109.
Bocasucia era un antro cizariano ubicado literalmente en un agujero bajo tierra, en el que cualquiera podía entrar mientras dejara sus problemas afuera. Casi no tenía luz natural ni menos ventilación, por lo que el olor ahí abajo era una mezcla, cuando menos peculiar pero de la que nadie se quejaba. Un montón de pilares de madera lo sujetaban y en cada uno de ellos colgaba una lámpara de aceite que permanecía encendida día y noche casi sin interrupción. Su dueño era un hombre corpulento llamado Gonzo, de carácter pacífico pero respetable altura, tenía el cabello cuidadosamente peinado en una cola de caballo y un bigote que siempre estaba mimando y toqueteando. El recinto gozaba de cierto respeto por parte de la comunidad, y es que, aunque la clientela de Bocasucia era tradicionalmente masculina, la noche del ataque rimoriano docenas de mujeres con sus hijos se refugiaron en la taberna, donde Gonzo y su mujer, Faula, las recibieron y atendieron, haciendo circular vasos con caldo caliente de pata y apio durante toda la noche para ellas y sus críos y vino caliente con especias para el resto, hasta que el peligro acabó. A ese lugar llegó Yurba, eran primeras horas de la tarde pero en el interior de esa cueva siempre aparentaba ser medianoche. Allí se encontró con un par de rimorianos que parecía que anduvieran juntos para todas partes, y es que en todos lados siempre estaba uno al lado del otro. “¿A ustedes los parieron juntos o qué?” Comentó Yurba, tomando asiento sin que lo invitaran y estirando el brazo para que Faula lo viera y le trajera una bebida. De los dos, uno le sonrió amigable, pero el otro prefirió ignorarlo mirando para otro lado, como esperando que mejor desapareciera. Yurba se mostró ofendido con el gesto, “¡Vamos, hombre, ni que estuviera cagado! ¿Por qué esa cara conmigo?” Aregel, el primero, le explicó que no era por él. “Cízarin volvió a citarnos para el combate, dicen que este será el ataque definitivo y que luego de esto seremos libres…” Cal Desci, a su lado, rio y escupió al suelo. “Eso, si no nos matan antes, o ni aun así, porque podrían luego coger nuestros putos huesos, y arrojarlos como proyectiles contra esos estúpidos bosgoneses de mierda. Tal vez eso sirva.” Cal Desci estaba cabreado. Después de eso siguió alegando que les pagaban una miseria, que sus vidas siempre pendían de un hilo o que hasta las putas en Cízarin los miraban como apestados por ser rimorianos. Estaba en medio de su discurso de descarga cuando llegó Tibrón y Yurba lo invitó a su mesa como si le tuviese guardado el puesto, pero Aregel fue quien puso cara de fastidio esta vez. Él tenía algo contra Tibrón, era tan evidente que todos podían verlo desde hace tiempo, pero nadie se explicaba qué exactamente, ni siquiera Cal; y ahora hasta el propio Tibrón quería saberlo. Aregel prefirió ignorarlo al principio, como si en realidad no tuviera importancia, pero fue tal la insistencia de todos, que al final tuvo que confesarlo. Su problema con Tibrón era su espada. “¿Es porque tiene una más larga que la tuya?” Preguntó Yurba, incrédulo y divertido por lo estúpida que le sonaba la respuesta, pero para Aregel no era algo divertido. “Esa espada que usas, era la de mi padre…” Señaló, muy despacio, sabiendo perfectamente que ese era un argumento pobre para cualquier reclamo, pero era el único que tenía. Luego agregó. “Sé que eres un buen soldado y un buen líder, y que mereces usar el arma que usas… es solo que, pienso que esa espada debería estar con su familia. Eso sería lo justo.” Yurba seguía mirando divertido. Nunca comprendería a esa gente que trataba a las espadas como si fuesen una persona o un pariente, pero Tibrón comprendió, y aunque no podía simplemente dársela, pues esa era su arma ahora, quiso saber más sobre su antiguo dueño, sin embargo, alguien más estaba escuchando desde una mesa cercana.
“Pero si es el hijo del gran Sinaro, el protector del trono. ¿Me puedes decir cómo fue que tu padre y el grupo de idiotas que le acompañaba pudieron cagarla tanto con algo tan simple?” Aquel era uno de los muchos rimorianos que luchaban por Cízarin desde la humillante caída de Rimos. Un hombre grande que ya pintaba canas, al que Aregel poco recordaba, pero que a Cal le resultaba conocido de algún remoto lugar. El hombre continuó increpando a Aregel. “No te había reconocido, pero tu nombre se me hizo familiar. Déjame decirte una cosa que parece que no sabes: A tu padre nunca le gustó esa espada porque decía que estaba desbalanceada. Otros la habían probado pero solo a él le parecía imperfecta…” Y luego, señalándolo con el dedo a la nariz, agregó. “Sinaro, tu padre, era un buen soldado, pero también era un viejo testarudo que culpaba a cualquier cosa a su alrededor con tal de no ensuciarse él… incluso a su propia espada.” El hombre estaba medio borracho, y Aregel ya comenzaba a perder la paciencia, entonces Tibrón se puso de pie para detenerlo y de paso saber quién carajos era. El hombre, se le quedó mirando entre extrañado y ofendido. “Telina no te ha hablado de mí, ¿eh? Soy Yádigar, tu cuñado.” Dijo, con el ceño apretado, y luego señalando a Cal, sin venir a cuento de nada, añadió. “A ti también te conozco, estabas ahí cuando fuimos por el príncipe ciego al Bosque Muerto.” Cal asintió torciendo la boca, había pasado tiempo de eso, pero lo recordaba. Después de un rato, y como si sintiera la necesidad de hacerlo, señaló a Yurba también. “Y a ti… a ti no te he visto en mi vida.”
León Faras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario