XIV.
Era plena mañana, pero la oscuridad
lo envolvía todo dentro del abismo, parecía como si las pocas antorchas que
llevaban los salvajes era lo único que se interponía para no ser devorados por
las tinieblas de una sola vez y para siempre. Idalia, la mujer maldita, llegaba
tranquila y resignada a cumplir con su condena, su inmolación, a la cueva del
Débolum. El abismo era siempre frío, pues el aire helado que brotaba de su
profundidad era siempre más abundante que los escasos y osados rayos de sol que
caían dentro, pero del interior de la cueva emanaba un aliento tibio y denso, como
si ya estuvieran dentro de las fauces de la bestia que habitaba allí. Se
adentró llevando una antorcha en la mano y cruzó el bosque de estalactitas que
asemejaban a columnas acinturadas que sostenían el techo de la cueva. El calor
se hacía intenso y también la insoportable emanación de gases que le hacía
doler la cabeza y le revolvía el estómago. La suave pendiente apresuraba su
paso inconscientemente como manos invisibles que la animaban a llegar al fondo,
donde ya se podía ver un gran resplandor de color rojo que iluminaba una enorme
circunferencia destacándose en la predominante oscuridad del lugar. Idalia se
detuvo, sudaba copiosamente debido al calor y se sentía enferma, pensó que el
monstruoso habitante del abismo no era más que un mito y que cualquier persona
que se quedara allí el tiempo suficiente, inexorablemente moriría sin necesidad
de ser devorada por nada. Mareada y a punto de desmayase, no se dio cuenta
cuando la enorme roca sobre su cabeza se desprendió cayendo sobre ella, pero no
la aplastó, pues la roca en un segundo giró, se abrió y se convirtió en el poderoso
Débolum, que aterrizaba sobre sus cuatro patas como un felino que cae sobre una
presa desprevenida e indefensa. Goteaba y chorreaba metal derretido por todas
partes además de un fuego de intensos colores vivos, la mujer maldita cayó al
suelo incapaz de reaccionar, vivía aquello como en un sueño de
semiinconsciencia, desarmada, solo con la certeza de que su fin había llegado y
nada más había por hacer. El Débolum la devoró completa y de una sola engullida
dejando una pequeña marca en el duro suelo de la cueva, luego planeó majestuoso
entre su bosque de estalactitas para terminar sumergiéndose en la lava como
siempre lo hacía. Los salvajes luego de presenciar lo sucedido se retiraron en
silencio, habían visto lo que esperaban ver y nada nuevo había acaecido.
Rávaro mandó a sus hombres a que
apresaran a Lorna que magullada y con dificultad salía de entre los objetos que
le habían caído encima, pero aquellos se detuvieron cuando el enano de rocas se
interpuso, acercándose a su compañera apenas la reconoció. Los soldados habían
visto cómo el enano había salido victorioso de un combate cuerpo a cuerpo con
la bestia mientras ellos habían sido incapaces de controlarla, sufriendo
además, numerosos daños y no se atrevían a desafiar al pequeño y duro gladiador.
Rávaro no podía aprobar que sus hombres le temieran más a esa criatura
insignificante, a la cual estaba seguro de poder dominar con su magia, que a él
mismo, por lo que decidió actuar por su cuenta. Un movimiento de su mano y el
enano quedó inmediatamente aplastado contra el suelo, convertido en un
corriente e inmóvil cúmulo de piedras, no le había costado ningún esfuerzo
hacer ese pequeño truco pero había sido suficiente para recuperar el respeto de
sus hombres, lo siguiente era incinerar a su hermana para que ninguno de sus
soldados volviera a cuestionar alguna de sus órdenes, pero Lorna ya se había
puesto de pie y trataba de comprender lo que sucedía, pues el enano de rocas
que había luchado contra la bestia y el que había salido del estómago de esta,
no eran el mismo, había vuelto a convertirse en la torpe y pacífica criatura de
siempre, por lo que dedujo que ya no tenía la joya en su poder, y eso
significaba que dicha joya solo podía estar en un solo lugar. Lorna pareció
comprender y observó con cierta preocupación a la bestia que parecía dormir tumbada
en el suelo y luego observó a los ojos de su medio hermano, se veía confiada,
le dijo si es que acaso tenía alguna idea de quién había liberado a la bestia,
o de quien la había liberado a ella, pero él no tenía dudas, quien había
liberado a la bestia con seguridad podía haber sido ella o su pequeño compañero
el mismo que le había ayudado a ella a escapar de su celda, ya le habían
comunicado que esa pequeña criatura le había roto la rodilla a uno de los
guardias de las catacumbas y todos sabían que el pequeño enano era capaz de eso
y de mucho más. La mujer insistió en que de todas formas había recibido ayuda
de alguien más para salir del nauseabundo pozo donde la tenía encerrada y
Rávaro, condescendientemente, le respondió que si le daba el nombre de ese
alguien, se encargaría personalmente de recompensarlo como merecía. La mujer
sintió una gran satisfacción al ver cómo le cambió la cara a su medio hermano
cuando le dijo que había recibido la ayuda de Dágaro, que el semi-demonio había
regresado y que venía a por él, y que ya tenía en su poder una joya de
reencarnación. Rávaro no le creyó, ella insistió sonriendo, él se enfureció,
ella se burló de él y él con un gesto de su mano y una expresión de furia en su
rostro la elevó en el aire unos centímetros y la convirtió en una antorcha
humana flotante. La mujer gritó y se sacudió desesperadamente, pero solo
durante unos segundos, luego Rávaro la soltó, el fuego se extinguió de forma
tan fulminante como se inició y el cuerpo de Lorna cayó carbonizado y sin vida.
El respeto y el temor que los
soldados sentían por su amo se habían restablecido, pero Lorna había logrado
sembrar su semilla de duda y temor en la mente de su medio hermano antes de
morir, pues este se quedó meditando, tal vez eran solo palabras, pero y si no,
entonces sí su hermano volvería a vengarse de él y era probable que no pudiera
reconocerlo a tiempo.
Fin del capítulo tres.
León Faras.
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