martes, 30 de septiembre de 2025

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

110.



El viejo Migas conocía a Yan Vanyán desde hacía muchos años porque ya conocía a su padre desde mucho antes. Para él, la gente de Jazzabar eran las mejores personas para hacer negocios, ellos comprendían mejor que nadie el valor del trabajo y siempre buscaban que fuera recompensado con lo justo, ni más ni menos. Aun así, cuando Yan lo contactó con su pedido, el viejo no estaba dispuesto a perder su valioso tiempo preparándoles a una pareja, una comida como antesala a la fornicación, en un cita en la que seguramente el amor brotaba de los labios como una cascada impulsado solo por una necesidad básica y carnal de satisfacer un deseo. Migas creía que el amor era una emoción sublime, un privilegio reservado no para todos, porque la mayoría de la gente siempre lo ensuciaba y degradaba con su lascivia desatada y sus sucios vicios carnales de aparearse como ratas en su mugroso agujero hasta casi desfallecer, pero cuando vio que Yan comprendía la grandeza del sentimiento que tenía en su interior, y su intención sincera de protegerlo y elevarlo a la altura que merecía, pensó que lo mínimo que podía hacer era cooperar con él, a cambio de un precio justo, por supuesto; claro que cuando vio que la susodicha era una de las putas que trabajaban para Nina en su burdel, se sintió un poco estafado, sin embargo, Lorina demostró ante sus ojos una delicadeza en su forma y una altura en su ser que sorprendió a Migas; él era ya bastante viejo, y los años habían agudizado tanto sus sentidos como sus prejuicios, por lo que podía reconocer al instante y sin mayores problemas, una mujerzuela aunque se vistiera como la más pura y digna de las princesas, pero no Lorina, ella era auténtica, dulce y educada de forma innata, aunque esa fuera, quizá, la primera vez que lo exponía libremente. La chica lo encantó como no podía imaginar, pero luego oyó cantar a Nimir y sintió que el mundo se había trastocado por un segundo, poniendo ante sus ojos putas refinadas y bobos con talento, como en la más disparatada de sus pociones alucinógenas, pero no, resulta que Nimir heredó el talento de su madre, quien le cantaba de niño a diario con impecable tilde y entonación, inculcándole esa habilidad en su pequeño cerebrito desde muy pequeño, hasta que un día, su madre, quien ya cargaba con otro bebé en brazos en ese momento, se detuvo a regatear con un verdulero los precios de unos productos que no daban la talla para su valor, y Nimir, siendo muy pequeño todavía, soltó el vestido de su madre para ver de cerca una oruga gorda como un dedo, que torcía una rama bajo el peso de su cuerpo con cada paso que daba, ahí estuvo embobado quien sabe por cuánto tiempo hasta que recordó volver con su madre, pero para entonces ella ya había desaparecido en el gentío y nunca más la volvería a ver. Nimir tuvo suerte ese día, al menos no terminó en algún turbio meandro del río Jazza.



En ese nefasto día, luego de que los comensales se fueran, Migas trabajaba en los manuscritos de Mirna y avanzaba a pasos agigantados con cada nueva palabra que descifraba, pues cada una de ellas era como una llave que abría muchas otras puertas. En un principio, el documento parecía como un libro de cocina con ingredientes cuyos nombres eran muy raros y recetas con resultados aún inciertos, pero ciertamente nada comestible se cocinaba allí. Su padre lo miraba preocupado desde su rincón incapaz de pestañear o decir algo, y el perro montaba guardia en la entrada luego de haberse llenado la barriga con las sobras de la comida. Nimir aprovechaba la tarde para recorrer los alrededores revisando las trampas que tenían puestas o recolectando cualquier cosa comestible que el bosque ofreciera. Ese día su hallazgo fue asombroso y fatal. Entre la hojarasca, hábilmente camuflado por esta, había un huevo, pero no uno cualquiera, uno grande como la cabeza de una cabra. Su cáscara era de un color parduzco que hubiese sido imposible de ver de no contar con una suerte increíble para poner la atención en el momento justo y en el lugar exacto. Era casi un hallazgo milagroso, pues solo una criatura fantástica pondría huevos así y él había sido guiado justo hasta allí para encontrarlo. Nimir se acercó, pero antes miró en todas direcciones asegurándose de estar solo, en ese preciso instante, Perro empezó a ladrar a la distancia y con insistencia, tratando de advertirle de un peligro que solo los perros pueden presentir. Migas dejó su trabajo de lado para investigar, pues todos los que tienen perros saben que éstos no siempre ladran igual, no es el mismo ladrido cuando hallan el escondite de un ratón, que cuando se acerca un desconocido, y no es el mismo cuando están relajados que cuando están nerviosos, y Perro no estaba nada tranquilo en ese momento. El viejo agarró su bastón para defenderse, también tenía un cuchillo, y siguió a su amigo canino quién no se atrevía a avanzar más de dos o tres metros de una sola vez sin detenerse a escuchar y oler el aire, hasta que el chillido de Nimir le dio una dirección y un propósito claro. El perro se internó a la carrera en el bosque ladrando, como gritando: “¡Allá voy, amigo, aguanta!” Y el viejo lo siguió como pudo. No estaba tan preocupado por Nimir como lo estaba por la preocupación misma del perro, por aquello que el animal podía sentir y él no. En cuestión de segundos oyó el violento ataque del perro contra algo; el viejo sonrió y aceleró el paso, pero lo siguiente fue un disonante aullido de dolor que le congeló las piernas, para luego obligarlo a correr, preocupado. Cuando llegó, su perro, herido de un picotazo en un costado, se enfrentaba a ladridos y amenazas contra un Cizal, un ave carnívora del tamaño de un hombre adulto, con plumas erizadas en la cabeza, un pico de ave rapaz capaz de arrancar trozos de carne viva como si nada, y un par de poderosas patas acabadas en garras capaces de romper huesos con facilidad. El viejo llegó con su bastón en alto dando alaridos como un cavernícola protegiendo su comunidad, pero que junto con los insistentes ladridos de su perro lograron hacer retroceder al pájaro ese, un animal que prefería el acecho y el ataque por sorpresa al enfrentamiento directo, y con una gran habilidad para huir y desaparecer en la vegetación, además. Un maldito Cizal, un ave casi de fábula que muy pocos podían presumir de haber visto alguna vez, había llegado a su barrio y… Fue entonces cuando lo recordó y no tardó mucho en encontrarlo. Nimir estaba tirado en el suelo con el cuello destrozado de un violento picotazo y varias otras heridas más que era mejor no enumerar. Perro se acercó a olerlo para luego mirar a su jefe con la cara de un médico que no necesita de hacer exámenes para asegurar lo obvio: su amigo estaba muerto y nada se podía hacer ya. El viejo sintió de pronto una inesperada congoja que lo hizo caer de rodillas. El bobo de Nimir ya no estaba y ahora se sentía más solo que nunca.



Según los antiguos, la aparición de un Cizal precedía siempre una gran matanza, pues estos animales además de hábiles cazadores, eran también ávidos carroñeros que olían la sangre incluso antes de ser derramada, aunque historias viejas como esas, son consideradas estúpidas hoy en día.



León Faras.

viernes, 19 de septiembre de 2025

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

109.



Bocasucia era un antro cizariano ubicado literalmente en un agujero bajo tierra, en el que cualquiera podía entrar mientras dejara sus problemas afuera. Casi no tenía luz natural ni menos ventilación, por lo que el olor ahí abajo era una mezcla, cuando menos peculiar pero de la que nadie se quejaba. Un montón de pilares de madera lo sujetaban y en cada uno de ellos colgaba una lámpara de aceite que permanecía encendida día y noche casi sin interrupción. Su dueño era un hombre corpulento llamado Gonzo, de carácter pacífico pero respetable altura, tenía el cabello cuidadosamente peinado en una cola de caballo y un bigote que siempre estaba mimando y toqueteando. El recinto gozaba de cierto respeto por parte de la comunidad, y es que, aunque la clientela de Bocasucia era tradicionalmente masculina, la noche del ataque rimoriano docenas de mujeres con sus hijos se refugiaron en la taberna, donde Gonzo y su mujer, Faula, las recibieron y atendieron, haciendo circular vasos con caldo caliente de pata y apio durante toda la noche para ellas y sus críos y vino caliente con especias para el resto, hasta que el peligro acabó. A ese lugar llegó Yurba, eran primeras horas de la tarde pero en el interior de esa cueva siempre aparentaba ser medianoche. Allí se encontró con un par de rimorianos que parecía que anduvieran juntos para todas partes, y es que en todos lados siempre estaba uno al lado del otro. “¿A ustedes los parieron juntos o qué?” Comentó Yurba, tomando asiento sin que lo invitaran y estirando el brazo para que Faula lo viera y le trajera una bebida. De los dos, uno le sonrió amigable, pero el otro prefirió ignorarlo mirando para otro lado, como esperando que mejor desapareciera. Yurba se mostró ofendido con el gesto, “¡Vamos, hombre, ni que estuviera cagado! ¿Por qué esa cara conmigo?” Aregel, el primero, le explicó que no era por él. “Cízarin volvió a citarnos para el combate, dicen que este será el ataque definitivo y que luego de esto seremos libres…” Cal Desci, a su lado, rio y escupió al suelo. “Eso, si no nos matan antes, o ni aun así, porque podrían luego coger nuestros putos huesos, y arrojarlos como proyectiles contra esos estúpidos bosgoneses de mierda. Tal vez eso sirva.” Cal Desci estaba cabreado. Después de eso siguió alegando que les pagaban una miseria, que sus vidas siempre pendían de un hilo o que hasta las putas en Cízarin los miraban como apestados por ser rimorianos. Estaba en medio de su discurso de descarga cuando llegó Tibrón y Yurba lo invitó a su mesa como si le tuviese guardado el puesto, pero Aregel fue quien puso cara de fastidio esta vez. Él tenía algo contra Tibrón, era tan evidente que todos podían verlo desde hace tiempo, pero nadie se explicaba qué exactamente, ni siquiera Cal; y ahora hasta el propio Tibrón quería saberlo. Aregel prefirió ignorarlo al principio, como si en realidad no tuviera importancia, pero fue tal la insistencia de todos, que al final tuvo que confesarlo. Su problema con Tibrón era su espada. “¿Es porque tiene una más larga que la tuya?” Preguntó Yurba, incrédulo y divertido por lo estúpida que le sonaba la respuesta, pero para Aregel no era algo divertido. “Esa espada que usas, era la de mi padre…” Señaló, muy despacio, sabiendo perfectamente que ese era un argumento pobre para cualquier reclamo, pero era el único que tenía. Luego agregó. “Sé que eres un buen soldado y un buen líder, y que mereces usar el arma que usas… es solo que, pienso que esa espada debería estar con su familia. Eso sería lo justo.” Yurba seguía mirando divertido. Nunca comprendería a esa gente que trataba a las espadas como si fuesen una persona o un pariente, pero Tibrón comprendió, y aunque no podía simplemente dársela, pues esa era su arma ahora, quiso saber más sobre su antiguo dueño, sin embargo, alguien más estaba escuchando desde una mesa cercana.



Pero si es el hijo del gran Sinaro, el protector del trono. ¿Me puedes decir cómo fue que tu padre y el grupo de idiotas que le acompañaba pudieron cagarla tanto con algo tan simple?” Aquel era uno de los muchos rimorianos que luchaban por Cízarin desde la humillante caída de Rimos. Un hombre grande que ya pintaba canas, al que Aregel poco recordaba, pero que a Cal le resultaba conocido de algún remoto lugar. El hombre continuó increpando a Aregel. “No te había reconocido, pero tu nombre se me hizo familiar. Déjame decirte una cosa que parece que no sabes: A tu padre nunca le gustó esa espada porque decía que estaba desbalanceada. Otros la habían probado pero solo a él le parecía imperfecta…” Y luego, señalándolo con el dedo a la nariz, agregó. “Sinaro, tu padre, era un buen soldado, pero también era un viejo testarudo que culpaba a cualquier cosa a su alrededor con tal de no ensuciarse él… incluso a su propia espada.” El hombre estaba medio borracho, y Aregel ya comenzaba a perder la paciencia, entonces Tibrón se puso de pie para detenerlo y de paso saber quién carajos era. El hombre, se le quedó mirando entre extrañado y ofendido. “Telina no te ha hablado de mí, ¿eh? Soy Yádigar, tu cuñado.” Dijo, con el ceño apretado, y luego señalando a Cal, sin venir a cuento de nada, añadió. “A ti también te conozco, estabas ahí cuando fuimos por el príncipe ciego al Bosque Muerto.” Cal asintió torciendo la boca, había pasado tiempo de eso, pero lo recordaba. Después de un rato, y como si sintiera la necesidad de hacerlo, señaló a Yurba también. “Y a ti… a ti no te he visto en mi vida.”



León Faras.

lunes, 8 de septiembre de 2025

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

108.



El carbón está escaseando. Las aldeas carboneras se quejan de que la leña ya no está a la mano como antes y mientras más lejos tienen que ir, más trabajo les cuesta…” Hablaba Yelena, mientras ayudaba a descargar su carbón que no cesaba de llegar ni se retrasaba. “Pronto tendrás tantos pedidos que ya casi ni te veremos por aquí.” Agregó la mujer, con ese toque de drama sugerido entre líneas que Petro no entendía bien. “Mientras hayan fraguas encendidas en Rimos, los carboneros seguirán yendo y viniendo. De eso no hay duda.Replicó él, convencido de que esa era una muy buena respuesta. Petro había escuchado a Yelena desde la última vez y eso se notaba. Aunque el trabajo era sucio y el trayecto polvoriento, se podía ver que el hombre se había aseado antes de salir, no solo él, también su ropa, y hasta usaba un delantal que antes nunca había considerado necesario. Yara trajo el dinero y se lo dio a su madre para pagar el carbón, como siempre, pero el hombre no solo lo rechazó, sino que le ofreció el que él traía. Yelena quiso saber qué estaba haciendo, porque ella nunca había pedido que le dieran el carbón gratis; lucía molesta y desconcertada y el hombre no era muy ducho en empatizar con los sentimientos de los demás, por lo que no veía el motivo para estar molesta. “Es para el eje de la carreta… ¿recuerdas? Dijiste que me darías buen precio por uno.” Se explicó él, también mostrando algo de molestia en su gesto. La carreta que también había sido sugerencia suya, recordó la mujer y sonrió apretando los labios, admitiendo internamente que la fragua había forjado su carácter también, haciéndola un poco más ruda de lo que solía ser. “Entonces, estás trabajando en tu carreta.” Señaló Yelena, suavizando su tono y opacando su arrebato. Su hija Yara la miraba con las cejas empinadas en ese momento. Ella ya le había advertido antes lo mucho que le había cambiado el genio desde que se hacía cargo de la forja. “¿Por qué otra razón te daría mi dinero?” Preguntó Petro con auténtica honestidad, sin entender lo que acababa de suceder, pero ella prefería dar por superado el asunto. “Tengo un eje especial para ti, además un hombre me dio un par de ruedas como parte de pago, tienes que verlas. ¡Les puse argollas nuevas!”



Podría pasarme horas así…” Susurraba Lorina; “Podría pasarme la vida entera sólo viendo sus ojos.” Replicaba Yan, también en un susurro, remilgado pero honesto, y de hecho, el tiempo se les pasaba sin que se dieran ni cuenta y sin que ninguno pretendiera intentar acabar con esa intimidad, pero en algún momento debían hacerlo y fue cuando Yan declaró nervioso que tenía una sorpresa. Aunque no estaba muy seguro de cómo saldría, Lorina lo tranquilizó diciendo que estando con él nada podía ir mal, eso sumado a su sonrisa enamorada, infundían un valor en el corazón de Yan que éste no conocía hasta ahora, una fuerza interna capaz de partir el mundo en dos de ser necesario.



Él, antes de enviar el mensaje, había hablado con un anciano que ahora vivía en Bosgos, pero que conocía desde hacía años y con el que había hecho varios negocios antes en Cízarin de los cuales ambos habían salido bastante conformes. El viejo se mostró un poco hosco al principio, debido a la naturaleza de lo que le estaba pidiendo, pero Yan le aseguró que aquello que su imaginación estaba insinuando, no era ni de cerca lo que él estaba diciendo. Que esto era importante. El viejo finalmente comprendió y aceptó la palabra de su antiguo socio, asegurándole que sin importar cuánto tardara, haría los preparativos para estar listo cuando él estuviera listo. Y así fue como Yan condujo a su amada montada en su caballo, (que no era realmente suyo, o ya le hubiese puesto un nombre apropiado,) hasta el bosquecillo contiguo a Bosgos y luego, por un sendero que se internaba en este. Lorina, quien por primera vez se subía a un caballo desde que era una niña pequeña, montaba de lado, tal como lo había visto hacer a otras mujeres más elegantes que ella, dejándose guiar sonriente por Yan que caminaba a su lado sujetando al caballo por las bridas, sin dejar de mirarla y atenderla en todo momento. Llegaron hasta una cabaña en cuyo exterior estaba instalada una mesa con dos sillas. Circulaba un tufillo a mierda en el ambiente, pero nada que escapara de la normalidad o que pudiera ofender los delicados sentidos de nadie. Un muchacho, que podía ser un hombre, pues su edad era difícil de definir a simple vista, pero su limitada inteligencia no, se apresuró a atenderlos con una seriedad sobreactuada, posando un ramillete de flores silvestres sobre la mesa. Casi en seguida salió el viejo con la comida: Una rodaja de la mejor carne curada para cada uno, bañada en salsa de zanahoria con albahaca, semillas de cutulú molidas y ajo, con una guarnición de bayas agridulces y habas hervidas. El muchacho sirvió vino de arándanos rojos, ideal para acompañar la carne y luego, usando sólo un sonajero como acompañamiento, interpretó una canción con una voz inesperadamente afinada que sorprendió incluso al viejo Migas, quien no se esperaba ningún talento como ese del bobo de Nimir, pero que encantó a los comensales, sobre todo a Lorina quien vivía el día más maravilloso de toda su vida en ese momento.



León Faras.