miércoles, 30 de mayo de 2018

La Prisionera y la Reina. Capítulo cinco.


Capítulo quinto.

I.

En el socavón, Madra hizo una pequeña demostración de su magia haciendo arder un par de leños rezando cuatro versos en una lengua antigua y luego soplándolos de cerca hasta que de la nada, el fuego se encendió, sin embargo, lo más maravilloso era que ese fuego producía luz y calor, pero no consumía la leña, por lo tanto podía permanecer encendido indefinidamente, hasta que el mago usara otros versos para extinguirlo. Pasaron el día así, comiendo y conversando junto al fuego. Lázar sacó de las alforjas que cargaba Ascaldari, su pollo gigante, un trozo de carne seca y un poco de vino dulce para ofrecérselo con toda ceremonia y respeto a Idalia, quien no podía evitar sentirse incómoda con toda la formalidad del caballero para con ella. Driana tenía en su bolso una buena cantidad de frutos, de extraña forma pero agradable aroma que su hermano Cían, había recolectado ahí mismo, dentro del socavón, pues hacía muchos años que ni la ciudad, ni la jungla, sabían de hospitalidad al momento de atender al visitante con algo de comer, sólo allí, bajo la luz del Corazón de Antigua, la naturaleza mantenía su noble misión de proveer al hombre. Madra, por su parte, cargaba encima con un trozo de pan, el cual también repartió entre todos, eso, además de unas curiosas semillas que el mago llevaba en una bolsa y de la que siempre estaba sacando, pelando y masticando. La conversación no podía ser sobre otra cosa, que no fuera sobre Idalia y su increíble parecido con la reina, la de aquel lado, la reina Idalia, como misteriosamente, también se llamaba. Ella no podía entender cómo la podían confundir con otra persona, que, aunque tuvieran algún parecido, claramente no era ella, y los demás se preguntaban cómo dos personas podían parecerse tanto y más allá de lo físico, los demás, menos Lázar, él estaba, o quería estar seguro de que Idalia era su reina. Lo más interesante, vino cuando interrogaron a Idalia sobre cómo y por qué había llegado hasta Antigua, la mujer respondió que no tenía ni mínima idea del porqué, sólo que había despertado sobre un puente, que la llevó hasta el muro y allí una criatura que parecía una estatua con forma similar a la de un insecto, la asustó tanto que cayó al río, atravesando el foso y llegando hasta allí, donde Driana la había encontrado. Madra, quedó my interesado en aquella escultura con forma de insecto, pero la gran pregunta vino de la joven Driana: ¿Cómo había llegado la mujer hasta el puente? La pregunta era de lo más coherente pensando qué, el puente que cruzaba por encima de la jungla para llegar a la ciudad, hacía mucho tiempo que estaba cerrado para el visitante, como la ciudad. Idalia les aclaró que del otro lado no estaba cerrado, sino destruido, y que ella, sólo recordaba haber despertado allí, rodeada de restos humanos, luego de haber sido devorada por una criatura enorme de roca y lava, la que, por alguna razón, no la mató como a las otras. Driana no lo podía creer. Cuándo ella, la muchacha, la encontró en el agua, le habló en el idioma de los salvajes de la ciudad vertical, pues se dio cuenta de inmediato que era uno de ellos, por eso la ayudó, porque aunque Idalia no se había dado ni cuenta aun, ella también llevaba los mismos tatuajes bajo los ojos, se los habían hecho los salvajes mientras dormía, con una pintura especial que era prácticamente imposible de quitar, aquella era la señal de las “sacrificadas” de las mujeres entregadas al Débolum. Driana fue una de ellas, sin embargo, ella no estaba dispuesta a dejar solo a su hermano, robó un par de alas y se largó de allí. Aquella noche fue particularmente oscura, y para cuando se dieron cuenta, estaban sobrevolando la jungla. Lograron mantenerse en el aire hasta que el muro los detuvo. Tuvieron suerte. Por eso es que para la muchacha, la historia de Idalia era tan increíble, pues haber sobrevivido al Débolum, era algo que nadie había hecho nunca antes. Con respecto a los otros dos, habían llegado a la ciudad Antigua atravesando directamente la jungla, aunque con distintas maneras de encarar: Madra, lo había hecho utilizando los antiguos conocimientos que había acumulado en sus largos años practicando la magia, Lázar, en cambio, lo había hecho como un caballero, enfrentándose al peligro con valentía y riéndose de la muerte, si esta se presentaba, aunque era justo darle algo de crédito a Ascaldari, el cual, debido a su poco desarrollado cerebro de pollo, no le hacían gran efecto los gases alucinógenos de la selva, pero en cambio, le habían servido muy bien su instinto y resistencia física, para salir con vida de allí y sacar con vida a su amo.

Se pasaron el día entre comida y conversación y una más que necesaria siesta. Para cuando despertaron, la noche caía nuevamente y la niebla negra y tóxica de la jungla, se retiraba.

Gíbrida estaba cómodamente sentada en una silla con las botas sobre un barandal en la cubierta de la barcaza, limpiaba y aceitaba primorosamente su querida escopeta de doble cañón basculante, regalo de Gálbatar, hacía varios años ya. Si había algo que realmente le importara a la muchacha en este mundo, eso, era su escopeta. Gálbatar, en una mesa junto a ella, revisaba uno tras otro los numerosos planos de la ciudad Antigua en compañía del imponente Licandro, como una pareja de piratas escudriñando los mapas de un formidable tesoro. Cruzarían por aire toda la inmensa y peligrosa selva circundante, luego dejarían anclada la barcaza sobre las ruinas de la ciudad y descenderían con cuerdas. De ahí podían ponerse a buscar la entrada a la verdadera ciudad Antigua. “El foso” era la primera opción, la más segura y la más directa, en opinión de Gíbrida y también de Licandro, pero Gálbatar la desechó de inmediato: también era la más difícil de encontrar, el río, movía el foso de un lugar a otro, y era un río inmenso y también profundo. Algunos lo encontraban sin siquiera buscarlo mientas que otros, podían pasarse años tratando de hallar la dichosa entrada, claro, si algo no los mataba antes, pero si la encontraban, otro tema era entrar en ella, debía hacerse con cierta fuerza, pues la propia corriente del río te lo impedía. “La entrada del Ladrón” era la mejor opción para el alquimista, Licandro lo miró como quien cambia oro por rocas, esa entrada estaba protegida por un ejército, era muy arriesgado intentar atravesarla, pero Gálbatar parecía ya tener todo calculado: el ejército, era más bien una guardia, “La guardia de los Mancos” y aunque sí eran peligrosos, al menos sabían a qué se iban a enfrentar e irían bien preparados. Era la entrada más segura, desde el punto de vista de ubicación y resultados, sólo debían tener cuidado. La tercera opción conocida, era “El Gigante dormido”, y para Licandro, esa, no era una opción.

El interior de la jungla era un lugar espectacularmente hermoso, no había otra forma de describirlo en lo que a formas y colores se refiere: los troncos de los árboles pulidos y suavemente veteados, como si estuvieran hechos de mármol, con formas armoniosas y movimientos circulares, acabados en un follaje simétrico formado por hermosas hojas de colores intensos, vivos. Las enredaderas lo decoraban todo, con manchones maravillosos de pequeñas hojas y multitud de multicolores flores que escalaban los troncos, colgaban sus cuerpos serpentinos de las ramas y saltaban de árbol en árbol como una curiosa e intrincada red de comunicaciones que conectaba toda la selva, mientras que en el suelo, las numerosas plantas de tierra vigilaban celosamente que los intrusos se movieran sólo por los senderos que la jungla tenía preparados para ello, senderos que ya de por sí eran peligrosos, pero fuera de ellos se ocultaba con toda seguridad la muerte: la bruma venenosa, los vapores alucinógenos y las incontables trampas que la selva ocultaba para capturar a los incautos, eran razones más que convincentes para no aventurarse más allá de lo necesario. La selva cantaba, y sabía hacerlo muy bien, pero cuando la oías, debías estar bien entrenado para ignorarla de inmediato, porque si le ponías atención, te perdías como un marinero ante el canto de las sirenas. La jungla también sabía imitar muy bien las voces de las personas importantes en tu vida, las más amadas y las más extrañadas. La selva podía convertir tus sueños en realidad y tu realidad en un sueño, podía presentarte ante tus ojos el más dulce anhelo o acosarte con el más cruel peligro. Todo esto lo sabía muy bien el Místico, y corría a gran velocidad y apenas tocando el suelo, siguiendo el mismo camino que desde incontables generaciones venía siendo usado por su cofradía. Cruzó un brazo del río apenas salpicando agua de la superficie y sin detenerse llegó hasta el gran árbol de piel oscura, un árbol cuyo tronco estaba formado de numerosos tallos enroscados y trenzados formando uno solo, grueso y atormentado de abundante follaje color rojo escarlata. En él, y sólo en él, podía encontrarse un pequeño fruto cuyo jugo, haría que el Místico soportara todo el tiempo que debía soportar, el cargado e irrespirable aire de la selva. Debía llegar al Gigante dormido, esa era su entrada a Antigua y debía hacerlo lo más rápido posible.



León Faras.

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