XXXIII.
Un
grupo de jinetes, custodió al rey de Cízarin de regreso a su palacio a todo
galope, mientras el resto de los hombres se organizaba para perseguir, atrapar
y eliminar a los enemigos que huían. Uno de los soldados, uno de los más
antiguos, se acercó donde la vieja Zaida para llevarla donde pudieran curarle la
herida de flecha en su hombro, pero la mujer se negó, y le pidió que él mismo
le curara con el procedimiento normal que usaba cualquier soldado durante una
batalla, el hombre respondió que para eso debían retirarle la flecha y
cauterizarle la herida, pero allí, con el aguacero que caía, no disponían ni de
una mínima brasa para ello, pero Zaida insistió, “Sólo quítala…” el hombre
accedió, y llevó a la mujer a un lugar guarecido de la lluvia para retirarle la
flecha, la cual por fortuna, su punta de hierro con forma de arpón había salido
por la parte de atrás, de esa manera, era mucho más fácil el procedimiento.
Mientras el soldado hacía aquello, Zaida metió la mano a una pequeña bolsa
atada a su cintura y sacó un par de hojas grandes de un conocido arbusto, luego
se las metió en la boca para masticarlas, cuando la flecha salió, la vieja sacó
la pasta molida y babeada y se la puso en el agujero en su hombro. Luego el
soldado la vendó con un trozo de tela. Aquello no era tan eficiente como un buen
hierro incandescente, pensó el veterano soldado, pero al menos serviría.
Nazli,
apenas salió de la casa de su captor, no se iba resignada, tenía la idea de
regresar en busca de su armadura y sus armas, pero una vez que los soldados Cizarianos
se hubiesen ido, no quería darles tan pronto, la decepción de ver que habían
liberado precisamente al soldado enemigo que buscaban. Recorrió los estrechos
senderos hasta encontrar un camino por donde dar la vuelta y regresar a la
misma casa por detrás, pero antes de llegar al fondo del callejón en el que entró,
se encontró con una situación que, desde el principio, le pareció ominosa. Un
grupo de muchachos armados y vestidos en parte como soldados de Cízarin, como
si le hubiesen dado acceso a una bodega llega de piezas sobrantes de armaduras
y cada uno hubiese tenido que escoger lo que mejor le quedase o lo que lograra
apropiarse, soltaban bromas y risotadas frente a un hombre muy malherido que
parecía atado a una valla de madera, cubierta de infinidad de flechas
ensartadas, “…¡por todos los dioses, abuelo!, ¡qué mal te ves! si yo fuera tú,
estaría pidiendo a gritos que me rompieran la cabeza como una nuez, ¿por qué no
acabas con tu dolor? sólo tienes que pedirlo…” Era obvio que si aquel hombre
seguía con vida, era porque se trataba de un soldado de Rimos, como ella,
aunque desde donde estaba, era difícil de identificar quién con exactitud. Nazli,
a paso tranquilo y bajo la lluvia inclemente, se acercó por detrás, llevando
colgado de su mano el cuchillo que le habían dado. Los muchachos, ella no lo
sabía, pero eran los autodenominados, “Machacadores”, y habían encontrado a
aquel soldado, que permanecía clavado y acribillado de flechas en la valla,
para reventarle la cabeza con una maza, según eran sus órdenes, sin embargo, no
lo hacían, porque era todo un espectáculo ver la cantidad absolutamente
desproporcionada de heridas recibidas en un solo cuerpo que se resistía a
fenecer. Nazli conocía muy bien al tipo de muchachos que formaban el grupo de
los Machacadores: eran los chicos desechados de la milicia, algunos demasiado
jóvenes o débiles, otros, poco inteligentes, otros tenían algún defecto que les
impedía convertirse en buenos soldados, como ella misma, que estuvo buen tiempo
relegada a un grupo similar por el defecto de ser mujer, y en aquellos grupos,
indefectiblemente tenían que estar los llamados “Chicos problemas” aquellos que
no respetaban la autoridad, los que siempre querían pasarse de listos; vagos y
fanfarrones que casi siempre conseguían su pequeño grupo de esbirros al que
dirigir y someter a sus caprichos so pena de convertirse en blanco de castigos
y humillaciones: chicos más débiles que él o solamente con una personalidad más
apagada que preferían dejarse dominar para evitar confrontaciones. Chicos así
le causaron varios malos ratos a la joven muchacha, hasta que aprendió una
regla de oro: darles tu temor, es darles tu comida. Deja de temerles y los
matarás de hambre.
El
piso era un barrial, lleno de flechas ensartadas como juncos en un pantano, salpicado
de cadáveres que asemejaban ser islas de un nutrido archipiélago;
principalmente caballos, pero también algunos hombres. Ningún Rimoriano. Uno de
los muchachos, quien permanecía largo rato apoyado en una pared con los brazos
cruzados; flaco y alargado de pies a cabeza como la lanza que sostenía, vio a
la chica y dio la alarma con todo el aspaviento del mundo, como si se hubiese
abierto el cielo y estuviesen bajando carros de fuego de él. Nazli pensó que ya
se habían tardado demasiado en verla. Un chico enorme y obeso pero con un
rostro innegablemente infantil, salió a detenerla con la formalidad de un
guardia que protege la integridad física de alguien importante, era evidente
que algo no estaba del todo bien conformado en su cabeza, llevaba una armadura
hecha de tablas y cuerdas que parecía construida por y para un niño, un yelmo,
que aunque sí se veía como uno verdadero, estaba viejísimo y lo llevaba encajado
a la fuerza en la cabeza el muchacho y para terminar su extravagante
apariencia, cargaba al hombro con un espadón enorme, pero hecho de madera. Nazli
no quería tener que pelear con alguien así, pero había que reconocer que el
chico gordo se tomaba muy en serio su papel, sin embargo, otro chico le habló y
el muchacho gordo se detuvo, apoyó la punta de su espadón en el suelo y se
quedó parado con solemnidad bajo la lluvia. El chico que le habló, parecía ser
el líder, al menos tenía una buena estatura y hasta un pequeño bigote, uno muy
fino, pálido y ralo, pero tenía. También tenía una armadura casi completa de
soldado Cizariano, con el emblema de la Flor de Cízarin en medio del pecho y un
yelmo que cargaba bajo el brazo, como había visto que algunos soldados lo
hacían en sus ratos de descanso. Tenía el cabello largo y debía inclinar la
cabeza hacia atrás para que no se le cerraran los mechones de pelo mojado
frente a la cara, lo que le daba cierto toque petulante, eso sumado a unos
enormes dientes incisivos que siempre estaba mostrando debido a una innegable
mandíbula floja, incapaz de mantener la boca cerrada por mucho tiempo, “¿Estás
perdida, muchacha?...” dijo haciendo un gran esfuerzo por alcanzar una parte de
su hombro que le picaba ferozmente bajo su armadura y haciendo más alarde de
sus incisivos en el proceso, a Nazli le hizo gracia, las armaduras de metal, en
la práctica, eran las cosas más incómodas del mundo, cualquier soldado
medianamente experimentado lo sabía: pesadas, rígidas y lo peor de todo, una
mínima comezón en el momento inoportuno, podía hacer que te mataran o al menos
volverte loco, como todo el mundo que ha tenido comezón en el lugar exacto en
donde no te puedes rascar, lo sabe. Y por supuesto que tampoco había que
olvidar la mierda, muchos gallardos y valientes hombres, marchaban, luchaban y
morían con el persistente olor de sus propias heces encima, todo gracias a sus
lindas armaduras. Eso, y que un imberbe la llamara “muchacha”, “… ¿eres
cocinera, niña? tal vez puedas invitarnos y preparar algo rico para comer a
los muchachos y a mí…” continuó el chico de los incisivos al notar el cuchillo
que Nazli llevaba. Su mirada era desagradablemente lasciva y torpemente
seductora. El flaco apoyado en la pared soltó una carcajada que sonó de lo más
idiota, Nazli juraría que a pesar de la lluvia y la oscuridad, pudo ver como la
baba se le saltó de la boca, “¿No son ustedes demasiados, para un solo hombre
malherido?” preguntó la chica casi gritando, pues la lluvia a ratos golpeaba
con fuerza. El flaco volvió a soltar una risa de imbécil. El chico de los
incisivos estiró la mano y un jovencito con un yelmo que le caía hasta el
nacimiento de la nariz y le tapaba los ojos, se apresuró a entregarle un hacha mediana
que hasta ese momento, a duras penas cargaba en el hombro, “No es asunto tuyo, niña,
además, no tienes ni idea de lo monstruosos y peligrosos que estos enemigos
son...”, y para ratificar sus palabras, le preguntó a sus colegas “… ¿verdad,
muchachos?” “¡Son demonios de sangre negra!” dijo uno, “¡Son fuertes, como diez
hombres!” exageró otro, “¡Devoran las almas de sus enemigos para no morir en la
batalla!” aseguró el flaco de la risa idiota, con los ojos muy abiertos y total
convicción en su voz, a pesar del aguacero. Nazli levantó las cejas fingiendo
estar muy impresionada, “Ustedes han luchado contra muchos de estos demonios, ¿verdad?”
El chico de los incisivos se cruzó de brazos y asintió con la cabeza, engreído,
los otros también lo imitaron, menos el gordo del espadón de madera que se
mantenía rígido como una estatua bajo la lluvia y no prestó atención a sus
compañeros, “¡Nah! Sólo le hemos destrozado la cabeza a unos cuantos que ya
estaban tirados en el suelo, para que no se volvieran a levantar” El chico de
los incisivos, lo increpó de inmediato, apuntándolo con su hacha “¡Cállate! tú
ni siquiera eres un soldado de verdad” “¿Puedo acercarme a verlo?” preguntó
Nazli, refiriéndose al hombre clavado a la valla, el chico de los incisivos
respondió galante que sí, pero como si estuviera invitando a una chica guapa a
acercarse a acariciar a su peligrosa mascota, le hizo antes elocuentes y
dramáticas advertencias, “…debes tener mucho cuidado, y no confiarte de lo
maltrecho que se ve, en realidad, es un monstruo sumamente peligroso, un
demonio que no muere ni siente dolor y hasta que no se le destroce la cabeza
con un martillo, seguirá luchando como una fiera hambrienta a pesar de las heridas
que tenga” Nazli se acercó, entonces pudo verlo, tenía la cabeza inclinada
hacia delante, pero su barba, blanca impoluta e impecablemente recortada, la
podía reconocer en cualquier parte, Nazli sintió que una pena muy grande se le
anudaba en la garganta y le humedecía los ojos, pero se controló, aquel era
Gabos, su amigo y mentor. Era el más viejo de los soldados de Rimos, pero
también el más amable fuera del campo de batalla y uno de los más hábiles
dentro de él. También fue el primero que vio en ella sus condiciones como
soldado por encima de su condición de mujer. Nazli tomó la cabeza del viejo
entre sus manos, este respiraba con dificultad, pero como todo un inmortal de
Rimos, estaba vivo a pesar de la incontable cantidad de heridas. El chico de
los incisivos se estiraba al límite de sus capacidades físicas y elásticas,
para averiguar qué estaba pasando, por qué la chica demostraba tanto cariño al
abuelo y qué hablaban. Gabos le contó en un susurro agotado y refugiado en la lluvia,
que había tenido un mal paso, que sus enemigos lo superaron y que al ver que no
podían matarlo, lo habían dejado ahí como señuelo, para lanzarle flechas a
cualquiera que se acercara a intentar ayudarlo, “¿Fueron estos chicos?”
preguntó Nazli, e inmediatamente se arrepintió de preguntar tal cosa, “Noh…”
respondió Gabos con una sonrisa cansada, “…estos son apenas unos niños, les
aterran más cosas de las que creen” “Te liberaré…” aseguró Nazli. “No te
arriesgues por mí…” dijo el viejo “No lo hago…” concluyó la chica. Y con
decisión y sangre fría comenzó a retirarle las flechas del cuerpo a tirones, como
si estuviera arrancando maleza del campo, hasta que se dio cuenta de que el
viejo tenía la mano izquierda clavada a un grueso poste, ese era un problema,
no podía arrancar el clavo sin una herramienta adecuada, “No puedo soltar esto,
me temo que sólo tenemos una opción” dijo Nazli mirando al abuelo a los ojos
con toda la gravedad del mundo, “Lo sé…” respondió el abuelo con pasiva
convicción. El chico de los incisivos se acercó en ese momento apuntándola con
su hacha y protestando, “¡Oye, tú no puedes hacer eso…!” pero antes de que
terminara de hablar, Nazli le había tomado el hacha por el mango, y de un giro,
había enroscado el brazo del chico alrededor de su cuerpo y había terminado
pegada a él, como si de una escena romántica se tratara, pero, acabada con su
filudo cuchillo posado en el cuello del sorprendido e indefenso muchacho. “Necesito
esto…” dijo quitándole el hacha de la mano sin que el chico de los incisivos
opusiera la menor resistencia y ante la mirada atónita de todos los otros
chicos que no podían creer cómo una mujer había desarmado a su líder en dos
movimientos y cinco segundos. Entonces Nazli levantó el hacha, le hizo una
señal al viejo Gabos, y sin una palabra, se pusieron de acuerdo: un solo golpe
fuerte y certero, bastó para separar el cuerpo de Gabos de su mano clavada, la
cicatrización monstruosa del inmortal hizo el resto, “Perdóname… sé que duele,
pero…” se disculpó la muchacha, pero el viejo la atajó antes de que terminara,
“No te disculpes, sólo sentí el golpe del metal en mi carne y mi hueso… nada de
dolor”. El chico de los incisivos estaba histérico al ver cómo liberaban
impunemente y delante de sus propias narices al enemigo que hace un par de
minutos estaba a su merced para reventarle la cabeza, y encima, ninguno de sus
colegas hacía algo. “Yo no voy a luchar con una mujer…” dijo el gordo del
espadón de madera, taimado; “A mí no me sacaron de la cocina para que una chica
me arranque la cabeza con un hacha” alegó el flaco, soltando su lanza al suelo,
quien hasta ese día, se pasaba el tiempo pelando papas y descamando peces para
alimentar a los soldados; “Hazlo tú, Poli. ¿No te la pasas recordándonos lo
buen soldado que eres?” lo desafió otro chico con el que, al parecer, había una
rivalidad por el liderazgo. El chico de los incisivos miraba furioso como Nazli
liberaba a Gabos de las púas en las que estaba apresado pero no se decidía a
actuar, “¡No me llames Poli! Váspoli es mi nombre y sí haré algo, ya que
ninguno de ustedes se atreve a nada más que a aporrear cadáveres…” dijo el
chico de los incisivos gritando, mientras le arrebataba de las manos una maza
con púas de hierro a su compañero y la alzaba por sobre su cabeza para golpear
a Nazli. Sin embargo, su conato de ataque volvió a fracasar, cuando la chica se
puso de pie y se le pegó al cuerpo, muy pegada, y luego sintió duro y
amenazante el filo de su cuchillo haciendo presión en su entrepierna. La maza
con púas se desprendió de su mano, rendida, su estómago se contrajo al máximo y
su cuerpo creció algunos centímetros, apoyado en la punta de los pies. Sus
incisivos volvieron a hacer alarde de su desmesurado tamaño. El flaco hizo
mueca de dolor e instintivamente se agarró su propia entrepierna, mientras el
gordo del espadón de madera disfrutaba de la escena, satisfecho de la sabia
decisión que había tomado. Nazli le habló muy cerca al chico de los incisivos,
casi al oído, le confesó que ella también era una guerrera rimoriana y una
inmortal como su amigo, que no tenían por qué pelear, porque no la podrían
vencer y que sólo le pedía que la dejara ir y llevarse a su compañero. El chico
de los incisivos, como casi cualquier hombre del mundo con un cuchillo
amenazando sus partes íntimas, aceptó de inmediato y con cierta elocuencia. La
chica hizo un gesto de: “estamos de acuerdo” retrocedió un paso, retiró su
cuchillo con cuidado y se fue con Gabos, quien poco a poco se recuperaba de sus
incontables heridas gracias a su inmortalidad.
León Faras.
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