martes, 16 de febrero de 2016

Autopsia. Segunda parte.

III.

Elena salió del convento corriendo sin escuchar los gritos de algunas monjas que quisieron detenerla. Pensó en un primer momento que la vieja y abandonada capilla de piedra sería un buen lugar para refugiarse, pero aquello la hizo sentirse más mal por lo que acababa de hacer, porque era tan ingenuo como una niña pequeña que huye de su casa y se esconde en su propio patio para evitar ser regañada por romper algo valioso. Sin embargo, lo que ella había hecho era algo mucho más grave, mucho más terrible y que empeoraba aún más su difícil situación, había apuñalado a un hombre y no solo a un hombre sino que a un sacerdote, y no cualquier sacerdote, sino que al padre Benigno, el hombre que hasta hace poco respetaba más que a nadie en el mundo y en el que confiaba por sobre todo, al primero en quien pensaba en recurrir ante cada aflicción, el hombre que imaginaba presente en todos los momentos felices e importantes de su vida y que ahora probablemente podía hasta morir por culpa suya. Elena lloraba y corría y ambas cosas las hacía sin poder contenerlas, hasta que sus piernas ya no pudieron más y se doblaron y solo continuó su llanto. Luego de unos minutos logró dominarse y respirar hondo, ella no era tan culpable de todo como siempre le hacían creer, ella tenía esperanzas puestas en la visita de Benigno, esperaba que el sacerdote la ayudara a sentirse menos despreciada y burlada por Dios, que la ayudara a arrepentirse de todos los sentimientos malos que la atormentaban, que la dejara desahogar todo lo que sentía y que luego le ofreciera consuelo y esperanza para seguir viviendo, pero solo recibió intransigencia y un golpe brutal en la cara que a punto estuvo de aturdirla, su reacción solo había sido eso, una reacción de la que inmediatamente se arrepintió, pero ahora ya no estaba tan segura de ese arrepentimiento, tampoco por el aborto, por el cual sentía algo más parecido al alivio que otra cosa. Se limpió la cara y se puso de pie, estaba en medio de un enorme campo de olivos que circundaba el convento, pero no quería regresar allí, seguramente sería severamente condenada por lo que había hecho y a nadie le importaría lo que ella pensara o sintiera, pero por otro lado, no tenía ningún otro lugar a donde ir, ni a quién recurrir. Nunca se había sentido tan sola y desvalida en toda su vida y encima de eso, pronto oscurecería, pero no iba a regresar, tomó un montón de aceitunas de los árboles y se llenó los bolsillos con ellas, cosa que le pareció una idea estupenda, y echó a caminar hasta perderse, hasta el momento en que ya no sabía en qué dirección estaba el convento ni ningún otro lugar de referencia. Desorientada, se sentó en el suelo y sacó un puñado de aceitunas y se echó una a la boca confiada, inmediatamente la escupió asqueada, estaba horriblemente amarga, por lo que escogió otra con más cuidado, mucho más gorda y bonita y la probó, pero también debió escupirla, jamás había probado aceitunas tan malas. Estaba buscando una que le diera buena espina, para hacer un tercer intento, cuando notó que era observada. Una niña pequeña que no tenía más de diez años, la observaba con una expresión de infinito asco, como si fuera ella la que estuviera probando las aceitunas, abrazaba un cántaro de agua que parecía lleno por su peso y junto a ella estaba parado un perro pequeño, un cachorro negro que observaba a Elena perplejo, como si él tampoco pudiera entender qué estaba haciendo “¿No te las estás comiendo directo del árbol, o sí?” Elena miró las aceitunas que tenía en sus manos y luego a la niña, francamente no entendía, tal vez había que comer las que estaban en el suelo, la niña sonreía amigable, “Ven, sígueme. Tengo un poco de pan y fruta… podemos compartirlo” Elena, luego de desechar sus aceitunas, siguió a la niña hasta una casucha en pésimo estado, la puerta estaba cerrada con cadena y candado casi tan viejos como el resto de la vivienda, pero una de las paredes estaba deshecha, por lo que entrar no era difícil. La niña dejó el cántaro en un rincón y la invitó a sentarse en una caja, “¿Vives aquí sola?” preguntó Elena, mirando a su alrededor, la niña volvió a reír, “¡Claro que no! vivimos aquí con mi hermana… allí está ella” Concluyó apuntando a un rincón donde había un montón de paja y algunas cobijas sucias, pero ninguna persona, entonces Elena se volvió hacia la niña sin entender y la pequeña, sonriendo, le dijo “¡Bah! no le hagas caso, ella siempre es así con todos” y luego sacó su lengua en un gesto infantil de burla dirigido al lecho vacío, y siguió preparando la cena alegremente.

“¡Pero por todos los santos! ¡¿Qué les pasó que vienen llegando a esta hora?!”

Era casi media noche y Guillermina salía a la calle envuelta en una gruesa bata y cubriéndose la cabeza y el cuello con un chal, indignada, agregó “La cena ya está toda fría y ahora seguramente no va querer ni mirarla…” Rupano se bajó de un salto y se apresuró a ayudar al cura “Cállese mejor y vaya rapidito a buscar al doctor… Al padrecito lo acuchillaron…” dijo este, pero el cura autoritario y de mal humor los detuvo a ambos, “¡No es nada!” sentenció mientras bajaba del coche por sus propios medios, aunque con muestras de dolor contenido entre los dientes y una mano apretando el parche que le habían puesto las monjas “Mañana lo veré a primera hora, ahora todos nos iremos a descansar.” “Nada de eso…”replicó la mujer tomando al cura por el brazo “Abel, anda tú mejor que yo estoy en pijama. Yo me llevo a este caballero para adentro… ¡¿A quién se le ocurre acuchillar a un cura por Diosito?!” El cochero partió corriendo sin decir palabra mientras Guillermina luchaba con el sacerdote para ayudarlo a caminar “¡Ya basta mujer!, ¿No ves que me hirieron las tripas y no en las piernas?…” La mujer siguió alegando y regañando como si tratara con un borracho terco hasta salirse con la suya y dejar al cura recostado en su cama “Voy a tener que prepararle una sopita mejor…” Benigno se negó, pero la mujer echó por tierra sus reclamos con un gesto de sus manos y partió hacia la cocina. El doctor Cifuentes llegó al poco rato, Rupano lo encontró despierto terminando de acomodar sus cosas y no tardó en acompañar al cochero. Luego de examinar al sacerdote salió de la habitación donde aguardaban Abel y Guillermina, “El padre Benigno está bien. Las monjas hicieron un buen trabajo y solo necesita que se le hagan curaciones una vez al día y reposo, para que la herida cierre lo antes posible. Cualquier incomodidad o molestia deben hacérmela saber” Guillermina asintió con gesto pedante, como si todo lo que le decía el médico, ella ya lo sabía de antemano “Así será doctor, aunque lo del reposo va a estar bien difícil…” y luego agregó dirigiéndose al cochero “…anda a dejar al doctor a su casa en el coche y después te vienes para acá a comerte esa cena que no pienso perderla” Una vez que el doctor se retiró la mujer le llevó un plato de sopa caliente al cura que la recibió resignado. La mujer se quedó parada ahí para asegurarse de que se la tomara, el cura la miró severo “¿Es que piensas quedarte ahí parada?”; “Un hombre lo estuvo esperando casi todito el día…” comentó la mujer tomando una silla, como si la hubiesen invitado a sentarse, en vez de pedirle que se fuera, luego agregó “…era el Ismael, de Casas viejas. Tómese la sopa que se le va a enfriar” El cura se echó una cucharada a la boca pensativo, pero no recordaba ningún asunto pendiente “¿Y qué quería Ismael?” Guillermina bostezaba larga y aparatosamente, “Tenía un asunto importante parece, porque se quedó aquí hasta que se le hizo tarde. Se veía bien preocupado…” Benigno se echó otra cucharada a la boca inconscientemente, la mujer continuó “…era algo relacionado con su hija, la Úrsula, ¿Se acuerda de ella? Parece que la chiquilla tuvo un hijo… o se encontró un hijo…” El cura la regañó apenas pudo tragar la sopa caliente que tenía en la boca “¡Nadie se encuentra un hijo, mujer por Dios! Claramente si encuentras un niño abandonado es hijo de alguien más” La mujer se puso en guardia “¡Tan quisquilloso que lo han de ver! Si a mí no me cree, pregúntele al Ismael entonces pues…” “Eso pienso hacer. Voy a ir a verlo lo antes posible, la juventud está cada día más descarrilada…” respondió el sacerdote, pero Guillermina le replicó de inmediato “¡Ni se le ocurra! el doctor me encargó que tenía que reposar así que nada de viajes en carreta. Además, el Ismael dijo que volvía mañana…” y luego cambiando el tono, la mujer agregó “…Oiga Padre, ¿Y quién fue el desalmado que le hizo eso? Tiene que denunciarlo a la justicia para que…” “¡Ese no es asunto tuyo!” El vozarrón del cura aparte de hacer callar en el acto a la mujer, la hizo dar un respingo, luego, el sacerdote continuó en un tono más bajo pero igual de amenazante, “Y ni se te ocurra poner a la justicia de los hombres por sobre la de Dios. Él sabe lo que hace y por qué. Y no se hable más del asunto.” La mujer, que sabía cuando había llegado al límite, solo respondió un “Como usted diga nomás pues Padre” y se retiró lo más digna que pudo, sin embargo, al poco rato se enteraba de todo de la boca de Abel Rupano, que luego de devorar la cena y dos vasos de vino, le contó todo lo que sabía y otras cosas que no, pero que eran fáciles de suponer.


León Faras.

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