lunes, 17 de febrero de 2025

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

89.



“…Los Tronadores que perdió en el ataque, Cízarin los quiere de vuelta y Bosgos no está dispuesto a dárselos. Los conserva como un trofeo.” Explicó Pidras, una vez controlada la emoción de encontrarse con una leyenda como Cherman en su negocio. “Cego envió a sus dos hijos allá para averiguar todo lo necesario sobre el trabajo… aunque no sé qué pidió a cambio; debe haber sido algo gordo, o no se habría involucrado.” Agregó, alargando la barbilla hacia afuera.De hecho, me sorprende que haya aceptado.” Comentó Sagistán, hurgándose la barba. “¡Eso digo yo!” Gritó Pidras. “Porque antes estaba dispuesto a derramar hasta la última gota de sangre jazzabariana por evitarlo.” “Pero si Cízarin quiere sus cosas de vuelta, ¿por qué no va él mismo a buscarlas?” Preguntó Cherman, quién apenas entendía de todo lo que se estaba hablando. “Jazzabar es Cízarin también.” Respondió Nazli, y añadió. “No debemos olvidar eso.” “El rey no quiere que olvidemos eso.” Señaló Pidras, con un aire de sabiduría que le quedaba muy raro.



Darlén tomó una vara de leña seca y se dejó llevar por su instinto de maga, con ella tocó un gran peñasco de roca viva y oscura que brotaba de la tierra como si alguna vez hubiese pretendido huir de ella y de inmediato sintió la atracción entre ambos, una atracción que se manifestaba a través de ella y gracias a ella y que podía graduar si se lo proponía. Cerró los ojos y se enfocó en esa atracción murmurando en lenguas que conocía de niña sin que nadie se las hubiera enseñado nunca, hasta sentir como el palo se adhería a la piedra hasta volverse difícil de despegar, entonces comenzó a jalar de él, extrayendo un cordón tenso y luminoso que la mujer no pudo evitar admirar y temer al mismo tiempo, temor que supo dominar de inmediato para mantenerse concentrada, entonces, el palo en su mano comenzó a soltar un hilo de humo denso y azulado, hasta que la mujer comprendió que era tiempo de desprenderlo, con un poco de fuerza pero sin brusquedad jaló de él hasta que el cordón se cortó y su vara se había convertido en una pequeña antorcha que según le parecía, tenía la más hermosa llama del mundo. Estaba tan orgullosa de sí misma que por poco se pierde en él y olvida su propósito, que era encender una fogata, una como cualquier otra, pero que para ella sería simplemente maravillosa y de la que estaría encantada de presumir, si tan solo tuviera con quién en ese momento. Eso había sido magia de verdad.



Si Cego se entera, te asesinará con sus propias manos, como a un pollo.” Amenazó Yan. “Pues no tiene por qué saberlo, si tú no se lo dices.” Replicaba Bacho, ya casi completamente a oscuras de no ser por la luna llena que había salido temprano esa noche y los escoltaba, cuando la luz de una fogata apareció a un lado del camino. Se acercaron a ella sin sigilo para no alarmar a los dos hombres que pernoctaban allí, como lo hace la gente decente que no trama nada malo, pero el mayor de ellos, al reconocer a Bacho, se puso de pie de un salto con garrote en mano dispuesto a defenderse. “¡Tú! ¿Qué quieres? ¿Vienes a robarnos de nuevo?” Bacho puso cara de hastío, como si tuviera que lidiar con el mismo asunto una y otra vez. “Tranquilo, abuelo, solo quisiéramos compartir tu fuego… mira.” Y como gesto de buena fe, le ofreció un trago de su pellejo de vino, que por supuesto, el viejo rechazó categórico. “¡Aleja eso de mí! ¿Acaso quieres envenenarme también?” Entonces, Yan intervino, agarrando el pellejo y echándose un trago de él para demostrar que nadie estaba tratando de envenenar a nadie y que podía beberse un trago si quería. “Mientras yo esté aquí, tú estarás a salvo.” Le aseguró, procurando verse y sonar convincente e instalándose junto al otro tipo que siendo más joven se veía un poco aletargado. “¿Y a este qué le pasa? Solo falta que se le caiga la baba.” Señalo, preocupado. El viejo renunció a su actitud hostil y aceptó el pellejo de vino. “Es la medicina que le dan en Bosgos para el dolor de muela… lo deja como idiota por un buen rato.” Explicó. “Yo solo conocí esta…” Afirmó Bacho, enseñando su puño, y añadió luego, como justificándose. “Después de una buena paliza, o te olvidas del dolor… o de las muelas.” Pero antes de que pudieran replicarle algo, un ruido sigiloso, allí donde la luna no alcanzaba a espiar, se deslizó entre los árboles y sobre la hojarasca, seguramente algún animal rastrero, pero aun así todos se pusieron en guardia, menos el idiota. Un ronquido tenue y prolongado los hizo ponerse aún más alertas. Ese no era cualquier animal rastrero. Yan Vanyán escudriñó la oscuridad llevándose una mano a la sien, como si esto le ayudara a ver mejor de alguna manera. “Sea lo que sea, se oculta muy bien…” Señaló con gravedad. El crujido de una rama volvió a llamar su atención, pero esta vez venía desde otro sitio del bosque, como si estuvieran empezando a ser rodeados poco a poco. Entonces, el viejo, con el garrote en una mano, agarró una antorcha de la fogata y con ella por delante se adentró en el bosque; Bacho, con su cuchillo bien empuñado, aguzaba sus sentidos como un perro de caza ante una potencial presa, mientras su compañero, desarmado, movía las palmas de las manos en todas direcciones como si pudiera percibir algo con ellas. El idiota seguía inmutable.



El ataque fue limpio y violento como el golpe del decapitador. El viejo apenas alcanzó a soltar un gritito ahogado antes de desaparecer en la oscuridad, la antorcha salió volando y no tocó el suelo hasta que todo ya había terminado. Yan, quien solo pudo oír el ataque, pero no vio nada, quiso salir en auxilio del desdichado desconocido, honrando su promesa de que nada le sucedería en su presencia, pero Bacho, quien sí había logrado ver algo, lo sujetó con ruda urgencia, haciendo uso de su superioridad muscular. “¿Adonde crees que vas, maldito loco? Hay que salir de aquí ahora mismo.” Y ante la insistencia del otro, debió soltarle una buena palmada en la nuca, como la que se le da a los rapaces insolentes. “¿Acaso quieres hacerme enojar? ¡Monta tu maldito caballo ahora mismo!” Y lo amenazó con otro golpe de revés antes de que siquiera insinuara el más mínimo desacuerdo. Yan podía rebelarse ante cualquiera, pero a Bacho lo respetaba como a un hermano mayor. Se fueron de allí azotando los caballos, y dejando al idiota tal y como estaba.



La antorcha pudo haber causado uno de esos incendios que tardan meses en saciar su voraz apetito, pero de puro capricho, cayó sobre un nido de rocas estéril donde se durmió en silencio.


León Faras.


domingo, 2 de febrero de 2025

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

88.



Ya terminaba el día, las gentes de Jazzabar ya se habían dispersado por el puerto regresando a sus lugares de costumbre, solo sus más cercanos acompañaban a Cegarra a esa hora, entre ellos Garma, quien se había convertido en un buen amigo. “¿Estás seguro de que es una buena idea?” Le preguntó, mientras veían a Bacho y a Yan Vanyán alejarse juntos a caballo, tirándose manotazos y puntapiés como niños, entre risotadas mezcladas con insultos infantiles. “Han sido así desde siempre, como perros que se demuestran su afecto con forcejeos y mordiscos, pero harán bien el trabajo, de eso no tengo duda.” Y luego de una corta reflexión, añadió en tono melancólico. “Ambos son como mis hijos.” Tanto Prato como Garma, lo miraron como a alguien que ha comenzado a hablar estupideces pero no puedes decirle nada por respeto, aunque Garma sí lo hizo. “Pensé que Bacho sí era tu hijo.” Cegarra hizo gesto de resignación, como cuando las cosas son de una manera pero se sienten de otra. “Sí, bueno, él llegó un día diciéndome que yo era su padre y mandándome al carajo por serlo. No lo vi nacer como a mis hijas, no lo crie, no se parece en nada a mí, pero lo quiero como a mi hijo. Y Yan… él llegó al puerto de niño, solo, sucio, descalzo y cubierto de piojos de pies a cabeza, apenas hablaba, no conocía su propio nombre… lo llamamos el Mugre durante mucho tiempo… ya sabes, de broma.” Cego le sonrió a uno de sus propios recuerdos por un rato. “Era despierto, para cuando nos dimos cuenta de que estaba chiflado, ya se había ganado el cariño de todos.”



Emma no había tardado ni un día en tomar su espada del escondite donde su padre la puso y guardarla en su propio escondite, porque a ella no le importaba si había pertenecido a un súper inmortal de Rimos, a un traidor o al santo rey de Culimilla, ahora era suya por derecho y no le apetecía renunciar a ella, además, se moría de ganas de presumirla con alguien al que le interesara un poco estas cosas y claramente Falena era una candidata perfecta para ello. El lugar estaba en ruinas, había sido una casa con un refugio para las cabras y su alimento alguna vez, pero ahora, después de la visita de los Tronadores, no era ni una cosa ni la otra. “Era la casa de Norba, ¿te acuerdas? Ella y su madre murieron aquí… Una por el derrumbe y la otra de puro susto.” Explicó la chica, con incómoda naturalidad. Era el principio del ocaso, el sitio parecía una cueva con un agujero por el que se veía el cielo, una que, por cierto, estaba dispuesta a venirse abajo con el más mínimo escalofrío que le diera a la tierra en el espinazo, pero Emma era de esas personas que están demasiado ocupadas mentalmente, como para preocuparse por cualquier amenaza que no fuera inminente. Encendió un fuego con sospechosa rapidez, como quien tiene todo preparado de antemano, y el lugar se iluminó como un sitio definitivamente preparado desde antes, con improvisadas repisas y pequeños taburetes hechos de escombros. Buscaba su tesoro escondido, cuando una voz rasposa de vieja malhumorada se oyó desde afuera. “¿Quién está ahí?” “¡Nadie!” Respondió Emma, contrariada. “¿Eres tú, Luana?” “Sí.” Volvió a responder Emma. “Está bien, pero no hagas que tus padres se preocupen.” Replicó la vieja, conforme. Emma, no le contestó a la mujer, pero sí a los chicos que la miraban con infinitas dudas en el rostro. Le he dicho mil veces que ese no es mi nombre, pero ella no me escucha.” Se justificó la chica, con un marcado gesto de fastidio en el rostro, pero eso se le pasó pronto, una vez que sacó su tesoro envuelto en tela de un recoveco especialmente acondicionado para él, y lo posó en el suelo con más cuidados y mimos que a su propio bebé, si tuviera uno, claro, para luego abrir las telas con ceremonia, como se hacen las cosas importantes. Falena jamás había visto en toda su vida una espada tan brillante como esa, ni siquiera a plena luz del día, tampoco sabía que el metal pudiera pulirse a tal nivel. Más que un arma, parecía una obra de arte. “Se llama Malagonía.” La presentó, tal como lo haría una madre orgullosa con su primer hijo. Brelio tampoco había tenido oportunidad de verla antes, y aunque él no sabía mucho sobre espadas, ver una como esa, con la hoja cubierta de pinchos hasta los gavilanes, era algo digno de apreciar. Falena la tomó en sus manos para admirarla, pero con todo el respeto y cuidado que su dueña exigía, como si se tratara de una delicada pieza de cristal. El mango le parecía exageradamente largo, aunque el huevo de gallina en el pomo era todo un detalle. Sin duda era un arma hermosa. “¿Tú la llamaste así?” “Sí.” Mintió la chica. “Es genial, ¿verdad?” Agregó, con una sonrisa de puro orgullo.



Darlén no había hecho nada realmente asombroso en todo este tiempo fuera, sí, había encontrado un morral abandonado colgado de un árbol con un par de cosas útiles y también algunas bayas agridulces de las que se había alimentado, y que podían haber aparecido en su camino gracias a la magia interna que la guiaba, pero no lo pensaba así, más bien se sentía como buena suerte moderada o una afortunada casualidad, como la que le puede suceder a cualquiera… al menos no se había roto una pierna, todavía. Sin embargo, caía la noche y su gran problema se presentaba de nuevo: el fuego. Circe le había dicho una vez que el fuego era inmune a la magia, que estaba por encima de este mundo, que un día había caído del cielo dejando su semilla aquí, y ella, en su afán por valérselas por sí misma, no había llevado ni lo más mínimo para encender una fogata. Era curioso, porque para ella, desde que era una niña pensaba que el fuego en sí mismo era mágico, porque, ¿cómo podía existir algo así? Algo tan vivo pero sin vida a la vez, además, ella había invocado el fuego antes, por supuesto que no quería que le cayera un rayo sobre su cabeza solo para encender una triste fogata, eso era aterrador, pensó, pero entonces comprendió el verdadero propósito de su viaje, hasta ahora ella no había actuado más que con miedo, el miedo a su propio poder y eso la cohibió todo este tiempo, debía actuar con humildad y respeto, porque la arrogancia era una caída libre en la que era inevitable estrellarse contra el suelo, y eso no se lo enseñó Circe, sino su padre, pero nunca con miedo, porque este no era más que un estorbo la mayor parte del tiempo. Entonces pensó, si fuera fuego, ¿dónde dejaría su semilla? No en la madera o se consumiría, no en la tierra que lo absorbería, solo podía ser en el metal o en la roca más dura.


León Faras.