III.
El Místico ya estaba listo para marchar,
ya sabían lo que Rávaro deseaba y sabían dónde irían a buscarlo y para su
fortuna, la ciudad Antigua no le era para nada desconocida. Aquella ciudad era
la cuna de toda la sabiduría mágica dispersa por el mundo y la fuente de donde
los místicos habían obtenido su conocimiento y poder desde tiempos remotos,
cuando aquella ciudad estaba habitada, el río la bañaba humilde y pacífico y la
selva la nutría y protegía. Ahora todo ese poder y conocimiento se había
sublevado, y se había vuelto peligroso y letal para protegerse de los sentimientos
destructivos que gobernaban al hombre, cuando este obtenía ese poder solo para
someter a los demás y procurarse el beneficio propio más allá de lo necesario o
razonable y en desmedro de los demás, conducta tan tristemente común en la
naturaleza humana. Era por estos motivos que los místicos tenían prohibido bajo
juramento el beneficio propio y vivían sólo con lo necesario, procurando usar
sus conocimientos para servir y ayudar y no para beneficiarse de los demás. Ese
juramento era el que, en este momento, obligaba al Místico no solo a evitar que
Rávaro obtuviera lo que deseaba, por tratarse de un hombre cada vez más
peligroso, sino también, intentar evitar que Gálbatar y quienes le acompañaban,
perdieran más que la vida en ese lugar, ignorantes de a lo que se enfrentarían,
porque de seguro estos no tenían ni idea de lo que se podían encontrar en la
Ciudad Antigua. Por otro lado, Rodana decidió que lo mejor era hacerle una
visita a su antiguo discípulo, Rávaro, pues, se hacía necesario saber qué estaba
planeando.
Idalia cayó libremente, y su entrada
al agua fue limpia, sumergiéndose de inmediato y a gran profundidad.
Efectivamente allí donde había caído había un foso de enormes dimensiones
cubierto por el río que pasaba sobre él, pero en cuanto entró allí, se dio
cuenta de que ese no era un lugar normal, porque el río pasaba por encima sin
ingresar, lo que significa que Idalia atravesó el río de lado a lado sin
nunca tocar el fondo. Con la velocidad de la caída, ella había salido por debajo,
llegando a un punto en medio del foso donde finalmente se detuvo, quedándose
extrañamente suspendida en un ambiente muy parecido al agua pero que ciertamente
no era agua, pues este no le impedía respirar. Estaba rodeada de paredes de
roca sólida que descendían hasta que la oscuridad se volvía absoluta, mientras
que sobre ella, a regular distancia, el agua del río corría, mansa y silenciosa
bajo un cielo azul iluminado por el sol. Una vez en ese lugar, Idalia no sabía
qué hacer o adonde ir, si buscar la superficie o descender hasta la oscuridad,
de pronto, una pequeña luz se encendió. Un pequeño punto luminoso, adherido a
la pared apareció, y comenzó a moverse, otros cuantos se veían encendidos más
al fondo, pequeños y lejanos como estrellas, el primero se fue acercando, la
mujer trató de hablar pero su voz salió inaudible, a pesar de que podía
respirar sin problemas, su voz se apagaba antes de salir, entonces intentó
moverse, aquello era fácil, desplazarse le costó un poco más, como si estuviera
en el agua, algunos aleteos con pies y manos y logró un buen impulso que por
poco la hace chocar cara a cara con aquella fuente de luz, esta retrocedió
ágilmente para evitar el contacto y luego se volvió a acercar, curiosa. Ambos
parecían totalmente incrédulos de lo que veían. Aquella fuente de luz era una
especie de criatura aparentemente artificial, tenía la cabeza de cristal,
esférica y con una salida superior a modo de chimenea, pues en su interior ardía
una llama, no más grande que la producida por una vela, Idalia podía ver en el
interior de aquel ser, a través del cristal, un complicado sistema de piezas de
metal que se movían a distintas velocidades y sentidos pero todas siguiendo una
única coordinación, un orden coherente, en frente, tenía una grieta por la que
parecía observarla, muy similar a la de la escultura de metal que la había
hecho caer allí. La mujer, curiosa, comenzó a girarse para estudiarla y la
criaturita la imitó, pronto, ambos estaban invertidos pero sin ninguna
diferencia, ella no sentía estar cabeza abajo y la llama seguía ardiendo con
total normalidad, pero apuntando hacia el fondo del foso, como si este fuera la
superficie, como si no hubiera un arriba y un abajo establecido. En ese
momento, la criatura mecánica se dio la vuelta con la gracia de un bonito pez
en un acuario y se alejó rumbo a la oscuridad, Idalia notó que tenía cuatro
aletas que abría y cerraba para direccionarse y un pequeño tubo en la barriga
que lo impulsaba como una turbina. El fondo del foso parecía un cielo
estrellado y la pequeña luz de la criatura desapareció en él. La mujer maldita
dio un suspiro, confundida y aún renuente, decidió seguirla a pesar de que las
lucecillas estaban tan lejanas que parecían no acercarse nunca y más temprano
que tarde se dio cuenta de que nunca las alcanzaría, porque aquellas luces eran
efectivamente estrellas en un cielo nocturno, que Idalia contempló maravillada
luego de cruzar nuevamente el río y encontrarse con que la ciudad estaba allí,
hermosa, imponente e iluminada, con el puente completo e intacto, que pasaba
por encima de la selva, una selva viva que se detenía contenida por el muro, el
muro que ella había cruzado antes, pero que ahora estaba completo, y rodeaba a
toda la ciudad.
Mientras Gíbrida y Bolo ya subían al
Escorpión, Gálbatar caminaba más atrás acompañado de Rávaro, estos pasaron
junto a la Bestia que aun continuaba tirada en el patio donde mismo la había
visto al llegar, estaba custodiada por algunos soldados mientras un hombre muy
obeso trataba, con gran esfuerzo y un poco de repugnancia, de meterle el
contenido de una botella en el hocico para que lo bebiera, el alquimista
preguntó que a qué clase de tortura había sido sometida para que aun estuviera tirada
sin reacción alguna, ya que el “Quebranta espíritus” aparte de generar niveles
de dolor espantosos, no podía producir daño físico alguno. Rávaro le explicó
que el aparato de tortura había sido implantado solo como precaución para cuando
despertara, porque la Bestia al liberarse, había dejado varios muertos y casi
la mitad de su ejército malherido, pero que quien la había vencido hasta
dejarla en ese estado, había sido un enano de rocas, Gálbatar replicó casi
ofendido si es que le estaba tomando el pelo, Rávaro guardó silencio unos
segundos inseguro, pues el comentario venía de un hombre totalmente lampiño,
pero luego aseguró que lo que decía era cierto y los guardias allí presentes,
ratificaron la historia. El Alquimista, aun incrédulo, preguntó si se trataba
de un enano de rocas especialmente grande y ante la enérgica negativa de los
allí presentes pidió verlo ya que aquellas criaturas le provocaban gran interés,
Rávaro respondió entusiasmado que hasta podía llevárselo, si eso le complacía,
pues solo podía mantenerlo encerrado, ya que ni siquiera con un “Quebranta
espíritus” podría dominar a una criatura como esa y envió a algunos hombres a
buscarlo, mientras él le narraba los increíbles hechos de aquel tan singular
combate. Los soldados tardaron más de la cuenta, debido a que, tal como lo
había hecho antes, el enano había salido de su celda pasando a través de los
barrotes de una en una las piedras de su cuerpo y luego había bajado por las
escaleras hasta encontrar lo que había vuelto a buscar: Su ojo, su piedra
primaria, la que había perdido en su huida con Lorna y que ya se desprendía de
su cuerpo, pues había llegado el momento de generar la existencia de un nuevo
enano de rocas, situación que le apremiaba. Con gran alivio, lo encontraron
allí mismo, hecho un pequeño cúmulo informe de rocas, que con mucha precaución
y no poco esfuerzo metieron en una caja y entregaron a Gálbatar.
Mientras el Escorpión se alejaba de
la ciénaga y del castillo de Rávaro, Gálbatar en su interior, escribía una
pequeña nota de papel dirigida a un tal Licandro, para que llevara la Barcaza y
se reuniera con ellos en el llamado “Valle de las mellizas” un bonito aunque
árido paraje llamado así por la existencia de dos rocas de buen tamaño bastante
similares entre sí. También le exigió que le trajera sus mapas. Terminada la
nota, la puso en la pata de un ave que luego liberó. Una vez hecho esto,
repitió todo el proceso. Siempre dos aves eran mejor que una.
León Faras.
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