viernes, 17 de enero de 2025

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

87.



¡Eso no puede ser cierto! ¡Él está bien! ¡Yo lo vi! Su alma no está tan dañada como ella cree.” Alegaba Falena, sin que nadie intentara llevarle la contraria siquiera. Emma, con las manos apretadas bajo los sobacos y la cabeza entre los hombros, caminaba pensando en ese horrible día en el que debieron sacrificar su caballo luego de que éste se rompiera una pata en una estúpida caída. Ella se negó, buscó mil excusas para no hacerlo y propuso mil soluciones para evitarlo, cada una más tonta que la anterior, como quedarse ahí sola a cuidarlo hasta que se recuperara si era necesario, pero finalmente comprendió lo vano que era su empeño, que no podían llevarlo ni abandonarlo, que no había forma de sanarlo o de tan solo al menos calmar su dolor, y que no podía más que llorar y culparse a sí misma. Falena estaba haciendo lo mismo, pensó, negándose a lo evidente y buscando alternativas para evadir la verdad. “Es horrible, pero tiene que hacerse…” Comentó Emma al aire, sin dirigirse a nadie en especial, pero Brelio le replicó de inmediato. “No es tu caballo, Emma, es un hombre.” “¿Cuál es la diferencia?” Replicó la chica, sin salir de su cascarón. “Tiene razón…” Admitió Falena, sorprendiendo a todos, y luego agregó. “Yo tampoco podría sacrificar a mi caballo.” Si había alguien que podía decir algo diferente, esa era Darlén. “Deberías quedarte, comer algo y descansar, tal vez mañana tengamos noticias de mi madre.” Sugirió Brelio. Falena pensó que esa era su mejor opción, antes que regresar con las manos vacías, y aceptó. Entonces, Emma, curiosa por naturaleza, descubrió las espadas que la chica llevaba ocultas entre sus alforjas. “¿Son tuyas? ¿Sabes usarlas?” Preguntó emocionada. Solo eran un par de Pétalos de Laira, la espada más común y corriente en todo el universo conocido, pero aun así la emocionaba. “Mi abuelo me las dio…” Respondió Falena, evitando que la chica intrusa las sacara de su sitio. “Él me enseñó un poco a usarlas y me dijo que las llevara siempre conmigo en caso de necesitarlas.” Emma tenía esa cara otra vez, impredecible, de picardía, con la sonrisa escondida tras una mueca de viveza. “¿Y por qué tienes dos? ¿En caso de que pierdas una?” Preguntó y se respondió al mismo tiempo, soltando una risa tonta pero contagiosa. Y añadió muy seria. “Yo encontré una espada después del ataque, una realmente genial, nunca has visto nada igual.” Dijo, con todo su talento histriónico, y agregó levantando las cejas. “¿Quieres verla?”



La condición de Yurba realmente había empeorado, tanto como para lograr preocupar a Rubi, quien ya se había contagiado de la siempre presente angustia de su mamá, y ahora ambas se temían lo peor, si había algo peor que estar muerto sin estarlo. El hombre no paraba de sudar, tenía la vista perdida y los miembros encogidos como si permaneciera atado. Murmuraba cosas incomprensibles y no recibía alimento, agua ni alcohol porque era imposible traerlo de vuelta de donde fuera que estuviera perdido en su mente. Habían ido por Barucho, como único y último recurso, el curandero rimoriano cuya especialidad era componer huesos, pero curandero al fin y al cabo. Barucho le tomó la temperatura poniendo el dorso de la mano sobre la frente, le revisó la parte interna de los párpados, bajo la lengua en busca de manchas y bajo las uñas, como si buscara mugre o algo así. También le tomó muestras de sudor con un trapo que luego escupió y bendijo al mismo tiempo, para después oler como quién huele un vino que sospecha avinagrado. Terminados sus exámenes, miró a las mujeres con gravedad dramática y negó con la cabeza eliminando de un plumazo toda esperanza. Su diagnóstico fue categórico: Brujería, y contra eso él no podía hacer nada, solo darle una poción para que se durmiera y así al menos tuvieran algo de paz en esa casa. “Yo solo sé de huesos y humores, señora…” Se justificó el curandero ante los ruegos de Teté por que hiciera algo más. Pero añadió. “Si no encuentran la manera de meterle agua al cuerpo de ese pobre infeliz, la sed lo va a matar antes que cualquier maleficio.” Y resultó que Barucho, con todo y su aspecto de come-ratas venido a menos, era más sabio de lo que creían, porque ese simple remedio, junto con el soporífero que le dio, logró tranquilizar al enfermo, apaciguando su cuerpo y normalizando su respiración, logrando que por fin el hombre descansara de verdad, casi sin espasmos ni murmullos, y quién sabe si dándole algo de paz a su alma también.



La doncella guerrera de Rimos, la orgullosa hermana del gigante Abaragar, la indomable Nazli, ahora era una señora de taberna. “Jamás lo creería si no lo hubiese visto yo mismo.” Admitió Cherman sonriendo. “Yo tampoco.” Replicó la mujer, dándole una amigable palmada en el hombro, mientras ambos, y el señor Sagistán, se acomodaban en una mesa. Hablaron de sus vidas como soldados inmortales fugitivos y de los sobrevivientes con los que habían contactado. “¿Féctor está vivo?” Preguntó la mujer apenas oída la noticia, y añadió. “Esa será una buena noticia para su padre. No se ha sabido nada de él desde el ataque…” “¿Garma está aquí?” Replicó el otro a su vez, y luego de una pausa, agregó. “¿Dónde está todo el mundo, por cierto?” La mujer respiró hondo y negó con la cabeza. “Cegarra citó a una reunión a todo Jazzabar. Los chicos dicen que un general cizariano vino a amenazarnos, otros dicen que solo vino a hacer un trato, algunos aseguran que los soldados mataron a alguien pero nadie está seguro de a quién… Lo cierto es que en un lugar como este te enteras de todo lo que ocurre, lo quieras o no, pero entre los borrachos y los embusteros de siempre, la información puede ser muy confusa a veces.” En ese momento regresaba Pidras, con su andar bamboleante y rezongando solo como de costumbre. “Se han vuelto todos locos, yo no estoy en edad para esas estupideces…” Alegaba en dirección al piso y a las paredes, sacudiendo las manos con aspaviento. “Que se vayan todos al carajo, no cuenten conmigo para…” En ese momento se vio frente a frente con Cherman y su expresión de disgusto se congeló, para luego volverse asombro. “No puedo creerlo, el estúpido de Yan Vanyán tenía razón…” Murmuró, emocionado como un niño ante su héroe. “Tú eres el hijo de puta que venció al gran Tigar.” Dijo, quedándose sin aliento en el proceso.


León Faras.

No hay comentarios:

Publicar un comentario