Cosa del Diablo? Yo insisto en que lo que esta muchacha necesita, es que la evalúe un buen psiquiatra, y este lugar, muebles nuevos, pero si creen que es “Cosa del Diablo” entonces, ahí tienen a un experto…” señaló al padre Benigno, quien, se mantenía lo más erguido que podía a pesar de que sentía la tensión en la herida, luego añadió dirigiéndose a este, “…Sepa que no me voy completamente conforme con nuestra conversación. Voy a encontrar a mi hermana y le aseguro que ella me contará palmo a palmo lo que sucedió. Y ruegue porque esté bien, o yo mismo me encargaré de hacerlo responsable.” Luego de esto, cogió su abrigo, le dio con sobria cortesía las buenas noches al doctor Cifuentes y se retiró.


Clarita despertó bruscamente apenas dos horas después de dormirse, en su sueño, la niña buscaba algo a hurtadillas, estaba oscuro y no veía gran cosa, sin embargo, buscaba con urgencia y sigilo, pero con mucha presión, como quien intenta hurtar las llaves a un gigante dormido, entonces sentía el golpe fuerte y seco sobre el mesón, sus pasos pesados sobre el suelo húmedo y pegajoso y aparecía el hombre del delantal sucio. Nunca podía evitarlo ni nunca podía huir de él, entonces gritaba y el grito, la despertaba. Gracia la miraba desde un rincón levemente iluminado por la suave claridad de la noche que entraba por la diminuta ventana del cuarto, pero fue Elena quien la habló, estaba justo a su lado, la abrazó y la acarició en el pelo, le contó, que ella de pequeña también tuvo sueños feos que la despertaban llorando a mitad de la noche, sueños en los que alguien la sacaba de su cama y de su casa para llevársela lejos, entonces una tía, que ya entonces contaba con muchos años, le regaló una medallita de San Benito para que la protegiera de día y limpiara sus sueños de noche, ese era un santo muy poderoso, que incluso podía hacer retroceder al mismísimo Diablo, eso le había contado su tía y eso mismo le explicó a la niña, quien miraba la estampita embobada, como si fuera aquel el objeto más valioso y hermoso del mundo o por lo menos, que sus ojos habían visto, y en buena parte, así era. Acto seguido, Elena se la quitó y se la colgó del cuello a la niña, quien la recibió con la solemnidad del atleta que acaba de recibir la medalla de oro y consagrarse en su disciplina, Gracia, como si no pudiese soportar la curiosidad, también se puso de pie y se acercó a observar la imagen con el ceño fruncido y la boca abierta, Clarita se la mostró orgullosa y sonriente, pero pronto su expresión se apagó, preocupada, se volteo hacia Elena para saber si lo que decía Gracia, era verdad: “Dice que tu santo tal vez no es tan poderoso, que no te protegió bien a ti…” Tenía toda la razón, pensó Elena, esos comentarios de Gracia siempre la dejaban medio descolocada, más sabiendo que Gracia no existía en realidad, en ese momento, ella dudaba mucho de la protección de santos o del mismísimo amor de Dios, estaba ofendida, sintiendo que había dado todo, sólo para recibir al final una contundente bofetada en el rostro, pero por otro lado, en ese lugar, en casa de los abuelos, se sentía tranquila y feliz como no lo había hecho en mucho tiempo, su constante miedo a ofender o defraudar a su padre, a su familia o a Dios, se disipaba, allí no había leyes inquebrantables ni infinidad de condiciones para todo, allí las cosas eran simples, el paisaje hermoso y ella se sentía útil y acogida “No te creas…” respondió “…tal vez él me sacó de donde estaba para traerme aquí” Gracia sonrió meneando la cabeza y volvió a su lugar, como quien en medio de una discusión, recibe un argumento que no se puede rebatir y prefiere abandonar, Clarita, por su parte, sonrió satisfecha y se volvió a acurrucar junto a Elena, con la medallita de San Benito apretada en su puño y las caricias de Elena en su cabello.


León Faras.

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