domingo, 2 de febrero de 2025

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

88.



Ya terminaba el día, las gentes de Jazzabar ya se habían dispersado por el puerto regresando a sus lugares de costumbre, solo sus más cercanos acompañaban a Cegarra a esa hora, entre ellos Garma, quien se había convertido en un buen amigo. “¿Estás seguro de que es una buena idea?” Le preguntó, mientras veían a Bacho y a Yan Vanyán alejarse juntos a caballo, tirándose manotazos y puntapiés como niños, entre risotadas mezcladas con insultos infantiles. “Han sido así desde siempre, como perros que se demuestran su afecto con forcejeos y mordiscos, pero harán bien el trabajo, de eso no tengo duda.” Y luego de una corta reflexión, añadió en tono melancólico. “Ambos son como mis hijos.” Tanto Prato como Garma, lo miraron como a alguien que ha comenzado a hablar estupideces pero no puedes decirle nada por respeto, aunque Garma sí lo hizo. “Pensé que Bacho sí era tu hijo.” Cegarra hizo gesto de resignación, como cuando las cosas son de una manera pero se sienten de otra. “Sí, bueno, él llegó un día diciéndome que yo era su padre y mandándome al carajo por serlo. No lo vi nacer como a mis hijas, no lo crie, no se parece en nada a mí, pero lo quiero como a mi hijo. Y Yan… él llegó al puerto de niño, solo, sucio, descalzo y cubierto de piojos de pies a cabeza, apenas hablaba, no conocía su propio nombre… lo llamamos el Mugre durante mucho tiempo… ya sabes, de broma.” Cego le sonrió a uno de sus propios recuerdos por un rato. “Era despierto, para cuando nos dimos cuenta de que estaba chiflado, ya se había ganado el cariño de todos.”



Emma no había tardado ni un día en tomar su espada del escondite donde su padre la puso y guardarla en su propio escondite, porque a ella no le importaba si había pertenecido a un súper inmortal de Rimos, a un traidor o al santo rey de Culimilla, ahora era suya por derecho y no le apetecía renunciar a ella, además, se moría de ganas de presumirla con alguien al que le interesara un poco estas cosas y claramente Falena era una candidata perfecta para ello. El lugar estaba en ruinas, había sido una casa con un refugio para las cabras y su alimento alguna vez, pero ahora, después de la visita de los Tronadores, no era ni una cosa ni la otra. “Era la casa de Norba, ¿te acuerdas? Ella y su madre murieron aquí… Una por el derrumbe y la otra de puro susto.” Explicó la chica, con incómoda naturalidad. Era el principio del ocaso, el sitio parecía una cueva con un agujero por el que se veía el cielo, una que, por cierto, estaba dispuesta a venirse abajo con el más mínimo escalofrío que le diera a la tierra en el espinazo, pero Emma era de esas personas que están demasiado ocupadas mentalmente, como para preocuparse por cualquier amenaza que no fuera inminente. Encendió un fuego con sospechosa rapidez, como quien tiene todo preparado de antemano, y el lugar se iluminó como un sitio definitivamente preparado desde antes, con improvisadas repisas y pequeños taburetes hechos de escombros. Buscaba su tesoro escondido, cuando una voz rasposa de vieja malhumorada se oyó desde afuera. “¿Quién está ahí?” “¡Nadie!” Respondió Emma, contrariada. “¿Eres tú, Luana?” “Sí.” Volvió a responder Emma. “Está bien, pero no hagas que tus padres se preocupen.” Replicó la vieja, conforme. Emma, no le contestó a la mujer, pero sí a los chicos que la miraban con infinitas dudas en el rostro. Le he dicho mil veces que ese no es mi nombre, pero ella no me escucha.” Se justificó la chica, con un marcado gesto de fastidio en el rostro, pero eso se le pasó pronto, una vez que sacó su tesoro envuelto en tela de un recoveco especialmente acondicionado para él, y lo posó en el suelo con más cuidados y mimos que a su propio bebé, si tuviera uno, claro, para luego abrir las telas con ceremonia, como se hacen las cosas importantes. Falena jamás había visto en toda su vida una espada tan brillante como esa, ni siquiera a plena luz del día, tampoco sabía que el metal pudiera pulirse a tal nivel. Más que un arma, parecía una obra de arte. “Se llama Malagonía.” La presentó, tal como lo haría una madre orgullosa con su primer hijo. Brelio tampoco había tenido oportunidad de verla antes, y aunque él no sabía mucho sobre espadas, ver una como esa, con la hoja cubierta de pinchos hasta los gavilanes, era algo digno de apreciar. Falena la tomó en sus manos para admirarla, pero con todo el respeto y cuidado que su dueña exigía, como si se tratara de una delicada pieza de cristal. El mango le parecía exageradamente largo, aunque el huevo de gallina en el pomo era todo un detalle. Sin duda era un arma hermosa. “¿Tú la llamaste así?” “Sí.” Mintió la chica. “Es genial, ¿verdad?” Agregó, con una sonrisa de puro orgullo.



Darlén no había hecho nada realmente asombroso en todo este tiempo fuera, sí, había encontrado un morral abandonado colgado de un árbol con un par de cosas útiles y también algunas bayas agridulces de las que se había alimentado, y que podían haber aparecido en su camino gracias a la magia interna que la guiaba, pero no lo pensaba así, más bien se sentía como buena suerte moderada o una afortunada casualidad, como la que le puede suceder a cualquiera… al menos no se había roto una pierna, todavía. Sin embargo, caía la noche y su gran problema se presentaba de nuevo: el fuego. Circe le había dicho una vez que el fuego era inmune a la magia, que estaba por encima de este mundo, que un día había caído del cielo dejando su semilla aquí, y ella, en su afán por valérselas por sí misma, no había llevado ni lo más mínimo para encender una fogata. Era curioso, porque para ella, desde que era una niña pensaba que el fuego en sí mismo era mágico, porque, ¿cómo podía existir algo así? Algo tan vivo pero sin vida a la vez, además, ella había invocado el fuego antes, por supuesto que no quería que le cayera un rayo sobre su cabeza solo para encender una triste fogata, eso era aterrador, pensó, pero entonces comprendió el verdadero propósito de su viaje, hasta ahora ella no había actuado más que con miedo, el miedo a su propio poder y eso la cohibió todo este tiempo, debía actuar con humildad y respeto, porque la arrogancia era una caída libre en la que era inevitable estrellarse contra el suelo, y eso no se lo enseñó Circe, sino su padre, pero nunca con miedo, porque este no era más que un estorbo la mayor parte del tiempo. Entonces pensó, si fuera fuego, ¿dónde dejaría su semilla? No en la madera o se consumiría, no en la tierra que lo absorbería, solo podía ser en el metal o en la roca más dura.


León Faras.

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