jueves, 19 de marzo de 2015

La Prisionera y la Reina. Capítulo tres.

XIV.

Era plena mañana, pero la oscuridad lo envolvía todo dentro del abismo, parecía como si las pocas antorchas que llevaban los salvajes era lo único que se interponía para no ser devorados por las tinieblas de una sola vez y para siempre. Idalia, la mujer maldita, llegaba tranquila y resignada a cumplir con su condena, su inmolación, a la cueva del Débolum. El abismo era siempre frío, pues el aire helado que brotaba de su profundidad era siempre más abundante que los escasos y osados rayos de sol que caían dentro, pero del interior de la cueva emanaba un aliento tibio y denso, como si ya estuvieran dentro de las fauces de la bestia que habitaba allí. Se adentró llevando una antorcha en la mano y cruzó el bosque de estalactitas que asemejaban a columnas acinturadas que sostenían el techo de la cueva. El calor se hacía intenso y también la insoportable emanación de gases que le hacía doler la cabeza y le revolvía el estómago. La suave pendiente apresuraba su paso inconscientemente como manos invisibles que la animaban a llegar al fondo, donde ya se podía ver un gran resplandor de color rojo que iluminaba una enorme circunferencia destacándose en la predominante oscuridad del lugar. Idalia se detuvo, sudaba copiosamente debido al calor y se sentía enferma, pensó que el monstruoso habitante del abismo no era más que un mito y que cualquier persona que se quedara allí el tiempo suficiente, inexorablemente moriría sin necesidad de ser devorada por nada. Mareada y a punto de desmayase, no se dio cuenta cuando la enorme roca sobre su cabeza se desprendió cayendo sobre ella, pero no la aplastó, pues la roca en un segundo giró, se abrió y se convirtió en el poderoso Débolum, que aterrizaba sobre sus cuatro patas como un felino que cae sobre una presa desprevenida e indefensa. Goteaba y chorreaba metal derretido por todas partes además de un fuego de intensos colores vivos, la mujer maldita cayó al suelo incapaz de reaccionar, vivía aquello como en un sueño de semiinconsciencia, desarmada, solo con la certeza de que su fin había llegado y nada más había por hacer. El Débolum la devoró completa y de una sola engullida dejando una pequeña marca en el duro suelo de la cueva, luego planeó majestuoso entre su bosque de estalactitas para terminar sumergiéndose en la lava como siempre lo hacía. Los salvajes luego de presenciar lo sucedido se retiraron en silencio, habían visto lo que esperaban ver y nada nuevo había acaecido.

Rávaro mandó a sus hombres a que apresaran a Lorna que magullada y con dificultad salía de entre los objetos que le habían caído encima, pero aquellos se detuvieron cuando el enano de rocas se interpuso, acercándose a su compañera apenas la reconoció. Los soldados habían visto cómo el enano había salido victorioso de un combate cuerpo a cuerpo con la bestia mientras ellos habían sido incapaces de controlarla, sufriendo además, numerosos daños y no se atrevían a desafiar al pequeño y duro gladiador. Rávaro no podía aprobar que sus hombres le temieran más a esa criatura insignificante, a la cual estaba seguro de poder dominar con su magia, que a él mismo, por lo que decidió actuar por su cuenta. Un movimiento de su mano y el enano quedó inmediatamente aplastado contra el suelo, convertido en un corriente e inmóvil cúmulo de piedras, no le había costado ningún esfuerzo hacer ese pequeño truco pero había sido suficiente para recuperar el respeto de sus hombres, lo siguiente era incinerar a su hermana para que ninguno de sus soldados volviera a cuestionar alguna de sus órdenes, pero Lorna ya se había puesto de pie y trataba de comprender lo que sucedía, pues el enano de rocas que había luchado contra la bestia y el que había salido del estómago de esta, no eran el mismo, había vuelto a convertirse en la torpe y pacífica criatura de siempre, por lo que dedujo que ya no tenía la joya en su poder, y eso significaba que dicha joya solo podía estar en un solo lugar. Lorna pareció comprender y observó con cierta preocupación a la bestia que parecía dormir tumbada en el suelo y luego observó a los ojos de su medio hermano, se veía confiada, le dijo si es que acaso tenía alguna idea de quién había liberado a la bestia, o de quien la había liberado a ella, pero él no tenía dudas, quien había liberado a la bestia con seguridad podía haber sido ella o su pequeño compañero el mismo que le había ayudado a ella a escapar de su celda, ya le habían comunicado que esa pequeña criatura le había roto la rodilla a uno de los guardias de las catacumbas y todos sabían que el pequeño enano era capaz de eso y de mucho más. La mujer insistió en que de todas formas había recibido ayuda de alguien más para salir del nauseabundo pozo donde la tenía encerrada y Rávaro, condescendientemente, le respondió que si le daba el nombre de ese alguien, se encargaría personalmente de recompensarlo como merecía. La mujer sintió una gran satisfacción al ver cómo le cambió la cara a su medio hermano cuando le dijo que había recibido la ayuda de Dágaro, que el semi-demonio había regresado y que venía a por él, y que ya tenía en su poder una joya de reencarnación. Rávaro no le creyó, ella insistió sonriendo, él se enfureció, ella se burló de él y él con un gesto de su mano y una expresión de furia en su rostro la elevó en el aire unos centímetros y la convirtió en una antorcha humana flotante. La mujer gritó y se sacudió desesperadamente, pero solo durante unos segundos, luego Rávaro la soltó, el fuego se extinguió de forma tan fulminante como se inició y el cuerpo de Lorna cayó carbonizado y sin vida.

El respeto y el temor que los soldados sentían por su amo se habían restablecido, pero Lorna había logrado sembrar su semilla de duda y temor en la mente de su medio hermano antes de morir, pues este se quedó meditando, tal vez eran solo palabras, pero y si no, entonces sí su hermano volvería a vengarse de él y era probable que no pudiera reconocerlo a tiempo.


Fin del capítulo tres.

León Faras.

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