jueves, 19 de diciembre de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

85.



El gran Tigar, ¿eh? Así que fuiste tú el que luchó contra el gigante de Tribalia y venció…” Comentó Sagistán, haciéndose el sorprendido. “Yo no diría que vencí… ¿Acaso tú también estabas ahí?” Sagistán rio. “¡Oh, no, claro que no! El ambiente es un poco pesado para mí en la Rueda… “ Su sobrino lo miró como a un idiota que de pronto dice algo inteligente. “¿Es que ahora te molesta ver un poco de sangre?” Le reprochó. El viejo se mostró ofendido. “No es solo un poco de sangre. Y no, lo que me molesta es la falta de respeto con los pobres desgraciados que luchan y mueren ahí. ¡Los tratan peor que animales!” Cherman aceptó eso, sólo había estado una noche en la Rueda y podía asegurar que su público era un asco. Sagistán continuó más calmado. “Muchos visitaban la Rueda sólo para admirar a ese hombre extraordinariamente grande como si fuera una criatura exótica… cuando cayó, la noticia corrió no sólo en Jazzabar, sino también por todo Cízarin.” “¿De dónde pudo haber salido semejante hombre? ¡Si hasta tiene su propio idioma!” Comentó Cherman, mientras guiaba el andar de su caballo por el estrecho pasillo que le dejaban las numerosas gentes y sus bártulos; Sagistán lo miró como si le estuviera tomando el pelo. “¿Esos gruñidos eran un idioma? ¿Cómo lo sabes?” Y su sobrino le explicó que el gigante estaba vivo, que ambos habían sobrevivido y huido de Jazzabar juntos, y que si pasabas suficiente tiempo con él, podías llegar a descifrar un lenguaje entre todos sus refunfuños raros. “Es como un perro listo, que entiende lo que le dices pero no puede pronunciar ni una sola palabra.” Explicó Cherman con una sonrisa, su comparación le hacía gracia, pero era apropiada porque el viejo era seguido a todas partes por dos perros bastante listos. “Su propio idioma…” Comentó el viejo, y luego agregó como para sí. “¿Para hablarlo con quién? ¿y de quién lo aprendería?” No tenía sentido, un perro puede ser muy listo, pero solo sabe ladrar y eso no es ningún idioma. “Se dice que los gigantes de Tribalia eran como árboles…” Comentó el viejo sin que se lo preguntaran. “No tan altos, pero sí que vivían muchos años porque se tardaban mucho en crecer, aunque también se sabe que llevan extintos demasiado tiempo como para que haya uno con vida… tal vez tu amigo solo sea una anomalía.” Mi amigo…” Repitió Cherman, recordando que el hombre extraño de antes había mencionado algo sobre un amigo, aunque no podía imaginar a quién se refería. Como leyéndole la mente, el viejo dio la vuelta en una esquina dejando la transitada avenida atrás, y guiando sus monturas hacia Jazzabar.



Mientras Nimir consumía parte de su vida retirando infinitas cantidades de estiércol de cabra de la propiedad de Migas, éste se enfrascaba en los manuscritos del viejo Larzo con la firme intensión de descifrarlos, y no contaba con mucho para ello, pero ese era el desafío de la investigación y el estudio: encontrar la hebra que desenredará la madeja, y para empezar, el manuscrito tenía repetida en varias partes lo que parecía ser la firma del viejo pretencioso ese, escrita con su propia grafía, es decir, que si podía deducir que esos símbolos significaban “Larzo” entonces ya tenía algo con que empezar a trabajar.



Fagnar no estaba nada contento con el mensaje recibido, él era un militar, y no estaba acostumbrado a rebeliones ni motines en su guardia; ahora debería cumplir su palabra o solo sería un fanfarrón ante los ojos de esos malnacidos y para su propia gente también, que no veían con buenos ojos las amenazas en vano. Tenía la obligación de hacer correr sangre, porque si quemaba el puerto, esa gente no se quedaría de brazos cruzados mirando el espectáculo, habría una revuelta. Aquellos podían ser tan brutos como un burro ciego, pero no se intimidaban fácilmente y desde luego que no les faltaba determinación para actuar, de hecho, serían excelentes soldados si tan solo fueran capaces de obedecerle a alguien. Fagnar se afinó el bigote con los dedos pensando en lo que estaba dispuesto a arriesgar, para al final no ganar nada, o perder aún más. Parecía como si la amenaza y la demostración de poder fueran las únicas herramientas que el rey Siandro conocía para conseguir sus fines, y aunque creía firmemente que esa era la mejor estrategia para apropiarse de Bosgos sin derramar sangre de más, y aunque aún no se explicaba cómo carajos es que habían fracasado tan estrepitosamente allí, siempre pensó que lo mejor para usar con los Jazzabarianos era la negociación, pero ahora ya era tarde para eso, estaba atrapado entre causar un desastre inútil o no hacer nada y quedar como un vulgar bravucón. O tal vez, no. Necesitaba ir a ver a alguien y debía ir solo y ahora mismo.



Cegarra lo recibió en una diminuta mesa con dos diminutos taburetes a cada lado, parecían hechas para un niño, pero una vez que el cuerpo se acostumbraba, podían ser muy cómodos. “Veo que esta vez viene solo…” El viejo Prato estaba parado tras él, como un gigante y lampiño lugarteniente, con el desprecio dibujado en su rostro quemado por el sol de toda una vida; Yan Vanyán también estaba ahí, con ese aire de vana superioridad que lo hacía tan especial. “Él vino aquí y mató a un hombre delante de nuestras narices. Yo digo que hagamos lo mismo con él.” Propuso, exagerando el gesto de maldad en su rostro hasta lo ridículo y amenazándolo con algún tipo de poder imaginario, pero Cegarra lo hizo callar con la mirada de su único ojo. “¿Acaso sabías su nombre siquiera? Tuvo buen ojo en matar al extranjero y no a cualquiera de nosotros…” “Pido disculpas. Antes vine en nombre del rey y con sus palabras…” Dijo el general, y agregó. “Ahora vengo solo como yo, Fagnar Banzán.” Cegarra no pudo evitar sonreír divertido, y echarle un vistazo a Yan. “¿Oíste eso? Tiene dos nombres… como tú.” Luego agregó mirando al general. “Y, ¿qué nos viene a proponer, Fagnar Banzán?” “Un trato.” Respondió el otro.


León Faras.

miércoles, 27 de noviembre de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

84.



Los soldados enviados tras el insolente de la carta malamente escrita, llegaron hasta los primeros postes anclados en tierra del puerto fluvial, donde el hombre que perseguían los esperaba sentado en las alturas de un piso superior con los pies colgando y rodeado de un buen número de Jazzabarianos con pinta de gamberros cabreados con los que es mejor no meterse, incluido un viejo calvo con dos trencitas colgándole del mentón y un hacha en cada mano, cuyo gesto era de alguien falto de tolerancia y al que todos conocían como Garma, el nuevo gran Tigar. “Soy Yan Vanyán, y les pregunto: ¿Qué negocio tienen ustedes conmigo como para seguirme hasta aquí? Respondan con sinceridad y no les haré ningún daño.” Aquella última frase no sorprendió a quienes ya conocían la condición mental del sujeto, pero a los soldados sí, que se preguntaban en ese momento si aquel tipo estaba loco o solo era idiota. “Óyeme bien, imbécil, el que recibirá mucho daño serás tú, si no vienes con nosotros ahora mismo.” Yan se sintió ofendido, e intentó explicarles con su característica amabilidad pedante, que llamarlo imbécil no era una buena idea, pero Cegarra lo acalló con un gesto para que le dejara hablar a él. “Ningún Jazzabariano irá con ustedes sin derramar su sangre y la suya antes. Pensé que eso estaba claro.” Los soldados se miraron buscando una explicación a lo que estaba sucediendo en la cara de alguien más, pero solo había más dudas allí. “Oye, solo queremos que ese imbécil le explique a Fagnar qué rayos significa ese tonto trozo de papel que le dio.” Se explicó el soldado, consciente de que no eran suficientes como para enfrentarse a todo Jazzabar ellos solos. Tal vez no estaba tan claro como él creía, pensó Cegarra, por lo que ésta vez, sería completamente claro. “Significa que no seremos amenazados, y que Jazzabar prefiere derramar su sangre por estos postes, antes que por su rey.” Dijo, pero el guardia seguía sin entender qué tenía que ver la sangre de todo Jazzabar con la carta entregada por ese estúpido fanfarrón, y Garma lo notó. “Solo dile eso a Fagnar. Él entenderá.” Le aconsejó. Entonces el guardia sumó dos más dos, y comprendió que aquí se estaba cocinando algo más espeso de lo que él podía oler en ese momento y asintiendo con gravedad, se retiró.



Era una pésima idea, muy tonta de hecho, pero Emma tenía razón después de todo y la madre de Brelio estaba inubicable por el momento, por lo que tomaron la opción de buscar a Lorina, por eso de: “Ya estamos aquí y qué podemos perder.” La mujer estaba como siempre junto a Cípora, esta vez, revolviendo calderos como brujas malvadas de cuento, pero sin pociones mágicas ni nada de eso, solo un guiso de grano, verduras y carne seca para alimentar a toda esa gente que trabajaba para levantar de nuevo su ciudad. Primero, Lorina los miró como a bichos raros, luego, con piedad en los ojos mientras oía la historia, y al final, conteniendo una bocanada de aire con gesto dramático, señaló en un susurro: “Ustedes hablan del Puñal de Sangre.” Los chicos se quedaron mirando a ver quién estaba más sorprendido que el otro, francamente incrédulos de obtener una respuesta tan clara y directa de alguien con quien tenían tan bajas las expectativas, pero Lorina tenía más que solo eso. “Mi tía abuela Miula, la que un día desapareció de este mundo sin dejar rastro alguno, era conocida por dos cosas: por los remedios que hacía y por las historias que contaba.” Comenzó la mujer, sin dejar de revolver el caldero, pero no por eso restándole dramatismo a su narración. “Y sus historias, según aseguraba, eran tan reales como el sol que nos alumbra. El dueño de ese puñal, quien vivió hace muchos, muchos años atrás, era un hombre llamado Hazra, cuyo solo nombre era motivo de pavor, pues era del tipo de hombres que se regocija con el sufrimiento ajeno y se especializaba en extenderlo lo más posible. Las cosas pueden ser inanimadas, pero nada está completamente muerto, o nada es completamente ajeno a la vida, eso decía mi tía, y ese puñal, el instrumento favorito de Hazra para el tormento, acumuló tanta desesperación, dolor y sufrimiento provocado, que se volvió un ser maligno en sí mismo, y fue cuando comenzó a succionar la sangre de las víctimas de su dueño como si se alimentara de ella sin saciarse nunca. Un día Hazra murió, quisiera decir que fue bajo el mismo tormento que provocó en vida. pero no fue así, y el puñal desapareció. Según mi tía abuela Miula, la única que fue capaz de traer de vuelta a un muerto, cuando reapareció de nuevo, ese puñal ya podía succionar almas para atormentarlas él mismo, beber sus jugos y luego escupirlas como bayas de Curoto…” Concluyó Lorina, asintiendo con la frente arrugada y los ojos bien abiertos. Los chicos estaban con la boca abierta tratando de asimilar toda la historia, excepto Emma, cuyo gesto era más bien de satisfacción por haber propuesto escuchar a Lorina en primer lugar. “¿Pero entonces qué hacemos?” Preguntó Brelio, y Falena asintió con un ruego en los ojos. Lorina dejó de revolver su caldero por un segundo. “Tienen que cortarle la cabeza y sepultarla en lodo negro sep…” Aconsejaba Lorina, cuando la detuvieron en coro para recordarle que no querían matar al pobre desdichado, sino ayudarlo. La mujer los miró con lástima en los ojos, como a un puñado de idiotas con sueños imposibles. “Su alma ha sido atormentada de una forma inimaginable y él ya nunca será el mismo, niña, tal vez el miedo lo consuma o tal vez el odio… o ambos, y la muerte será su único descanso, pero no puede ser cualquier muerte.” Dijo, con gesto de súplica, pero aun así, Falena se negó a seguir escuchando y los chicos la siguieron cuando huyó de ahí sin apenas despedirse. Lorina seguía con el mismo gesto de súplica en la cara cuando Cípora llegó a su lado con la mirada desconfiada y el andar reticente. Había estado escuchando toda la conversación y no estaba del todo conforme. “Tu tía Miula nunca revivió a un muerto.” Le reprochó, como sintiéndose engañada, la otra se encogió de hombros en un espasmo y reanudó su tarea. “Lo hizo una vez, con un gato.” Respondió con gesto de niña taimada, aunque no lo suficientemente convincente. “¡Lo juro!” Agregó.


León Faras.

viernes, 15 de noviembre de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

83.



La magia a nuestro nivel, conlleva un gran riesgo, se trata de imponer tu voluntad en cosas sobre las cuales, se supone que el ser humano no tiene poder para interferir, y tienes que estar dispuesta a asumir ese riesgo, porque fuiste elegida para ello.” Esas fueron las palabras que le dijo Circe el día en que Darlén comenzó a comprender la magnitud de su poder como bruja, y sintió miedo. Sucedió una mañana mientras Darlén recolectaba hierbas medicinales en el campo, hierbas que conocía bien a pesar de nunca haberlas estudiado. Era un día caluroso y estaba sola. Un poco agobiada, comenzó a fantasear con la idea de que una brisa fría le refrescara el rostro, y la brisa vino. Eso la hizo feliz, aunque no sentía haber hecho nada en realidad, solo un pequeño deseo concedido por obra de la casualidad, pero la felicidad es un sentimiento poderoso. Continuó con su tarea, y mientras lo hacía, pensó que esa brisa podía acarrear alguna nube del lugar de dónde venía, que seguro estaba mucho más fresco que aquí, y al levantar la vista, secándose el sudor de la frente, la nube ya estaba ahí, frente a ella en el horizonte, donde antes no había nada. Pero eso ahora no la hizo feliz, la hizo sospechar si acaso su aparición espontánea no había tenido que ver algo con ella, y eso la atemorizó un poco, porque de ser así, ¿qué más había provocado ella sin saberlo? Desechó la idea como quien se espanta una molesta mosca de la cara, pero no el sentimiento, y el miedo también puede ser poderoso. El miedo se le quedó pegado como la sensación incómoda de quien está en donde no es bienvenido, y aunque estaba ocupada con sus hierbas, sabía que tarde o temprano debería levantar la vista otra vez, y eso solo alimentaba su miedo, hasta que lo hizo y todo su temor se vio justificado. La nube ahora era más grande y se había oscurecido dándole un aspecto un poco más hostil, sin embargo, Darlén no podía sentirse responsable por eso. Esa no era su nube, se repetía a sí misma, aunque su miedo le decía que sí lo era, y obedeciendo al miedo, quiso ordenarle a la nube que se detuviera, pero era como darle órdenes a un animal salvaje que quiere atacarle, no se puede tener autoridad desde el miedo y la nube solo se volvió más imponente y agresiva, expandiéndose como la niebla y dejando ver pequeños rayos que la atravesaban de un lado a otro como un demonio enfurecido. Ella no lo notaría, pero había más gente observando ese fenómeno aquel día, porque eso era, esa nube estaba tan fuera de lugar como un par de plumas coloradas en el rabo de un cerdo, y para nadie allí podía pasar desapercibida. Darlén sentía que esa nube era su responsabilidad y eso la asustaba cada vez más, porque no tenía ni idea de cómo controlarla y sabía que la nube lo sabía. Entonces, quiso sacar fuerzas de donde no tenía, fabricarse el coraje que necesitaba, aparentar el valor que le faltaba, pero eso servía para engañar a otros, no a sí misma. Darlén quiso imponer su voluntad con determinación, pero la nube destrozó un hermoso árbol que estaba a no más de diez metros de ella, con un rayo impresionante que lo rajó a la mitad y lo dejó medio en llamas, esa fue como una advertencia, un golpe en la mesa para acallar al insolente, todos los testigos huyeron a esconderse, pero Darlén no, no pudo, solo se dejó caer al suelo, encogida sobre sí misma, con las manos sobre la cabeza y los ojos apretados; aterrada y humilde, esperando que el siguiente rayo cayera sobre ella, pero no fue así, cuando por fin se atrevió a levantar la vista, el cielo estaba completamente despejado y la brisa fresca le refrescaba el rostro nuevamente, no había rastro de ninguna nube, como si nunca hubiese estado allí, pero sí de lo sucedido, pues el árbol era víctima y vestigio de ello.



Ahora Darlén caminaba con paso firme y con rumbo indeterminado; adentrándose en el monte sin provisiones, con un cayado en la mano y un pañuelo en la cabeza. No sabía adónde debía ir, ni cuánto tardaría en volver, solo debía dejarse llevar por su instinto, aprender a confiar en él para mantener bajo control sus emociones y así estar consciente de todo lo que ocurre a su alrededor, porque todo lo que le ocurría en su vida, era así por ella y para ella, eso le había dicho Circe, que para una bruja como ella, el azar era un aliado traicionero y la casualidad era un fenómeno casi inexistente, y debía hacerse responsable de su poder si algún día quería usarlo, porque ese don no desaparecería por arte de magia. Ahora debía hacer que su poder la alimentara, la guiara y la protegiera durante su estancia sola fuera de su hogar, porque eso era lo mínimo que debía saber antes de usarlo para grandes cosas.



Mientras Falena y Brelio atravesaban la lastimada ciudad de Bosgos, la presencia de alguien a sus espaldas era cada vez más evidente, tanto como para que ambos lo notaran y se lo hicieran ver al otro. “¿Tienes alguna idea de quién puede ser?” Preguntó la chica, Brelio estiró las cejas. “Si me siguen a mí, me puedo imaginar a alguien… pero si te siguen a ti…” “No tienes ni idea. Sí. Yo tampoco.” Acabó la frase Falena con gesto inconforme. “Tal vez solo nos estamos imaginando cosas.” Concilió el muchacho, y la chica hubiese estado de acuerdo, de no ser por echar el vistazo atrás en el momento justo, y alcanzar a ver la sospechosa silueta de alguien ocultándose rápidamente en el último segundo tras un burro que no parecía estar involucrado en el asunto más que de forma circunstancial. Ambos se acercaron, y al descubrir de quién se trataba, Brelio pareció confirmar sus sospechas. “Hola. ¿Quién es tu novia?” Preguntó Emma con picardía en la mirada y esa sonrisa que la volvía invulnerable a los regaños. Falena se quedó muda, y Brelio quiso decir tantas cosas al mismo tiempo que no le salió nada. Emma rio. Nunca se cansaría de ver las caras que ponía la gente cada vez que se les decía algo que no se esperaban, pero luego se disculpó con Falena, le estiró la mano y se presento. “…Es que él y yo somos casi como hermanos, y fastidiarnos un poco de vez en cuando es parte de nuestra rutina. ¿A dónde van?” Y luego de oír la explicación, negó con la convicción de una eminencia. “Ah, ah. Cuando se trata de tu madre, mi madre sabe más que tu padre, y por lo que la he oído, tu madre está de viaje nadie sabe adonde.” Y luego de pensarlo, fingiendo gran esfuerzo en ello, señaló. “¿Por qué no van con Lorina?” Falena no sabía de quién hablaba, pero Brelio sí, y se le quedó mirando como si su amiga estuviera de pronto borracha. “¿Hablas de la mujer coja que trabaja para Nina?” Emma asintió con suficiencia. Ahora el chico la miraba como a una borracha que además se burla de él. “¿Y cómo, en el nombre de todas las deidades del universo, es que una prostituta nos va a ayudar en esto?” Preguntó, abriendo los ojos y frunciendo la boca. Falena solo levantó las cejas y Emma mantuvo la compostura. “No será una bruja, pero ella sabe mucho sobre estas cosas, además, lee el destino de las personas usando un puñado de huesos de gallina… y casi siempre acierta.” Eso era cierto, aunque lo de acertar casi siempre, era algo discutible.


León Faras.

jueves, 24 de octubre de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

82.



Cegarra estaba rojo de ira, se sentía humillado ante toda su gente que lo respetaba y lo seguía, y por un maldito que nadie sabía quién era o de qué puto agujero había salido. Ese tal general Fagnar, con su bigote pretencioso, con esa cabellera ridícula en la que se podía anidar siendo un pájaro, y con esa actitud como si fuera más que solo un hombre igual que todos los demás, lo había insultado en su propia casa, dándole órdenes como si su obligación fuera servirle, pero lo cierto era que todos los presentes en la Rueda se sentían ofendidos como él, y pronto serían todos en Jazzabar, hombres, mujeres y hasta algunos niños también con edad suficiente para entender lo que acababa de pasar. Tenían un día para responder, pero no tardaron ni dos horas en estar todos de acuerdo con lo que debía hacerse, y otra hora extra en conseguir los medios para enviar el mensaje, porque en Jazzabar, pedirle a alguien un trozo de papel o algo para escribir era como pedirle un cuarto de grasa a un zapatero. Un solo hombre escribió y llevó el mensaje, uno tan testarudo como orgulloso de su misión, con el insólito nombre de Yan Vanyán, o al menos él decía llamarse así, porque al decir verdad, Yan no estaba del todo bien de la cabeza, parecía habitar en una realidad diferente a la de todos los demás, sin embargo, y por raro que sonara, era uno de los pocos capaces de leer y escribir en Jazzabar, y aunque su caligrafía era tan mala que parecía escrita con los pies en vez de con las manos, ya tenían un mensaje que enviar. Su misión era dárselo al mismo Fagnar en persona, sin excusas ni excepciones, y así lo hizo, cuando los guardias en Cízarin comprendieron que estaban ante un hombre, más bien delgado y de cabellera abundante, al que los insultos no lo disuadían y las amenazas no hacían más que alentarlo. Entró en el cuartel de Fagnar con andar pedante y gesto altanero, sin decir ni una sola palabra y ni saludar siquiera, y luego de entregar el mensaje en las manos del general, se dio la vuelta y se fue con idéntica actitud, mirando a todos a su alrededor con desdén, como si él fuera una especie de héroe oculto bajo una falsa fachada, con un poder que aquellos ni siquiera podían imaginar, capaz de aniquilarlos a todos en un santiamén, como ya sabemos, el hombre no estaba muy bien de la cabeza. Fagnar tomó el mensaje sin estar muy seguro de quién rayos era ese tipo o de dónde había salido, pero al abrirlo, no pudo más que pensar en: “¿qué clase de estupidez es esta?” Pues le llevó varios segundos solo hallar la orientación correcta del papel para poder descifrarlo y luego otros tantos para descifrarlo en sí. Era un garabato escrito de la peor forma posible, pero al final se podía leer algo así como: “No obedecemos amenazas. Haga lo suyo que nosotros haremos lo nuestro.” Cuando el general levantó la vista buscó al hombre, pero éste ya se había ido, el problema era que el documento, por llamarlo así, no tenía firma y además de medio adivinar su contenido, también había que adivinar ahora quién lo enviaba, pues para los jazzabarianos era algo bastante obvio, pero para Fagnar o sus oficiales no podía tratarse más que de una tonta broma realizada por un demente que merecía ser azotado hasta desprenderle la piel de la carne por semejante atrevimiento. A menos que el demente tuviera una buena explicación. “Búsquenlo y tráiganlo.” Ordenó Fagnar.



La princesa de Rimos, hija de Ovardo, el rey muerto en vida. Cherman lo sospechaba, el parecido con su madre era innegable, salvo por sus ojos, otros ojos claros color amanecer como los de la princesa Delia eran imposibles de encontrar en Rimos, ni aun en los ojos de su propia hija, los de ésta, eran más bien como el color del hierro forjado cuando se oxida, tal vez como los de su padre, cuando aquel aún tenía ojos. Ahora ella era una soldado cizariana sin más propósito en su vida que luchar por la gloria de Cízarin y la de su rey, cuando debería ser la esperanza de los que ansían encontrar la manera de devolverle Rimos a su gente y la grandeza a su rey. Sagistán le había dicho que la chica sabía de su linaje, pero que en realidad le importaba poco, porque solo lo sabía de palabra y la palabra por si sola era tan insustancial e insípida como el caldo aguado, sin lograr echar raíces en ella ni sembrar la más mínima semilla de curiosidad en su corazón por conocer a su verdadero padre, ese rey tan ajeno y lejano para ella, a pesar de estar a menos de un día a caballo de distancia. Pero no podía culparla, por lo que él había oído, y seguramente ella también, el rey Ovardo no transmitía más que desesperanza a quien lo mirara. ¿Quién querría conocer a un hombre así?



Cruzaron los campos de Cízarin, donde las plantas y hortalizas se peleaban por crecer, tal como el hierro de Rimos se esmeraba en brotar del suelo cada día, seguidos de los dos perros que acompañaban al viejo a todas partes, quisiera éste o no. Se podía notar cómo la mirada de muchos hacia Cherman, se suavizaba al verlo acompañado del señor Sagistán. Cherman era un hombre amable y de aspecto pacífico, pero lo rimoriano se le notaba a una pedrada de distancia y eso no les agradaba a las buenas personas de Cízarin, que no perdonaban ni olvidaban el atrevimiento de Rimos para atacarlos sin aviso ni provocación mientras dormían, porque, aunque la idea hubiese sido solo de su rey, para las gentes comunes, todos los rimorianos eran culpables, punto. Entrando en la ciudad, Cherman notó lo diferente que esa ciudad se veía a la luz del día y con plena actividad de su gente y podía sorprenderse fácilmente de la fascinación cizariana por la estética y el arte en sus construcciones, como los arcos bajo los cuales pasaban en ese momento, cuya función era nula pero se veían muy bien, lo que para cualquier rimoriano sería un completo desperdicio de tiempo y materiales. Se dirigían al mercado, lo que significaba que la cantidad de personas amontonada en las calles crecía gradualmente a medida que avanzaban. De un tumulto de gente surgió un hombre que se estrelló de lleno con el caballo de Cherman, lo que por cierto, era considerado inapropiado, ya que el lugar estaba lleno y todos allí se movilizaban a pie. El hombre, flacucho y de abundante cabellera, iba a pedir explicaciones por semejante atropello, pero en cuanto vio al jinete, se le quedó mirando con cierta emoción en el rostro y señalándolo con el dedo, se olvidó de todos los improperios que tenía preparados. “Oye, ¡Yo te conozco! Era apenas un mochuelo entonces, pero estaba ahí ese día, en la Rueda… ¡Carajo! ¡Ese fue el mejor día de mi vida! ¡Qué pelea! Te lo aseguro!” Cherman no se veía muy convencido, pero el hombre lo estaba por ambos. “Eras tú, con esa pata de fierro y esa cola de caballo. ¡Te ves igual! No has cambiado nada. Aún se habla de tu lucha con el gran Tigar en la Rueda, ¿sabes? Eres casi como una leyenda por allá, ¡y más aún si resulta ahora que estás vivo!” Sagistán lo miraba sin expresión en el rostro, como si no estuviera escuchando nada nuevo después de todo y Cherman no sabía si sentirse molesto o halagado. El hombre continuó. “¡Y cómo sobreviviste? ¿Sabes algo del gran Tigar? ¿Él está muerto? Tu amigo…” E iba a agregar algo, pero entonces aparecieron soldados abriéndose paso entre la gente y al hombre le entró la prisa por irse. “¡Mierda! ¿Es que no piensan detenerse?” Pero antes de desaparecer en la multitud, insistió, señalándolo con el dedo. “¡Eres una leyenda, amigo! ¡Una leyenda!”


León Faras.

martes, 8 de octubre de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

82.



¡Un desastre! Todo no era más que un condenado desastre. Toda su propiedad, incluyendo el interior de su cabaña y su porqueriza, estaba infestada de cabras y sus mierdas. El olor que había no se iba a quitar ni con un año de aguaceros y encima, esos bichos le mordisquearon todas las paredes y los muebles. Mientras el perro ya había empezado a expulsar a las cabras del lugar a punta de ladridos y correteos, Nimir encontró un hermoso caballo blanco, como de ensueño, con las riendas enredadas en un arbusto. Migas lo miró con saña. “Oh, padre, si no lo haces tú, te juro que lo haré yo…” Y luego dirigiéndose a Nimir, gritó: “¡Todo esto es culpa tuya! ¡Así que empieza a moverte y saca todos estos animales de mi propiedad!” “¿Puedo quedármelo?” Replicó el otro, con una cara que Migas prefirió ignorar para no darle con una pala, después de todo, un caballo blanco no era nada bueno, ni bueno para nada, pero Nimir qué podía entender de esas cosas. Sin embargo, lo peor estaba dentro de su casa. Migas entró con el Tronador y los documentos del difunto Larzo bajo el brazo, pero simplemente se le cayeron al suelo cuando se le aflojaron los músculos del cuerpo al ver lo que vio. Tres de sus lechones estaban allí, habían sobrevivido en un rincón de su casa… pero amamantándose directamente de las tetas de una cabra. Migas estaba horrorizado y desilusionado, se cubría la boca totalmente incrédulo de lo que veía, ahora no sabía qué era peor, si que sus lechones estuvieran muertos o la abominación que estaba presenciando, además el animal que los alimentaba era el más horrible que hubiese visto, con una panza grotesca, la piel cubierta de manchas sin sentido, esos ojos desquiciados que no miran a ninguna parte y esa maldita mandíbula rumiando sin parar, todo el tiempo y sin vergüenza por nadie. Era desagradable solo de ver, pero tal vez el daño no fuera tan profundo aún, quizá todavía podían salvarse. Migas tenía sus esperanzas en ello. Comenzó a llamar a Nimir para que le ayudara, mientras recogía un canasto para meter sus lechones dentro, pero Nimir estaba embobado afuera dando vueltas por el patio en su nuevo caballo blanco, a pesar de que éste no tenía montura y de que no lograba coordinar el vaivén de su cuerpo con el del animal, por lo que los golpes que se daba en el trasero no podían ser nada gratos. Migas quiso torcerle el cuello como a una gallina por su falta de empatía con las verdaderas prioridades del momento, pero sus lechones estaban primero, así que fue por ellos, los desprendió de las tetas de ese bicho feo y los metió en la canasta para sacarlos de allí lo antes posible y llevarlos a que bebieran la verdadera leche de su madre antes de que le comenzaran a salir cuernos o se le enchuecaran los ojos. El perro, aunque incansable como todos los perros, no terminaría nunca con su tarea si no recibía algo de ayuda y Nimir… bueno, Nimir se paraba del suelo en ese momento con un dolor insoportable en la entrepierna y la cara llena de tierra, luego de salir lanzado del animal por tanto tumbo sin sentido que daba encima. El caballo por fin se había deshecho de él y el chico ya no estaba tan entusiasmado por quedárselo. Con andar adolorido y esa mirada rencorosa de rapaz azotado por haber sido sorprendido robando, Nimir tomó una vara y comenzó a arrear las cabras fuera de la propiedad bajo la mirada de satisfacción de Migas.



A Falena no le gustó nada eso de, “no hay nada que hacer porque la muerte no tiene cura.” Si Yurba no estaba muerto aún, seguro algo se podía hacer, y Brelio estaba de acuerdo con ella. A su tía Gilda, por lo que había notado, no le sentaba nada bien que le mencionaran a esa mujer con cara de cabra, esa que al parecer, todos conocían pero de la que nadie sabía nada y nadie podía asegurar haber visto nunca, y ni él tampoco. “Escucha…” Le dijo el chico. “Si quieres, podemos ir con mamá. No sé dónde está ella, pero sé donde está papá y él debe saberlo.” Empezaron a caminar y mientras lo hacían, Brelio le recordó una verdad que no debía ser ignorada. “Esa noche cayeron sobre la ciudad todos los venenos de Bosgos, y no todos matan, ¿sabes? algunos solo enloquecen, confunden la mente de formas inimaginables… lo que quiero decir, es que la historia de tu amigo puede haber sido solo el veneno hablando.” Falena sabía eso, de hecho ya lo había considerado, pero la cicatriz no fue hecha por el veneno. “¿Y estás segura de que no existía ya desde antes?” Preguntó el chico para estar seguros. Falena no tenía dudas al respecto. Desde que conoció a Yurba en sus prácticas donde el señor Sagistán, este siempre usaba camisas abiertas que enseñaban su lampiño pecho del que se sentía orgulloso, de haber estado esa cicatriz ahí antes, ella la hubiese notado, además, las cicatrices eran siempre un asunto importante del cual presumir entre los soldados. Imposible solo pasarla por alto.



En la ciudad aledaña estaban reunidos todos los cocineros encargados de preparar los venenos; maestros, instructores, preparadores y aprendices, trabajaban para abastecer la ciudad de suficiente veneno como para contener un nuevo ataque cizariano que estaban seguros de que sucedería, a pesar de que la principal arma enemiga, los grandes Tronadores, lucían apilados en medio de la ciudad entre lanzas y yelmos, como un trofeo, un monumento, orgullo de Bosgos y de todos sus habitantes, y recordatorio de su extraordinaria victoria, artefactos, que Fagnar tenía órdenes de recuperar personalmente y para lo cual ya se estaba preparando.



El gran Tigar luchaba, esta vez contra un gran guerrero bárbaro cubierto de pieles cuya arma era un hacha enorme comparada con las dos pequeñitas que usaba Garma. La pelea prometía y Cegarra estaba entusiasmado viéndola desde su palco particular, hasta que el ejército cizariano invadió sus instalaciones con sus trajes de metal y sus espadas en mano, rodeando todo el lugar y metiéndose dentro de la Rueda incluso, donde un capitán acompañado de una docena de Tronadores, anunciaba que todos los hombres de Jazzabar estaban siendo llamados a formar parte del ejército para luchar por la grandeza de Cízarin y la de su rey. Cegarra se puso de pie, indignado, esta era una irrupción armada y hostil contra él y su gente para la que no tenían derecho, pero tras él llegaba a sus espaldas el mismísimo general Fagnar para recordarle que no había ninguna irrupción, porque tanto Jazzabar como su gente pertenecían a Cízarin y a su rey, y que era éste en persona quien les estaba ordenando a todos que formarían parte del ejército que tomaría Bosgos dentro de los próximos días. “Tengo entendido que usted es algo así como un líder aquí. Encárguese.” Anunció Fagnar sin apenas levantar la voz, Cegarra se atrevió a preguntar por la otra alternativa y a una señal del general, uno de los Tronadores estalló dentro de la Rueda perforándole la cabeza de lado a lado al bárbaro que cayó sin emitir ni un quejido siquiera ante los ojos de horror de Garma, quien solo había oído historias, pero jamás había visto algo así. “Tengo órdenes de destruir todo este puerto fluvial hasta sus cimientos si usted o sus hombres se niegan a cooperar.” Amenazó Fagnar. Y agregó. “Tienen un día.”


León Faras.

jueves, 26 de septiembre de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

81.



Nada de eso, Nimir, Si estamos aquí, debemos visitar Jazzabar. Recuerdo un tipo con las mejores fritangas de pescado que te puedas imaginar… Gorman era su nombre. Tal vez todavía…” Hablaba Migas con un excelente humor, aunque la obstinada negativa de su compañero de viaje por quedarse, se lo estaba avinagrando poco a poco. “Pero la batalla ya terminó, deberíamos volver, prepararnos para lo que se viene… además, tu padre no está tranquilo aquí.” Advirtió Nimir con algo de pena en el tono. Migas lo miró como si lo hubiese insultado. Desde cuando el bobo de Nimir podía saber lo que su padre sentía. Ya empezaba a tener fuertes deseos de abofetearlo otra vez, cuando aquel por fin señaló algo que sí fue de su interés. “Y tus lechones… deberíamos encontrarlos y reunirlos con su madre.” ¿Lechones? ¿Pero qué lechones? “No que los mataron a todos y se los comieron.” Alegó Migas, tirando bruscamente de sus caballos para detenerlos. Nimir lo miró como si estuviera siendo, nuevamente, acusado de hacer algo muy grave. “¡Pero si yo nunca dije nada de eso!” Respondió espantado. “Yo estaba tratando de que tu padre comiera algo, cuando sentí a esos bichos moverse… creí que eran ratas y no les di importancia, pero cuando me volteé, ya todos huían por la puerta.” Declaró Nimir, con su mejor rostro de angustia, mientras Migas se preguntaba por qué no le había dicho nada de eso antes, y es que claro, si el pobre apenas hablaba cuando lo encontró. Nimir continuó ante la presión de Migas. “¡Traté de atraparlos! ¡En verdad lo intenté! Pero correr tras ellos por separado era inútil y además estaba oscuro… así que regresé a la cabaña esperando a que volvieran solos con su madre, pero entonces sucedió lo que sucedió con esos hombres y…” Migas en verdad sentía muchas ganas de abofetearlo en ese momento, pero más que nada porque, de habérselo dicho antes, hubiese recuperado todos sus lechones y ahora estarían todos juntos con su madre en su carreta, sin embargo, supo contenerse y solo apretó los labios y respiró hondo. El perro soltó un ladrido breve y sólido como una orden militar, con ese gesto de gravedad en el rostro propio de los cazadores y el viejo asintió mirándolo de reojo, como si estuviera de acuerdo con el criterio de su mascota. “Maldición, Nimir, espero que no sea demasiado tarde.” Dijo, dando media vuelta y azotando sus caballos de regreso a Bosgos.



Ya ha poco del amanecer, Migas hizo lo que juró que nunca haría, poner a Nimir a cargo de las riendas por un par de horas para dormir y así evitar acampar y llegar lo antes posible a su cabaña. Nimir, que ya había dormido, las recibió emocionado como un niño, pero Migas, avinagrado de sueño, le bajó los ánimos de inmediato. “¡Deja de reír como un idiota y solo sigue el maldito camino!” Al alba, Falena salía al camino tirando de su caballo y mordisqueando un trozo de carne seca como desayuno, cuando vio pasar la carreta conducida por el hombre más raro que jamás haya visto, parecía como si no fuera completamente un hombre, pero tampoco era un niño ya. Conducía con las riendas abiertas y en alto como si nunca lo hubiese hecho antes, y además, con una permanente expresión de felicidad en la cara que lo hacía verse idiota. En la parte de atrás viajaban dos viejos cadavéricos, uno sentado inmóvil y con cara de haber muerto hace no mucho, y el otro, con la cara tiznada, cómodamente echado durmiendo con la cabeza apoyada en las nalgas de una cerda que también dormía. Un perro guardián color hígado fue el único que le prestó atención al pasar. Falena ya los había visto antes apenas llegar a Cízarin, y es que, tipos así, una vez vistos eran difíciles de olvidar, pero lo que más recordaba, era que su madre lo había descrito con espanto en la cara, como el hombre sin luz, igual que a Yurba desde su regreso de Bosgos ¿Qué rayos significaba eso?



Bosgos se ponía de pie rápido, la gente movía los escombros e improvisaba paredes por aquí y toldos por allá y los mercadillos comenzaban a funcionar de nuevo vendiendo de todo, desde fruta fresca hasta ratas asadas. Abundante y barata carne de los caballos caídos en la batalla junto con un buen número de botas y guantes con poco uso; aparejos y monturas, todo a precios muy convenientes. También espadas, armaduras y elaborados yelmos cizarianos que nadie necesitaba pero que muchos se ilusionaban con solo probárselos por unos segundos y luego vendérselos a los rimorianos, cuya voracidad por el metal no tenían límites. Los lisiados y heridos estaban todos amontonados en una calle que en poco tiempo ya apestaba desde lejos a letrina e infección. Muchas mujeres ayudaban en lo que podían allí, pero Falena no vio por ningún lado a la bruja bonita que ella buscaba. No, al menos, hasta que los gritos de una vieja la hicieron moverse del camino que estaba obstruyendo. Era una mujer pálida, vestida de negro de pies a cabeza y con una dentadura demasiado impecable para su arrugado rostro. Esta sí que tenía todo el aspecto de una bruja como debía de ser, no como la otra, joven, amable y además hermosa. Conducía una carreta sentada junto a una cabra negra y blanca a partes iguales, y en la parte de atrás, además de un montón de barriles con agua, viajaba un muchacho que Falena reconoció de inmediato. Ese era Brelio, sin embargo, el chico no podía serle de utilidad. “La verdad es que no sabría decirte exactamente dónde está mi madre… ella ha estado ocupada.” Se excusó el muchacho, incapaz de ayudar, pero de inmediato tuvo una idea. “Pero mi tía Gilda puede aconsejarte, ella ha sido casi como la mentora de mi madre.” “Lo que tu madre es no tiene nada que ver conmigo, hijo, pero si puedo ayudar, lo haré.” Dijo la vieja, plantándose en frente de la muchacha a la que parecía intimidar con su sola presencia. Falena contó su historia y Gilda la escuchó con atención hasta que algo la obligó a interrumpirle. “¿Una mujer con cara de cabra, dices?” Falena asintió, pero con poca convicción. “Sí, aunque puede que haya visto cosas por el veneno que inhaló… o tal vez estaba un poco borracho… ¡pero la cicatriz en su pecho es bastante real!” Aseguró al final con los ojos bien abiertos. Tanto la vieja como el muchacho compartieron miradas al oír hablar de Circe. Gilda continuó. “Y dices que la cicatriz en su pecho apareció de la nada.” La chica asintió con entusiasmo. “De un día para el otro. Así sin más.” Aseguró. La vieja resopló como si tuviera malas noticias. “Puedes buscar a todas las brujas que quieras y todas te dirán lo mismo: no hay nada que hacer porque no hay cura para la muerte. Solo vuelve con tu amigo y dile que no tiene nada de qué preocuparse. Estará bien. Tal vez, como dices, no es nada y solo estaba un poco borracho esa noche.” Luego de eso, se quejó del mal olor imperante, pregonó lo difícil que era sanar bajo tales condiciones y volvió a subir a su carreta dejando al chico y a la muchacha allí.


León Faras.

viernes, 13 de septiembre de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

80.



Falena pasó la noche en un campamento a la orilla del camino, de estos que los viajeros acondicionan con refugios improvisados para resguardarse de la intemperie, un sitio para la fogata y hasta algunos ganchos colgados de los árboles para proteger sus pertenencias de las alimañas oportunistas, eran sitios amplios que crecían cada año un poco más con el uso y que solían albergar a más de un viajero cada vez. Esa noche, pernoctaba allí una pareja de viejos, eran viejos, pero no tanto como el señor Sagistán, además de que se veían bastante fuertes todavía. Le devolvieron el saludo con sequedad y siguieron con sus asuntos, aunque la mujer tuvo la amabilidad de acercarle un poco de su fuego ya encendido para evitarle el trabajo de tener que encender el suyo, lo cual, siempre era de agradecer, en especial, en una noche en la que la presencia de la luna era más bien esquiva. Falena comenzó a calentar un poco de queso en su fuego, mientras veía con algo de curiosidad cuál era la cena de los viejos, al parecer, lo que pretendían comer eran tripas, o tal vez alguna especie rara de serpiente despellejada, pero no, a simple vista parecían tripas de res, y tenían muy buen olor, entonces se oyó el crepitar de algunas hojas secas al ser pisadas en la oscuridad del bosquecillo que los rodeaba, seguramente solo se trataba de alguna alimaña atraída por el aroma, pero entonces uno de los caballos de los viejos comenzó a impacientarse, y el nerviosismo era algo contagioso. El tenue crujir de una rama hizo que el caballo de Falena también se pusiera intranquilo, pero no había nada que sus ojos pudieran ver allí. El hombre se puso de pie y le exigió a viva voz una respuesta a la negrura del bosque y esta le respondió con un torpe y raudo sacudir de hojas en el suelo. Eso no era una alimaña, pensó Falena, y los animales salvajes más grandes no acostumbraban acercarse a los asentamientos humanos, ella nunca había visto uno. Seguramente se trataba de un perro. La chica pensó en coger un palo y acercarse a mirar, pero casi se le cae la mandíbula cuando vio al hombre de pie, empuñando con propiedad una parca pero elegante espada recta de casi un metro de largo en la mano. Rimoriana, sin duda. Su tío Demirel se lo había dicho una vez: “Una espada, mientras más grande sea, demandará un mayor compromiso.” Ella no le entendió en principio, su tío Demireel hablaba cosas muy raras a veces, pero con el tiempo comprendería que de lo que hablaba su tío era del tiempo y esfuerzo que lleva dominar el arte de la esgrima. Falena no quería sacar sus espadas si no era necesario, pero vio que la mujer también ya empuñaba su arma, una bonita hoz, gruesa y brillante, que parecía hecha especialmente para hacer algo más que sólo segar los campos de Velsi. Con una lámpara de aceite por delante, el hombre se internó en el bosque, lo que fuera que se ocultaba allí corrió sin alejarse. La chica cogió una antorcha de su fuego, y cuando la criatura volvió a correr, ambos pudieron verlo: “Es un idiota.” Afirmó Vanter, volviendo a su campamento con gesto de hastío para buscar algo comestible que les sobrara para lanzarle al pobre bastardo ese. Los locos y los idiotas por lo general se ganaban su lugar dentro de la sociedad si llegaban a comprender las normas básicas de comportamiento, pero siempre había algunos que rebasaban los límites actuando de forma agresiva, violenta o incluso pervertidos que les parecía divertidísimo enseñar sus partes privadas a los transeúntes o manosear señoritas descuidadas como si de una pequeña gran proeza se tratara. Esos acababan expulsados de las ciudades, ocultándose en los bosques y mendigando comida en los caminos, sin embargo, este no era un idiota cualquiera, ni siquiera era un idiota, este solo era el pobre de Costia que no estaba dispuesto a que ese par de mujeres locas de Bosgos hicieran lo que quisieran con él, el problema, era que aún no podía hablar con normalidad, su lengua todavía se sentía rígida, y su garganta solo emitía algo parecido a un ronquido cada vez que intentaba hablar, por lo que no era más que un mudo, medio ciego durante el día, lo que no era muy diferente a ser un idiota para la mayoría, obligado a vagar de noche por los bosques buscando algo de comer o a quién robar, al menos, esa era su condición por el momento.



Yurba yacía en su lecho sudando y tiritando inconteniblemente sin que nadie entendiera bien el porqué de su malestar, ya que no parecía tener fiebre y tampoco había perdido el apetito. “Está fingiendo.” Aseguraba Rubi, pero Teté le rogaba que no hablara así de ese pobre hombre que se había sacrificado por ellas. “Solo quiere nuestra atención.” Insistía su hija con gesto de poco convencimiento, cuando llamaron a su puerta. Teté abrió temerosa, esperando algo malo del destino como siempre, y la sorpresa que recibió casi le hace dar un respingo. “¡Todas las rimorianas son así de ingratas, o sólo tú?” Era su amiga Dana. Mucho había pasado desde la última vez que se vieron y es que Teté no era buena con eso de visitar amistades, en su mente, eso no podía salir nada bien, la gente estaba ocupada, tenía cosas que hacer, y que alguien llegara de improviso y con ánimos sólo de chismorrear, debía de ser un fastidio, pero Dana no venía solo a eso. “Hicimos inventario en la bodega del palacio y como siempre sobraban cosas…” Dana soltó una risita y repitió. “Y como siempre, tu amiga se acordó de ti y de tus hijas.” He hizo pasar a sus hijos cargando sacos con restos de grano, pocos de harina, algunas conservas, montones de recortes de tela de distintos tamaños y colores, además de otras cosas. “¡Es que no me invitarás ni un vaso de agua!” Le recriminó Dana a su amiga con falsa indignación, la que siempre se quedaba pasmada cada vez que la vida le daba algo bueno, sin embargo, la que verdaderamente estaba congelada en ese momento, era Rubi. Sí, los hijos de Dana, Cal Reni y Dival, eran un par de muchachos apenas mayor que ella, altos, delgados, fornidos, con cabello ondulado… todo lo contrario del bobo de Yurba. Rubi jamás lo admitiría y luchaba por no evidenciarse, pero es que la sola presencia de uno de ellos, aunque fuera ajena y lejana, le robaba la autonomía, la ponía estúpida, las palabras se le confundían y atascaban en la boca, se volvía torpe para hacer cualquier cosa y hasta sentía que caminaba de forma rara. Su cuerpo la traicionaba con elocuencia y ahora tenía a los dos metidos en su casa, con sus bellas sonrisas y sus simpáticos comentarios. ¡Si hasta se estaba sintiendo acalorada ahora! “Mamá, voy a ver a nuestro enfermo.” Logró decir sin atascarse, rígida como un poste y procurando sonar convincente, para luego, dar media vuelta e irse lo más digna posible, pareciendo segura pero temiendo en cualquier momento olvidarse de cómo caminar. Yurba era la solución: en su presencia, todas esas sensaciones simplemente se disipaban.


León Faras.

sábado, 31 de agosto de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXXIX.



La taberna Tres Cuernos era un sitio deprimente donde cada uno de los que se había librado de la masacre, bebía un trago amargo en nombre de los caídos, sabiendo que para la próxima sería su turno. “Mierda…” Se quejaba Cal Desci. “Creí que acompañados de esos Tronadores gigantes, apenas íbamos a sudar… ¡Ja!” Aregel, a su lado, asentía sin despegar la vista de su jarra, como si esperara que esta hiciera algo interesante en cualquier momento. “Te lo garantizo amigo…” Continuó Cal. “De la siguiente, uno de los dos no va a volver…” “Probablemente no.” Replicó el otro en un susurro inanimado, luego ambos guardaron silencio por un rato, alimentando aun más así el desaliento del que todos estaban contagiados. “¿Y si me corto un dedo?” Propuso Cal, estudiándose la mano con detenimiento, y como su amigo no hizo más que mirarlo como a un idiota que de pronto comienza a golpearse la cabeza sin motivo, añadió: “¿Crees que eso me exente del servicio?” Aregel, que pensaba que su amigo se había emborrachado demasiado rápido esta vez, se rio sin ganas y volvió a contemplar su jarra. “Tal vez si te cortas una mano, pero por un dedo, solo te dirán que eres un estúpido que merece morir antes que los demás menos estúpidos que tú…” Cal enchuecó la boca en un gesto de desaliento, con un dedo estaba dispuesto, pero una mano entera… eso era demasiado. “Estamos jodidos.” Sentenció.



Falena continuó su camino hacia Bosgos, mientras el viejo Sagistán y el hombre de la pierna de hierro se miraban, descifraban y evaluaban mutuamente y ambos eran experimentados en ello. “Hijo, por qué no me ayudas, ¿sí? No es fácil para un viejo como yo subir a un caballo sin montura.” Pidió el abuelo con tono humilde y gesto adolorido y Cherman no dudó en desmontar y asistirlo, él era un hombre amable, y más si se le pedían las cosas de esa manera, pero también, porque quería saber quién era esa muchacha. Era la segunda vez que la veía y algo muy raro había en ella. “¿Por qué?” Preguntó el abuelo ya desde la cima de su caballo, Cherman no sabía el porqué, era solo que podía ver que esa muchacha no era una chica ordinaria. “Vamos, hijo. Mi casa no está lejos. Comamos algo.” Le invitó Sagistán.



Tú eres rimoriano, ¿verdad, hijo?” Afirmó el abuelo, poniendo sobre la pequeña mesa de su patio un plato con ciruelas secas y otro con habas hervidas. La respuesta fue casi imperceptible, pero suficiente para el abuelo que sonrió satisfecho. “Como mi padre solía decir, puedes ocultar quién eres pero no de dónde eres.” Dijo, Sentándose a la mesa con una jarra de jugo de manzana ligeramente fermentado y dos vasos. “Yo alguna vez fui rimoriano también, ¿lo imaginas? Aunque la mayor parte de mi vida la he vivido aquí, en Cízarin…” Dijo Sagistán, sirviendo los vasos. A Cherman le admiraba la familiaridad con la que el viejo le trataba, pero no le resultaba incómoda, más bien curiosa. “Dejé Rimos siendo bastante joven y jamas volví, como si me hubiese ido muy lejos.” Rio el viejo de su propio comentario, pero luego se justificó. “Me peleé con mi hermano, ya sabes como es eso. Pensé que después de un tiempo beberíamos algo, hablaríamos y todo se olvidaría, pero nunca fue así.” Sagistán se metió un par de habas gordas en la boca. “Y tú, ¿tienes hermanos?” Preguntó el viejo, entre masticadas. Cherman negó con la cabeza. “Tuve una hermana, murió a los nueve años de la fiebre mata-niños. Ese fue un mal año, poca comida, animales flacos, todos estábamos débiles y hambrientos. La fiebre se llevó a casi todos los niños de la aldea.” El viejo lamentó oír aquello y Cherman agregó. “Para entonces, yo tenía unos quince o dieciséis años, mi padre también ya estaba muerto de una infección que no pudo vencer y mi madre y yo vivíamos con mi abuelo. Al año siguiente yo perdí mi pierna cuando un tronco me la aplastó, también estuve cerca de la muerte, como una maldición familiar, pero mi madre y mi abuelo no me dejaron ir.” Sagistán estaba serio. “¿Qué aldea era esa, hijo?” Cherman escupió los cuescos de un par de ciruelas y respondió que solo se trataba de una aldea de leñadores en las partes más altas de Rimos. En ese momento, el viejo Sagistán ya no comía ni bebía nada, solo escuchaba. “¿Cómo se llamaba tu padre, hijo?” Cherman lo miró divertido, como si de pronto y sin razón alguna, todo se hubiese vuelto demasiado serio. “Bazarán” Respondió. El viejo apretó los labios y por un segundo pareció que iba a soltar una lágrima. “Y ese condenado mal nacido, ¿nunca te habló de tu tío Sagistán?” Cherman se mostró incrédulo. Negó con la cabeza. “Nunca oí de ti antes.” Confesó, e iba a hacer un par de preguntas pero el viejo se le adelantó. “Eres soldado, ¿verdad? Puedo reconocer lo que el entrenamiento hace con las personas, con sus posturas y ademanes, además, vi la espada en tu caballo. ¿Por qué te hiciste soldado?” Preguntó, como retándolo. “Yo quería hacerlo, siempre quise, aunque para mi madre y mi abuelo esa era una idea muy tonta. Entonces pasó lo de mi pierna, tenía pocas esperanzas de empuñar una espada algún día, pero después de eso, ya no tenía ninguna.” Dijo, y mientras secaba su vaso de un trago, el viejo lo animó a continuar. “Entonces un día llegó mi abuelo, con una pierna de hierro en una mano y una espada de verdad en la otra y me llevó en dos años desde mi lecho, donde no era más que un inútil decepcionado de sí mismo, hasta las puertas del mismísimo ejército de Rimos.” “Ese era el señor Argán, ¿verdad? Tu abuelo.” Apuntó el viejo, y añadió. “Era un buen hombre y el mejor carpintero que yo haya visto, pero no era soldado.” Cherman se mostró extrañado y complacido de que conociera a su abuelo. “No, no lo era, pero era un hombre tenaz, y si él decidía que yo debía ser soldado antes que un inútil cojo por el que todos sienten lástima, nada en el mundo lo detendría. ¿En verdad tú eres mi tío?” Preguntó, tomando finalmente esa idea como posible. “Pregúntale a tu padre.” Respondió el viejo con falso resentimiento, y luego de algunos segundos de silencio, continuó. “Bazarán era mi hermano menor, él y yo durante mucho tiempo planeamos salir de esa aldea, buscarnos un futuro mejor en otra parte, pero justo el último día, él decide que no se va a ningún lado y dejarme solo, para quedarse con una chica… una chica que en ese momento, era la muchacha más caprichosa que hayas conocido. Sí, tú madre era una encantadora jovencita muy antojadiza, que se la ponía muy difícil a sus pretendientes con sus juegos. Entonces nos peleamos como nunca lo habíamos hecho antes, yo no cambiaría mis planes por él, y él no dejaría a esa chica por mí. Fin de la historia. Ese día yo me fui sin despedirme ni mirar atrás y él no hizo nada por intentar detenerme. Ni siquiera me deseó buena suerte.” Cherman se quedó procesando todo eso en silencio por unos segundos, para luego preguntar. “¿Cómo supiste que yo era tu sobrino?” “¿Cómo podría saberlo? Tú querías saber sobre esa muchacha del camino, dijiste que no te parecía una chica ordinaria, por eso estamos aquí, porque no te equivocas.” El viejo llenó los vasos y levantó el suyo como si pretendiera brindar. “El hijo de Bazarán en mi casa. ¡Quién lo diría!”


León Faras.

martes, 13 de agosto de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXXVIII.



Cípora caminaba con la cara afligida, mordiéndose las uñas de una mano y abrazándose el vientre a sí misma con la otra, como si una preocupación muy grande le royera no solo los sesos, sino también las tripas. Se acercó a Lorina que con muda devoción terminaba de afeitar la cabeza de Costia, el cual ya no quería levantar la mirada del suelo ni a la sombra para no dañarse los ojos. “Ya lo tienes bajo control, ¿eh?” Le dijo con una sonrisa amarga y condescendiente, exactamente igual como la que su madre le daba desde su lecho de muerte. ¡Como si fuese ella la que se iba a morir y no su madre! Lorina apenas le echó un vistazo de medio segundo y siguió con su tarea. Cípora apagó la sonrisa, pero no la amargura. Conocía a su amiga más que nadie y ella no era así con los hombres, ella era parlanchina, respondona, quejumbrosa y distraída, por el contrario, ahora la veía sumisa, silenciosa y concentrada, incluso amorosa, y el cambio era demasiado fuerte. Ella venía a decirle que Nina estaba impaciente, preguntándose por qué Lorina estaba tratando los piojos a un hombre al que de todos modos iban a matar, si podían perfectamente quemar esos bichos junto con todo el resto de su cuerpo, como todos los demás cadáveres, pero no le dijo nada de eso. “Él no tenía piojos, ¿verdad, Lori?” Lorina le echó un vistazo apenas mayor que el anterior y negó con un muy leve movimiento de la cabeza. “Solo era un poco de Urticario.” Susurró. Cípora volvió a sonreír, pero esta vez su sonrisa era más bien dolorosa. Se acuclilló junto a ella. “¿Qué piensas hacer?” Lorina estiraba una tarea que hace rato hubiese terminado de haber querido. Se encogió de hombros con la fugacidad de un espasmo, y Cípora se llevó la mano a la frente con aflicción y un suspiro, como si se temiera algo muy grave pero que es preciso afrontar. “Nina no lo va a aprobar…” Advirtió, a pesar de que, probablemente, Lorina ya sabía eso y por eso era que se tardaba tanto. “Vas a tener que ocultarlo y decirle a Nina que te distrajiste por un segundo y se te escapó…” Conspiró Cípora, y Lorina la miró como si acabara de leerle la mente. “En el campo hay muchos agujeros y casuchas que usan los pastores como refugio…” Continuó Cipo, aleccionando a su amiga pero sin prestarle ni la más mínima atención al hombre del que hablaban. “Pueden ocultarse en uno de esos, con todo este embrollo, todo el mundo tiene algo mejor que hacer y nadie se preocupará de buscarlos.” La mujer echó un vistazo sumamente sospechoso en todas direcciones, y continuó:Luego tienen que irse de aquí por la noche, lejos. Ah, pero consigue un caballo, o no llegarás muy lejos con esa pata coja.” Le recomendó sin remilgos de los que Cípora carecía y Lorina ignoraba. La mujer iba a continuar dándole instrucciones específicas sobre lo que tenía que llevar y lo que no era necesario en huidas como esas, cuando la voz de Nina sonó a algunos metros tras sus espaldas. “¿Qué hacen?” Preguntó su jefa. Ambas mujeres se pararon de un salto, como si se hubiesen quemado el trasero de pronto, e iban a dar una muy buena respuesta que no dejara lugar a dudas, pero entonces la sorpresiva carrera de Costia, desesperada y casi a ciegas, chocándose con todo a su paso, las dejó con las palabras en la boca. “Se escapó.” Comentó Lorina varios segundos después, señalando la dirección con el pulgar y sintiéndose tonta al hacerlo, y más con la mirada de Nina, que con sus manos en la cintura, parecía una severa maestra de escuela ante el más bruto de sus alumnos, pero Cípora estaba ahí para restarle importancia al asunto, disipándolo todo con las manos, como si solo se tratara de un poco de polvo y un par de moscas. “Bueno, ya está. Se morirá de algo por ahí de todos modos, no volverá, y si vuelve, pues entonces ahí lo cogemos, lo matamos y listo. Si de todos modos, y con tanta gente muerta al rededor, las ganas de matar a alguien no pueden ser tan grandes.” Concluyó.



Gina canta, y no hay nadie que tenga la capacidad de ignorarla o la arrogancia para aburrirse de su voz, y mientras canta, el más pequeño de sus hijos se adormece en los brazos de Grisélida, a la que ya llama abuela, porque el mocoso rápidamente comprendió que podía conseguir de la vieja casi cualquier cosa si así lo hacía. Nazli llevaba el negocio con mano segura, manteniendo todo en su sitio y bajo su atenta mirada y la vieja dueña se sentía satisfecha con eso.¿Por qué demonios se llama la descorazonada este sitio?” Preguntó Nazli de pronto y sin venir a cuento de nada, como esas dudas maduradas durante tanto tiempo que, llegado el momento, caen solas y sin apenas la ayuda de nadie. Grisélida sonrió como sonríen los viejos cuando quieren presumir de su sabiduría y experiencia y le habló sobre cuando ella era joven y su madre aún vivía. En ese tiempo conoció a un joven de su misma edad o más o menos, que era el hijo de un curador de carne ignorante y grosero que vendía con gritos destemplados sus productos en la calle por la que ella solía transitar, a ella no le agradaba nada ese viejo, pero el joven era todo lo contrario, él era amable, divertido, incluso culto, porque era un hombre curioso con verdaderas ansias de saber más que un simple oficio para ganarse la vida. “Yo le entregué el corazón a ese hombre sin que me lo pidiera y él simplemente se lo llevó.” Confesó la vieja, con los sentimientos aún vivos a pesar de los años, y continuó. “Nunca pude amar a nadie másno como a él. Gorman lo intentó en su momento, vaya que lo hizo, pero yo no pude quererlo de la misma manera, y entonces comenzó a llamarme la Descorazonada y yo llamé así a este lugar para cerrarle la boca.” “Ese hombre del que hablas… ¿te rompió el corazón, acaso?” Preguntó Pidras con gravedad, que escuchaba atento desde su lugar en la cocina la historia de la vieja, de la que nunca se había oído hablar antes. “No… yo me engañé sola. Él nunca me prometió nada, jamás se interesó en mí ni en nadie más que yo supiera, a él solo le preocupaba saber cosas… esas cosas por las que nadie se preocupa, a él sí le interesaban.” La vieja sonrió en un dulce recuerdo ya sin intenciones de disimular ni guardarse nada dentro. “Recuerdo cuando intentaba explicarme por qué las cosas son de cierto color algunas y de cierto color otras… ¿Se imaginan? ¿Quién se pregunta algo así? Pero para él, eso era algo interesante, un lenguaje secreto que debía ser descifrado. Yo no le entendía mucho, pero podía pasarme horas solo escuchándolo.” Su cara lo decía todo, esa mujer todavía amaba a ese hombre. Cuando emergió de sus recuerdos y se dio cuenta de que se había perdido en ellos por un rato, sonrió nuevamente, como quien es atrapado en medio de una travesura y reveló al fin lo que todos estaban esperando. “Su nombre era Duma.”


León Faras.