108.
“El carbón está escaseando. Las aldeas carboneras se quejan de que la leña ya no está a la mano como antes y mientras más lejos tienen que ir, más trabajo les cuesta…” Hablaba Yelena, mientras ayudaba a descargar su carbón que no cesaba de llegar ni se retrasaba. “Pronto tendrás tantos pedidos que ya casi ni te veremos por aquí.” Agregó la mujer, con ese toque de drama sugerido entre líneas que Petro no entendía bien. “Mientras hayan fraguas encendidas en Rimos, los carboneros seguirán yendo y viniendo. De eso no hay duda.” Replicó él, convencido de que esa era una muy buena respuesta. Petro había escuchado a Yelena desde la última vez y eso se notaba. Aunque el trabajo era sucio y el trayecto polvoriento, se podía ver que el hombre se había aseado antes de salir, no solo él, también su ropa, y hasta usaba un delantal que antes nunca había considerado necesario. Yara trajo el dinero y se lo dio a su madre para pagar el carbón, como siempre, pero el hombre no solo lo rechazó, sino que le ofreció el que él traía. Yelena quiso saber qué estaba haciendo, porque ella nunca había pedido que le dieran el carbón gratis; lucía molesta y desconcertada y el hombre no era muy ducho en empatizar con los sentimientos de los demás, por lo que no veía el motivo para estar molesta. “Es para el eje de la carreta… ¿recuerdas? Dijiste que me darías buen precio por uno.” Se explicó él, también mostrando algo de molestia en su gesto. La carreta que también había sido sugerencia suya, recordó la mujer y sonrió apretando los labios, admitiendo internamente que la fragua había forjado su carácter también, haciéndola un poco más ruda de lo que solía ser. “Entonces, estás trabajando en tu carreta.” Señaló Yelena, suavizando su tono y opacando su arrebato. Su hija Yara la miraba con las cejas empinadas en ese momento. Ella ya le había advertido antes lo mucho que le había cambiado el genio desde que se hacía cargo de la forja. “¿Por qué otra razón te daría mi dinero?” Preguntó Petro con auténtica honestidad, sin entender lo que acababa de suceder, pero ella prefería dar por superado el asunto. “Tengo un eje especial para ti, además un hombre me dio un par de ruedas como parte de pago, tienes que verlas. ¡Les puse argollas nuevas!”
“Podría pasarme horas así…” Susurraba Lorina; “Podría pasarme la vida entera sólo viendo sus ojos.” Replicaba Yan, también en un susurro, remilgado pero honesto, y de hecho, el tiempo se les pasaba sin que se dieran ni cuenta y sin que ninguno pretendiera intentar acabar con esa intimidad, pero en algún momento debían hacerlo y fue cuando Yan declaró nervioso que tenía una sorpresa. Aunque no estaba muy seguro de cómo saldría, Lorina lo tranquilizó diciendo que estando con él nada podía ir mal, eso sumado a su sonrisa enamorada, infundían un valor en el corazón de Yan que éste no conocía hasta ahora, una fuerza interna capaz de partir el mundo en dos de ser necesario.
Él, antes de enviar el mensaje, había hablado con un anciano que ahora vivía en Bosgos, pero que conocía desde hacía años y con el que había hecho varios negocios antes en Cízarin de los cuales ambos habían salido bastante conformes. El viejo se mostró un poco hosco al principio, debido a la naturaleza de lo que le estaba pidiendo, pero Yan le aseguró que aquello que su imaginación estaba insinuando, no era ni de cerca lo que él estaba diciendo. Que esto era importante. El viejo finalmente comprendió y aceptó la palabra de su antiguo socio, asegurándole que sin importar cuánto tardara, haría los preparativos para estar listo cuando él estuviera listo. Y así fue como Yan condujo a su amada montada en su caballo, (que no era realmente suyo, o ya le hubiese puesto un nombre apropiado,) hasta el bosquecillo contiguo a Bosgos y luego, por un sendero que se internaba en este. Lorina, quien por primera vez se subía a un caballo desde que era una niña pequeña, montaba de lado, tal como lo había visto hacer a otras mujeres más elegantes que ella, dejándose guiar sonriente por Yan que caminaba a su lado sujetando al caballo por las bridas, sin dejar de mirarla y atenderla en todo momento. Llegaron hasta una cabaña en cuyo exterior estaba instalada una mesa con dos sillas. Circulaba un tufillo a mierda en el ambiente, pero nada que escapara de la normalidad o que pudiera ofender los delicados sentidos de nadie. Un muchacho, que podía ser un hombre, pues su edad era difícil de definir a simple vista, pero su limitada inteligencia no, se apresuró a atenderlos con una seriedad sobreactuada, posando un ramillete de flores silvestres sobre la mesa. Casi en seguida salió el viejo con la comida: Una rodaja de la mejor carne curada para cada uno, bañada en salsa de zanahoria con albahaca, semillas de cutulú molidas y ajo, con una guarnición de bayas agridulces y habas hervidas. El muchacho sirvió vino de arándanos rojos, ideal para acompañar la carne y luego, usando sólo un sonajero como acompañamiento, interpretó una canción con una voz inesperadamente afinada que sorprendió incluso al viejo Migas, quien no se esperaba ningún talento como ese del bobo de Nimir, pero que encantó a los comensales, sobre todo a Lorina quien vivía el día más maravilloso de toda su vida en ese momento.
León Faras.
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