martes, 18 de marzo de 2025

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

91.



¡Siento que solo estoy perdiendo el tiempo!” Se quejó Falena, impotente, mientras se movían por una de las callejuelas de Bosgos, rumbo a ninguna parte en particular. “Uno nunca puede perder el tiempo ni aprovecharlo, porque nadie puede reconocer cuando está haciendo lo uno o lo otro.” Dijo Brelio, como citando a algún sabio antiguo. Ambas chicas lo miraron con las cejas arqueadas en espera de contexto para semejante perla de sabiduría condescendiente. “Es lo que mi madre dice.” “Si lo dice tu madre, entonces es cierto.” Afirmó Emma, medio en serio y medio en broma, cosa en la que era especialista. ”¡Pero aun así! Podría estar muerto ahora.” Se quejó Falena. “No morirá, más bien todo lo contrario…” Dijo la voz de una mujer que sonaba divertida de decirlo. Falena se volteó a verla casi de un salto, y por menos de un segundo, juró ver algo muy raro en el rostro de esa mujer, pero al darle la luz del día en la cara, descubrió que era una mujer realmente hermosa, incluso por encima de los andrajos que llevaba puestos, lo más extraño era que, antes, cuando pasaron frente a ella, estaba segura de haber visto a una anciana inclinada sobre sí misma desgranando habas en su lugar. La mujer sonreía y desenvolvía algo muy extraño en el ambiente con esa sonrisa. “¿Quién eres?” Preguntó la chica, aturdida. “Tú lo sabes. Tú me buscabas.” Respondió la mujer, sin dejar de sonreír, amable, pero enigmática. Y agregó. “No te preocupes, tu amigo tiene que pagar un precio, pero ese precio no es la muerte.” Iba a preguntar, Falena, cómo sabía ella sobre su amigo, pero de pronto comprendió perfectamente quién le hablaba, sin embargo, Circe, apagando su sonrisa bruscamente, no le permitió hablar. “Yo no hago nada sin que me lo pidan, pero algunos no ponen ningún cuidado en lo que desean.” Entonces una mano en su hombro remeció su cuerpo y vio aparecer el preocupado rostro de Brelio frente a ella, a su lado, Emma la miraba más bien como a un bicho raro. Falena quiso buscar a la mujer hermosa de nuevo, pero en su lugar, había una vieja con una vaina de haba a medio desgranar en las manos y una marcada indignación en el rostro hacia su sola presencia. “¿Haces eso a menudo?” Preguntó Emma, con algo de recelo en el rostro, pero Falena no entendía qué había pasado. “Te quedaste ahí pegada como una gallina ciega frente a esa mujer…” Le reprochó su amiga a gritos susurrados, mientras ella y Brelio la arrastraban fuera de allí. “Te llamamos pero ni siquiera nos escuchaste. Parecías poseída…” Añadió el muchacho, y a Emma, eso le pareció de lo más acertado que había oído en toda su vida. “Pero vi a la mujer, la bruja, la con cara de cabra de la que todos hablan y nadie ve…” Se excusó Falena, vehemente, pero solo logró que la miraran aún más raro. “Yo llevo toda mi vida aquí y jamás le he visto ni las pisadas.” Argumentó Emma, mirándola con intenciones de hacerla sentir como una loca.A eso me refiero exactamente.” Replicó la otra. “Yo la vi, y era una mujer hermosa en realidad.” Emma alzó sus ojos al cielo implorando un poco de paciencia. “¡Tiene cara de cabra! Qué tan hermosa puede ser una cabra.” E iban a enfrascarse en una nueva discusión pero Brelio intervino. “¿Pero qué fue lo que te dijo?” Falena se centró en sus recuerdos por un segundo. “Dijo que el cuerpo de mi amigo estaba cambiando, se estaba rehaciendo o algo así… pero que no moriría.” Emma estiró los labios en gesto de estar conforme. “Al fin buenas noticias. ¿Alguien más tiene hambre?”



Yan Vanyán, el paladín Jazzabariano, según su propio concepto de sí mismo, se paseaba cubierto de pies a cabeza por las callejuelas de Bosgos, lo que llamaba más aun la atención, debido a que el clima era bueno para vestirse liviano a menos que fueras un apestado, uno de esos pobres desgraciados obligados a vivir ocultando sus llagas y pústulas; condenados a vagar indefinidamente al no ser bienvenidos en ninguna parte. Yan jamás lo hubiese notado, si no fuera porque una mujer con pinta gruñona, le dio con ruda urgencia un cuenco de corteza con agua y lo despachó con idéntico apuro, sin permitirle siquiera devolverle el tiesto. “¡Llévatelo, llévatelo!” Le ordenó, corriéndolo con la mano como si fuese una mosca. Luego alguien más le tiraría dentro del cuenco un par de ciruelas y una rodaja de pan de ayer. La gente era generosa, con tal de que el apestado se alejara lo más rápido posible de su calle. Yan se sentó bajo un árbol desde donde podía ver los Tronadores y juzgar el nivel de seguridad que tenían, pero se topó con la mirada de una mujer joven que, inmóvil, lo miraba desde prudente distancia con dolorosa resignación, como si viera su deseo más valioso destrozarse lentamente ante sus ojos. Yan intentó ignorarla y centrarse en su trabajo mientras se preparaba para meterle una buena mordida a su ciruela, pero podía sentir los ojos suplicantes de esa mujer en los huesos y así era imposible disfrutar de su comida, así que, descubriéndose la cabeza, la llamó para que le dijera cuál era su problema. La mujer lo miró sorprendida, seguramente porque esperaba ver llagas y pústulas en su cara; se acercó con algo de recelo, o tal vez solo timidez. Ella cojeaba. “No tienes peste.” Afirmó, señalando con el dedo lo evidente. Yan la miraba con cansancio mal disimulado, como un empleado público después de una larga jornada atendiendo imbéciles. “Nunca he dicho que la tenga.” Respondió con desdén. La mujer quiso señalar a la gente que decía lo contrario tras ella, pero tenía la prueba ante sus ojos, por lo que no insistió. “Necesito algunas hojas de ese árbol… es que es el único que está cerca y… ya he caminado mucho hoy.” Yan asintió, harto de información innecesaria. “Son medicinales, ¿lo sabías? Son muy buenas para sanar las heridas…” Dijo la mujer, susurrando muy cerca de su oído. Yan no lo sabía. “¡Por supuesto que lo sé! Todo el mundo lo sabe… yo…” Entonces sucedió lo que siempre había temido pero que nunca le había pasado: sus ojos se quedaron atrapados en los de ella. Por un instante se sintió privado de libertad, capturado por una tonta mirada de la que no podía despegarse y de la que solo pudo huir, alejarse torpemente tropezando con todo a su paso, poniendo tierra de por medio lo más rápido posible. El gran Yan Vanyán, aterrado, se dio cuenta de que no era inmune a todo como él creía. Lorina se quedó insegura de lo que sentía. Se olió a sí misma. Idéntica reacción había tenido Costia la última vez que lo vio, pero aquel era un condenado a muerte, mientras que este solo parecía asustado… ¿de ella?


León Faras.

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