V.
Para
Úrsula y su familia, la idea de quedarse en la casa del padre Benigno, en un
cuarto junto al de Guillermina, había sido un suceso sumamente afortunado,
debido a las condiciones en las que había quedado su habitación, y sobre todo
sus muebles, que aún no se habían podido recuperar todos. Llegó por la tarde,
Guillermina la atendió como dueña de casa, con propiedad y algo de su
inofensiva pedantería. El padre Benigno estaba en su despacho hablando con
Ignacio Ballesteros. Allí llevó a la muchacha Guillermina, para anunciar su
llegada y advertir que comenzaría a trabajar por la mañana temprano. Traía un
peinado sencillo que le sentaba bien, un abrigo rojo de lana que resaltaba su
figura y una maleta en la mano, “Me alegro de verla recuperada, señorita…” dijo
Ignacio, sin demostrar alegría en absoluto. El hombre, había llegado hacía muy
poco rato con la intención de avisar al sacerdote que se estaba quedando sin
dinero y que debería ausentarse unos días para conseguir más con su familia,
porque no pensaba simplemente abandonar a su hermana y esperar a que ella le
buscara, por otro lado, le pidió al cura, con toda gravedad y circunspección en
su tono y expresión, que cualquier información que supiera sobre su hermana, se
la hiciera llegar a la brevedad. El padre Benigno aceptó, tampoco podía negarse
por muy poco que le agradara aquel muchacho, y quiso además, darle la impresión
que le había quedado de la visita que le hizo a su padre en prisión, estaba, en
cierto modo, preocupado por él. Ignacio fue realmente intolerante, “Por mí que
se pudra donde está, ese infeliz” Se puso de pie, cogió sus cosas y justo antes
de salir por la puerta, hizo una pausa para despedirse con toda seriedad del
sacerdote, por alguna razón, parecía estar forzándose a sí mismo a ser cortés
con el cura o al menos, no sonar tan insolente. Por la noche, con Úrsula ya
acomodada en su cuarto, y cenando en la cocina junto a Guillermina, que no paraba
de darle consejos y recomendaciones sobre lo que debía y no debía hacer en su
trabajo, incluyendo aquello de “no meterse donde no la llaman a una…” y con la
muchacha absorbiendo todo eso con avidez, como la información más valiosa, más
incluso que los nutrientes de la comida que estaba ingiriendo, el sacerdote se
reunió con el doctor Cifuentes para cenar juntos, y luego conversar en el
despacho del cura, como se les había hecho costumbre. El tema obligado, era el
doctor Ballesteros, al cura le había parecido un hombre completamente
diferente, un hombre arrepentido y acongojado pero lo que más llamó su
atención, fue que se culpabilizara, aunque de forma indirecta, del suicidio de
un hombre, estando encerrado en una celda. Al doctor Cifuentes también le pareció
todo eso, cuando menos curioso, porque aquello era digno de un hombre capaz de
manipular a otros a voluntad, “…¿No lo ve, padre? por un lado parece un hombre
arrepentido y acongojado, pero por otro, es uno con agallas suficiente como
para convencer, sólo con palabras, a un guardia de su prisión de que se quite
la vida él mismo y con su propio cuchillo, y no cualquier guardia, padre, sino
uno que no pesaba menos de cien kilos y que era conocido por ser un hombre poco
tolerante” “No cree que lo haya hecho, ¿Verdad?…” preguntó el cura, aun
sabiendo la respuesta; el médico negó con la cabeza, “Pero creo que él cree que
sí lo hizo. Habría que consultar a un especialista, pero si me lo pregunta, yo
creo que el doctor Ballesteros está perdiendo la cordura” El sacerdote se cruzó
de brazos asintiendo en silencio, se centró por unos segundos sólo en sus
pensamientos, “Perdiendo la cordura… igual como lo hizo Diana, su mujer”
Cifuentes sabía algo de eso, se empujó los lentes y se acarició el bigotillo, sorprendido,
cómo podían tener ambos una misma enfermedad que no se contagia. Para algunos
el destino podía ser cruel, para otros, hasta poético. De todas maneras, el
sacerdote pensaba sostener lo que le había dicho a Ballesteros, que iría a
verlo para que se confesara y oraran por sus pecados.
Por
la mañana, muy temprano, el doctor Cifuentes fue despertado por un ajetreo poco
común en su casa hasta ese momento. Guillermina había acompañado a Úrsula a su
primer día de trabajo, para darle las últimas indicaciones y cerciorarse de que
hiciera las cosas tal como ella se las había dicho, que era, sin lugar a dudas,
la mejor forma de hacerlas, como si ella fuese responsable del desempeño de la
muchacha. Cuando el doctor salió de su cuarto, la vieja ama de llaves se presentó
ante él, como un soldado ante su capitán para informarle, larga y
detalladamente, que se había preocupado personalmente, de que la nueva muchacha
hiciera su trabajo tal y como ella misma lo haría, que era la mejor forma de
hacerlo, forjada en años y años de experiencia. Una vez terminada su exposición,
la mujer se disculpó porque ya debía irse, alegando que el carácter arisco del
padre Benigno, empeoraba aún más cuando no le daban su desayuno a la hora, no
sin antes recordarle a Úrsula que si hacía las cosas, como ella se lo había
dicho, tenía su trabajo asegurado.
El
sonido estridente del golpe del hierro con el hierro, despertó a Elena por la
mañana. Clarita no estaba. Su ropa de hombre, a la que ya le estaba tomando
cierto cariño, le era mucho más cómoda ahí, no sólo porque la ayudara a pasar
desapercibida a las miradas circunstanciales con las que se podía encontrar,
sino también para las labores que estaba aprendiendo a hacer; era mágico poder
hacer que la leche se transformara en queso o lograr convertir las amargas
aceitunas en el delicioso fruto al que es difícil resistirse, cosas que jamás
hubiese aprendido ni por asomo en su completa y estricta educación. El golpeteo
sobre el hierro la llevó a la parte trasera de la casa, más atrás del granero,
a un cuartucho teñido de negro por el hollín de muchos años, Tata estaba allí, moldeando
a martillazos un trozo de hierro casi blanco por la temperatura que había
alcanzado, cogió un poco de aserrín de un tiesto a su lado y se lo dejó caer
encima, luego, cuando aquello comenzó a arder al contacto con el metal
incandescente, lo golpeó varias veces más y lo volvió a meter a la fragua,
entonces notó que la muchacha estaba ahí, observando aquello como si se tratara
de algo increíble y asombroso, de inmediato, el viejo, viendo el interés de la
muchacha, le pidió que manejara el fuelle y el fuego respondió ardiendo con más
ganas. Pronto la hoja de una guadaña para segar la maleza y el pasto, tomaba
forma a fuerza de violentos pero precisos golpes de martillo, lo que para Elena
resultaba fascinante. Luego de eso, se fue en busca de Clarita, quien había
salido al campo temprano sin siquiera desayunar, según Tata, buscaba a su
hermana. Elena, luego de un rato, la encontró sin problemas, gracias al
escándalo que Nube y Satanás armaban persiguiendo a algún conejo o rata que,
fuese lo que fuese, parecía más listo que ambos. La niña estaba sentada bajo la
pobre sombra de un atormentado y retorcido árbol crecido sobre una loma, que
las cabras también aprovechaban de vez en cuando, cuando el sol se volvía
molesto, observaba el bonito paisaje sin ver nada en realidad, estaba absorta,
“Gracia se volvió a ir, y no me dijo nada. No me gusta cuando me deja sola…”
dijo la niña con el rostro preocupado, acongojado casi. Elena se sentó a su
lado, “Tal vez tenía algo importante que hacer y volverá pronto, además,
tampoco estás sola…” La niña estaba seria, muy diferente a la chiquilla alegre
de siempre, parecía como si hubiese madurado de pronto, “No es sólo por mí, me
preocupa ella… que se la lleven. Que le pase algo malo” Se abrazó a Elena, ésta
no sabía muy bien qué decir, porque, qué le podía pasar a Gracia, si no era más
que una invención de la imaginación de Clarita, sin embargo, para la niña su
hermana era tan real como cualquiera.
Cuando
Clarita nació y se quedó huérfana de inmediato, fue cuidada por una piadosa
mujer que estuvo dispuesta a alimentarla, vestirla y asearla sin tener ningún
lazo con la pequeña. Al poco tiempo, la mujer consideró que era justo buscarle
familia a la niña, y como por el lado de la madre, no había mucho que buscar,
decidió investigar por el lado del padre, así le encontró a Clarita su primer y
último pariente: su tío Óscar, el carnicero. Éste, no estaba para nada de
acuerdo con que se le endosara una niña que no había visto en su vida y encima,
de un sobrino del que no sabía siquiera que estaba muerto, pero la mujer
insistió, lo piadosa no le podía durar para siempre, pues ella apenas contaba
con recursos, y además, la niña ni siquiera era pariente suya, hasta que
finalmente Óscar aceptó con un desagradable “…espero que al menos pueda
trabajar…” Clarita ya iba a cumplir cinco años. El carnicero era un hombre
temible, sobre todo para una niña pequeña, siempre con el mismo delantal sucio,
los antebrazos con los vellos pegados por la sangre, las entrañas y partes de
animales por todas partes y la multitud de cuchillos que eran su adoración,
pues además de carnicero, Óscar era un matarife eficiente, y era con aquellos,
con lo único que él demostraba todo su afecto y esmero: sus cuchillos siempre
estaban limpios, afilados y ordenados, todo lo demás quedaba relegado a un muy
lejano segundo lugar, ”…Óscar no se preocupaba de darle de comer a mi hermana,
simplemente le tiraba lo que no le apetecía de su plato, la hacía trabajar sin
parar, la castigaba sin motivo ni propósito con un cordón de cuero trenzado y
cuando no tenía ganas de golpearla, la obligaba a meterse al pozo de agua que
tenía en la parte de atrás, si no quería que él mismo la arrojara dentro. Una
vez mi hermana se escondió allí para huir de un castigo y a Óscar le pareció
una idea genial dejarla allí, desde ese momento lo usó como castigo, durante
horas, incluso noches enteras…” Elena no entendía muy bien todo eso que la niña
le contaba, le parecía una Clarita tan diferente que quiso separársela del
pecho para mirarla a los ojos y confirmarlo, pero la niña no se lo permitió,
estaba aferrada a ella, “…Esa noche llegó borracho y se puso a dormir casi de
inmediato, entonces decidí que era el momento. Ella limpiaba la sangre seca del
piso, una y otra vez y como siempre. Yo até los cordones de los zapatos de Óscar
entre ellos, de modo que no pudiera caminar, luego tiré la bandeja de cuchillos
al piso. Mi hermana me rogó que no lo hiciera, si algo fallaba, sólo ella
acabaría golpeada y pasando la noche en el pozo de agua fría, pero nada falló. Óscar
se levantó de un salto ante el estruendo de sus amados cuchillos, aún estaba
mareado, se le notaba, vociferó insultos, mi hermana corrió a esconderse, ella
no sabía que los cordones de Óscar estaban atados. El maldito cayó, y yo lo
estaba esperando con el más bonito y grande de sus cuchillos, empinado en el
suelo, la punta le salió por su espalda. Era un hombre fuerte, todo el resto de
noche se estuvo quejando con el cuchillo ensartado en el pecho, hasta que dejó
de lloriquear y de respirar al amanecer. Es mi hermana, y no permitiré que
nadie más le haga daño…” Elena se sentía como quien recibe una bofetada sin
aviso ni razón, incluso había dejado de abrazar a la niña temiendo tener en el
regazo a un desconocido, pero de pronto Clarita abrió los ojos y se enderezó en
un arrebato de alegría, “¡Mira, ahí está Gracia!” Corrió algunos pasos y se
detuvo de nuevo, con las manos en la cintura, como una madre que desea corregir
una mala actitud de su hijo “Ya te he dicho muchas veces que no me gusta que te
vayas sin decirme nada…” aguardó un par de segundos como esperando una
respuesta y luego rió alegremente, “¡Tonta! ¡Claro que te eché de menos!”
León Faras.
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