90.
En Bosgos la noticia se esparció como el olor a estiércol por la mañana. “¡Yo lo vi! Estaba oscuro, pero el hombre llevaba una antorcha en la mano. Eso que lo atacó, no era un animal cualquiera… pero tampoco un hombre.” Bacho respiraba con urgencia, como si en realidad estuviera asustado, y Yan, lo miraba como si estuviera actuando y no muy bien. Recorrieron todo el resto del camino hasta allí a oscuras, iluminado solo por la luz de la luna que afortunadamente no los abandonó hasta que los primeros rayos del sol se insinuaron y le soltaron su historia a los primeros pobladores que encontraron. Pronto todo Bosgos hablaría de eso y eventualmente llegaría a los oídos de Nina. El monstruo, la bestia cuya masacre, ella y sus chicas habían tenido que limpiar, estaba de regreso y se había cobrado la vida de dos hombres, porque, según Bacho, el otro que acompañaba al difunto, era imposible que hubiese sobrevivido, así de idiota como estaba. “Tiempo sin verte, bonito.” Dijo Cípora, estirando el cuello como una lagartija coqueta, y Bacho, que no podía luchar contra ella cuando lo llamaba así, se le comenzaron a escapar las risas por un costado de la boca de puro gusto, como a un niño borracho que bebe por primera vez. “¿Cómo estás Cipo?” Dijo, sonriendo con la boca chueca como un idiota y olvidándose de la bestia, de su trabajo y de todo lo demás. “Ve avanzando tú, Yaya, luego te alcanzo.” Le dijo a su hermano, pero este de solo verlo, ya lo había dado por perdido. Bacho estaría ocupado por un buen rato y luego de eso seguiría con un buen sueño, porque no habían dormido en toda la noche, pero él, en cambio, era Yan Vanyán, y no necesitaba dormir si no quería, por lo que comenzaría a hacer el trabajo por su propia cuenta.
Mientras tanto, el idiota, que en algún momento lo venció el sueño sin que se diera cuenta, despertó sobándose la mandíbula, allí donde la muela lo traía de vuelta a su triste realidad. Ya no estaba tan idiota, y notó de inmediato que estaba solo. Su suegro, si no estaba haciendo el desayuno, tal vez estaría defecando tras un arbusto o yendo por agua; el tipo de cosas que se hacen a primera hora de la mañana. Lo gritó dos veces, y a la tercera lo llamó por su nombre, cosa que no acostumbraba a hacer, a menos que le preocupara algo. Había algunas cosas que no eran de ellos, como un pellejo de vino a medio vaciar, pero su medicina lo ponía tan estúpido, que no era nada extraño que el mundo siguiera girando mientras él estaba ausente. Era muy raro que su suegro no estuviera, pero estaban sus cosas, por lo que seguro que había una buena explicación, e iba a recoger algo de leña para la fogata matutina, cuando un olor muy familiar le llegó con la brisa. Tanto él, como su suegro, eran matarifes de profesión, y el olor de la sangre, de las vísceras expuestas y de los cuerpos abiertos eran parte de su vida. El hombre sonrió, ya lo entendía todo. Su suegro, seguramente, se había encontrado con la oportunidad de capturar algún animal y lo estaba despostando por ahí cerca, lo extraño era que no le contestara. Siguió el aroma de la sangre hasta su fuente y hasta oír su respiración, sonaba alterado o asustado. Muy asustado. Cuando por fin lo vio, vio que ese no era su suegro, sino otro hombre que miraba el vacío, ausente; cubierto de sangre desde las mejillas hasta la cintura, temblando de terror con el puño en la boca y que en cuanto se dio cuenta de su presencia, huyó despavorido, como si hubiese visto la guadaña del Segador de Hombres sobre su cabeza. A pocos metros estaba su suegro tirado entre la hojarasca, expuesto como una manzana a medio roer, con medio de todo: media cara, medio torso, media extremidad… ni siquiera podía ser recogido del suelo sin que se desparramara el pobre. Se sintió estúpido otra vez, incapaz de reaccionar, de sentir o entender, y por ese rato, su muela ya no le dolía. Se dejó caer al suelo, como si sus piernas hubiesen perdido el interés en sostenerlo, y ahí se quedaría hasta que el dolor, el implacable dolor, lo trajera de vuelta de nuevo al aquí y el ahora y lo obligara a vivir.
“Y ¿qué piensas hacer? Eres bienvenido a quedarte aquí, si eso quieres… Eres mi sangre.” Le dijo el señor Sagistán a su sobrino, mientras preparaba una masa gorda de harina, agua y sal para cocerla en los rescoldos de su fogón luego. Había sido una agradable noche en la Descorazonada recordando sus “días de gloria” en la Rueda, pero demasiada fama lo había agotado. Quedarse o irse no hacía mucha diferencia para un hombre que no pertenecía a ningún sitio, y la respuesta debería brotar por sí sola, pero antes de que eso sucediera, una mujer terriblemente angustiada, o así se veía, aferrada al brazo de su hija que lucía idéntica aflicción, llegaron hasta su casa. Incluso sus perros se preocuparon de solo verlas. Era la señora Telina, la madre de su más reciente aprendiz. “Señor Sagistán, le ruego que me perdone, pero es que no sé a quién más recurrir…” Le dijo, a punto de llorar. “Mi esposo debió atender sus deberes y yo con mi hija no sabemos qué más hacer. Ya lo hemos intentado todo, se lo juro. Por favor perdone.” Dijo, pero sin poner ningún contexto de fondo, por lo que entenderle era complicado, y de no conocerla, se podía considerar la peor de las tragedias con solo verla. Cherman apareció en escena y Teté redobló sus lamentos al ver que el señor Sagistán tenía invitados y ella solo estaba molestando, y los hombres debieron redoblar sus esfuerzos para tranquilizarla y lograr que la mujer les dijera algo de utilidad para comprender lo que ocurría. “Es Yurba, señor Sagistán. Él está mal. Muy mal.” Intervino Rubi, también un poco nerviosa ante la inoperancia de su madre para comunicarse como debía.
Efectivamente, Yurba se veía más muerto que vivo en ese momento, rígido hasta la mandíbula y tiritando de un frío que no existía. “Suda como un cerdo.” Comentó Cherman, alarmado, pero su tío lo corrigió de inmediato mientras le tocaba la frente al enfermo. “Los cerdos no sudan… Está ardiendo.” Teté le comentó que Barucho lo había revisado antes y el viejo se sorprendió de que ese curandero aún estuviera vivo, pero ahora su sobrino lo corrigió de inmediato. “No es el viejo, es uno de sus nietos. Heredó el don.” “Dijo que era brujería.” Apuntó Rubi, creyéndolo pertinente, y los dos hombres se voltearon a mirarla como si pretendiera ser graciosa en el momento más inapropiado de todos, pero no era así. “Tonterías, el viejo era un embustero y el joven seguro que también lo es. Cuando no saben qué decir, sueltan disparates como ese.” Dijo el señor Sagistán, abriendo su morral con sus hierbas, pero Teté ya lo había intentado sin éxito, debido a que el enfermo mantenía los dientes apretados constantemente desde que el soporífero de Barucho había perdido su efecto, y era imposible hacerle tragar nada. Sagistán asintió disconforme, como si lo estuvieran retando. “Ábrele la mandíbula, sobrino. Vamos a ver si no va a tragar nada.” Y una vez hecho esto, le atravesó el mango de una cuchara de oreja a oreja en la boca y se la ató en la nuca como si fuese una jáquima. “Primero tratamos la fiebre, luego la rigidez.” Advirtió Sagistán. Y agregó. “O lo ahogaremos en lugar de ayudarlo.” Concluyó.
León Faras.
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