92.
Una vez medicado para la fiebre, hidratado y alimentado con jugo de bayas y sedado nuevamente, Yurba lucía mucho mejor gracias al señor Sagistán y su sobrino, y Teté, mucho más aliviada. Le quitaron la cuchara atravesada en la quijada al enfermo y este pudo descansar al fin. Habían sido al menos dos horas de lucha contante con él, por lo que, el vaso de vino dulce y frío que les ofreció Rubi al acabar resultó maravillosamente apropiado, pero el mal no se había acabado y mucho menos había sido derrotado. Yurba comenzó a sonar muy raro, con ruidos que le salían desde dentro, muy profundo en las tripas y que lo hacían estremecerse y gesticular como si alguien estuviera jugando con sus nervios. “Pero qué mier…” Murmuró el señor Sagistán con el vaso de vino congelado a dos centímetros de sus labios. Teté rápidamente se volvió a angustiar y esta vez sería peor, porque lo que estaba a punto de suceder sería repugnante, incluso para unos “tripa-tiesa” como el señor Sagistán y su sobrino, quienes ya habían presenciado a lo largo de sus vidas todo tipo de cosas desagradables. Al tiempo que Teté y su hija se apretujaban entre sí y gritaban horrorizadas, Yurba comenzó a vomitar a plena capacidad de su boca y entrañas, soltando un chorro oscuro y acuoso, tan abundante y prolongado que era imposible para cualquier ser humano, con una presión que no decaía, arrojó una cantidad de porquería suficiente como para llenar medio bebedero de caballos. Luego de eso, el enfermo simplemente se dejó caer en su lecho, como un borracho que, satisfecha su necesidad, vuelve a su sueño con todo gusto. Cherman fue el primero en acercarse, curioso, notó que el vómito esparramado por todo el piso, no olía a nada en particular, ni a lo que le habían dado de beber, ni a los líquidos estomacales, ni a diablos, como esperaba, de hecho, su olor era similar al de la leche. Le acercó la oreja al rostro del enfermo y comprobó que éste respiraba con normalidad, que, al menos en apariencia, todo lo que lo aquejaba había sido expulsado de su cuerpo como en un exorcismo, pues era evidente que ahora, Yurba dormía como un bebé, un bebé capaz de girarse sobre sí mismo y acomodarse la almohada para dormir más a gusto.
Migas no estaba avanzando con los manuscritos y eso lo exasperaba, y tener la tonta mirada de Nimir encima no ayudaba. “Por qué no buscas algo que hacer en otra parte.” Le dijo, para no descargar su frustración con él, pero Nimir solo lo miraba con la boca abierta y lástima en los ojos como si el idiota fuera él. Migas insistió haciendo evidente su esfuerzo por contenerse. “Pero tal vez pueda ayudar.” Le respondió el otro, con una inocencia que hacía temblar de rabia al viejo Migas. Este respiró hondo, se restregó sus cansados ojos, se puso de pie con calma y se sirvió un poco de licor de mora. Era Nimir, enojarse con él era como enojarse con un caballo ciego por chocar contra un árbol. “Estaba seguro de que ese era su nombre escrito con sus caracteres.” Reflexionó Migas. “Pero lo uso para escarbar y lo único que saco son sinsentidos e incoherencias que no llevan a ninguna parte. Tal vez el maldito usaba otro nombre.” “Y si los garabatos esos los hizo otra persona.” Propuso Nimir, arrugando el ceño y Migas se restregó la cara con disgusto contenido. Cuándo iba a entender este chico que el silencio era mucho más valioso que decir tonterías. “¿Otra persona? ¡Pero qué otra persona! Si ese viejo estaba más solo que… Espera.” Había una chica allí, recordó Migas, una que escribió su nombre en la pared con una caligrafía casi infantil y que había huido durante el ataque de Rimos montada en un caballo llamado Romeo. Migas soltó una risita. Era curioso que recordara el nombre del caballo y no el de la chica. Pero acaso era posible que fuera esa chica la creadora de estos manuscritos, se preguntó el viejo con una tenue y rara sensación de esperanza y miedo, porque si la chica era la autora, y él invertía más de su tiempo en descifrar sus escritos, ¿qué clase de basura encontraría al final? ¿Los lamentos de una muchacha cuyo destino no había sido lo que ella esperaba? ¿Sus descargos de odio en contra de su captor? La amarga poesía de un alma presa… o, el genio oculto tras la impropia pedantería del viejo Larzo, cuyo único mérito, en realidad, fue encontrarla y capturarla. “¿Cómo era que se llamaba?” Preguntó en voz alta, aunque Nimir no intervino esta vez, intuyendo que la pregunta no era para él. “Estaba escrito en la pared, lo escribió muchas veces… era con M.” Insistió el viejo, como tratando de alimentar el recuerdo de alguien más, lo que le daba ansiedad a Nimir, porque quería decir algo útil pero no sabía qué. “¿Mar… Mer?” Repetía Migas, probando distintos cebos como si quisiera pescar el recuerdo. “Tiene que evocar el momento en su mente, cerrar los ojos y enfocarse en los detalles…” Aconsejó Nimir, expectante y ansioso, Migas lo miró inseguro de lo que acababa de oír. “Es lo que yo hago cuando pienso en mi madre…” Se excusó Nimir, un poco avergonzado por haber dicho nuevamente una tontería, ante la expresión severa de Migas, pero este comenzó a asentir con gravedad. “Puede funcionar.” Dijo al fin, sonriendo un poco, casi como con orgullo, pero pronto borró esa sonrisa. “Ya lo veremos, Nimir, ya lo veremos.”
Leerse el destino propio era una práctica antiprofesional, porque entonces el criterio se veía sesgado por el propio deseo de ver lo que uno quiere ver y no lo que en realidad está escrito, Lorina lo sabía bien, su tía abuela Miula, quien era capaz de captar el destino de las personas en el aire como si pudiera olerlo, sobre todo cuando éste era malo, se lo había advertido muchas veces. “Los ojos no pueden voltearse hacia dentro, niña.” Le decía, con su dedo en alto y sus párpados pintados de negro con tizne, y Lorina, que tomaba cada una de sus palabras coma la verdad absoluta, decidía sin quererlo ni dudarlo, que no obedecer los mandamientos de su tía, era pecado. Pero ahora ella ya era grande, hace rato que vivía por su cuenta y su tía abuela Miula ya se había ido hacía mucho tiempo, por lo que decidió coger sus huesos de gallina, los que por cierto, no eran de cualquier gallina, invocar su infinita sabiduría con más humildad y respeto que nunca, y lanzarlos a la sombra del árbol medicinal que la cobijaba, pidiendo luz sobre su propio camino. Al principio no vio nada, nada que le dijera algo, pero pronto vio que la formación de los huesos era inusual, inusual y favorable, inusualmente favorable, tal como si estuviera viendo justo lo que deseaba ver; tal como le dijo una vez su tía abuela Miula, la que nunca en toda su vida vio enferma ni herida: “Para bien o para mal, nunca dejaremos de engañarnos a nosotros mismos.” Lorina recogió y guardó sus huesos con una sonrisa adolorida, sintiéndose un poco tonta también por pretender caer en su propio engaño, pero entonces oyó los pasos de alguien muy cerca de ella, y al voltearse lo vio, era él, el que había huido, regresaba mirándola con gravedad en los ojos y un ligero gesto de ruego en el rostro, permitiendo que sus ojos se vieran atrapados por los de ella, esta vez, sin oponer resistencia ni querer escapar de ellos. “¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí?” Le dijo, como si hablara con una deidad. “Soy solo Lorina.” Respondió ella, encogiendo un hombro. “¿Eres una especie de bruja, Lorina?” Pregunto él, acortando cada vez más la distancia entre ellos. Ella sonrió tenuemente. “Claro que no, ¿por qué lo dices?” Susurró. Estaban tan cerca el uno del otro que no necesitaban alzar la voz más que eso. “Porque me siento hechizado.” Respondió Yan. Lorina sintió el olor a ciruela en su aliento y le pareció reconfortante, comparado con lo que estaba acostumbrada en su trabajo. Sus ojos comenzaron a cerrarse y sus labios a estirarse hacia los de él, pero entonces alguien lo llamó por su nombre con rudeza, era Bacho, su hermano. Al parecer, se había tardado mucho menos de lo que esperaba.
León Faras.
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