89.
“…Los Tronadores que perdió en el ataque, Cízarin los quiere de vuelta y Bosgos no está dispuesto a dárselos. Los conserva como un trofeo.” Explicó Pidras, una vez controlada la emoción de encontrarse con una leyenda como Cherman en su negocio. “Cego envió a sus dos hijos allá para averiguar todo lo necesario sobre el trabajo… aunque no sé qué pidió a cambio; debe haber sido algo gordo, o no se habría involucrado.” Agregó, alargando la barbilla hacia afuera. “De hecho, me sorprende que haya aceptado.” Comentó Sagistán, hurgándose la barba. “¡Eso digo yo!” Gritó Pidras. “Porque antes estaba dispuesto a derramar hasta la última gota de sangre jazzabariana por evitarlo.” “Pero si Cízarin quiere sus cosas de vuelta, ¿por qué no va él mismo a buscarlas?” Preguntó Cherman, quién apenas entendía de todo lo que se estaba hablando. “Jazzabar es Cízarin también.” Respondió Nazli, y añadió. “No debemos olvidar eso.” “El rey no quiere que olvidemos eso.” Señaló Pidras, con un aire de sabiduría que le quedaba muy raro.
Darlén tomó una vara de leña seca y se dejó llevar por su instinto de maga, con ella tocó un gran peñasco de roca viva y oscura que brotaba de la tierra como si alguna vez hubiese pretendido huir de ella y de inmediato sintió la atracción entre ambos, una atracción que se manifestaba a través de ella y gracias a ella y que podía graduar si se lo proponía. Cerró los ojos y se enfocó en esa atracción murmurando en lenguas que conocía de niña sin que nadie se las hubiera enseñado nunca, hasta sentir como el palo se adhería a la piedra hasta volverse difícil de despegar, entonces comenzó a jalar de él, extrayendo un cordón tenso y luminoso que la mujer no pudo evitar admirar y temer al mismo tiempo, temor que supo dominar de inmediato para mantenerse concentrada, entonces, el palo en su mano comenzó a soltar un hilo de humo denso y azulado, hasta que la mujer comprendió que era tiempo de desprenderlo, con un poco de fuerza pero sin brusquedad jaló de él hasta que el cordón se cortó y su vara se había convertido en una pequeña antorcha que según le parecía, tenía la más hermosa llama del mundo. Estaba tan orgullosa de sí misma que por poco se pierde en él y olvida su propósito, que era encender una fogata, una como cualquier otra, pero que para ella sería simplemente maravillosa y de la que estaría encantada de presumir, si tan solo tuviera con quién en ese momento. Eso había sido magia de verdad.
“Si Cego se entera, te asesinará con sus propias manos, como a un pollo.” Amenazó Yan. “Pues no tiene por qué saberlo, si tú no se lo dices.” Replicaba Bacho, ya casi completamente a oscuras de no ser por la luna llena que había salido temprano esa noche y los escoltaba, cuando la luz de una fogata apareció a un lado del camino. Se acercaron a ella sin sigilo para no alarmar a los dos hombres que pernoctaban allí, como lo hace la gente decente que no trama nada malo, pero el mayor de ellos, al reconocer a Bacho, se puso de pie de un salto con garrote en mano dispuesto a defenderse. “¡Tú! ¿Qué quieres? ¿Vienes a robarnos de nuevo?” Bacho puso cara de hastío, como si tuviera que lidiar con el mismo asunto una y otra vez. “Tranquilo, abuelo, solo quisiéramos compartir tu fuego… mira.” Y como gesto de buena fe, le ofreció un trago de su pellejo de vino, que por supuesto, el viejo rechazó categórico. “¡Aleja eso de mí! ¿Acaso quieres envenenarme también?” Entonces, Yan intervino, agarrando el pellejo y echándose un trago de él para demostrar que nadie estaba tratando de envenenar a nadie y que podía beberse un trago si quería. “Mientras yo esté aquí, tú estarás a salvo.” Le aseguró, procurando verse y sonar convincente e instalándose junto al otro tipo que siendo más joven se veía un poco aletargado. “¿Y a este qué le pasa? Solo falta que se le caiga la baba.” Señalo, preocupado. El viejo renunció a su actitud hostil y aceptó el pellejo de vino. “Es la medicina que le dan en Bosgos para el dolor de muela… lo deja como idiota por un buen rato.” Explicó. “Yo solo conocí esta…” Afirmó Bacho, enseñando su puño, y añadió luego, como justificándose. “Después de una buena paliza, o te olvidas del dolor… o de las muelas.” Pero antes de que pudieran replicarle algo, un ruido sigiloso, allí donde la luna no alcanzaba a espiar, se deslizó entre los árboles y sobre la hojarasca, seguramente algún animal rastrero, pero aun así todos se pusieron en guardia, menos el idiota. Un ronquido tenue y prolongado los hizo ponerse aún más alertas. Ese no era cualquier animal rastrero. Yan Vanyán escudriñó la oscuridad llevándose una mano a la sien, como si esto le ayudara a ver mejor de alguna manera. “Sea lo que sea, se oculta muy bien…” Señaló con gravedad. El crujido de una rama volvió a llamar su atención, pero esta vez venía desde otro sitio del bosque, como si estuvieran empezando a ser rodeados poco a poco. Entonces, el viejo, con el garrote en una mano, agarró una antorcha de la fogata y con ella por delante se adentró en el bosque; Bacho, con su cuchillo bien empuñado, aguzaba sus sentidos como un perro de caza ante una potencial presa, mientras su compañero, desarmado, movía las palmas de las manos en todas direcciones como si pudiera percibir algo con ellas. El idiota seguía inmutable.
El ataque fue limpio y violento como el golpe del decapitador. El viejo apenas alcanzó a soltar un gritito ahogado antes de desaparecer en la oscuridad, la antorcha salió volando y no tocó el suelo hasta que todo ya había terminado. Yan, quien solo pudo oír el ataque, pero no vio nada, quiso salir en auxilio del desdichado desconocido, honrando su promesa de que nada le sucedería en su presencia, pero Bacho, quien sí había logrado ver algo, lo sujetó con ruda urgencia, haciendo uso de su superioridad muscular. “¿Adonde crees que vas, maldito loco? Hay que salir de aquí ahora mismo.” Y ante la insistencia del otro, debió soltarle una buena palmada en la nuca, como la que se le da a los rapaces insolentes. “¿Acaso quieres hacerme enojar? ¡Monta tu maldito caballo ahora mismo!” Y lo amenazó con otro golpe de revés antes de que siquiera insinuara el más mínimo desacuerdo. Yan podía rebelarse ante cualquiera, pero a Bacho lo respetaba como a un hermano mayor. Se fueron de allí azotando los caballos, y dejando al idiota tal y como estaba.
La antorcha pudo haber causado uno de esos incendios que tardan meses en saciar su voraz apetito, pero de puro capricho, cayó sobre un nido de rocas estéril donde se durmió en silencio.
León Faras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario