domingo, 15 de mayo de 2016

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

XIII.

El Circo se movía nuevamente en la oscuridad de la noche y como siempre amparados en medio de ese paréntesis temporal que los mellizos provocaban con tanta habilidad. Dejando atrás la pobreza y la muerte de ese pueblo costero sin vida y también a no pocos de sus hombres, un par de trabajadores despeñados por voluntad propia en un risco, que después se supo que era conocido como “El Salto”, al pobre de Braulio, irrazonablemente consumido hasta los huesos, muerto de hambre y de pena, ambas sensaciones ahogadas en un sueño del que apenas despertó para pedirle ayuda a un enano borracho que no lo escuchó, cuando ya la vida se le escapaba inexorablemente y a Charlie Conde, la más rara e inesperada de las muertes, era tan difícil de creer, primero, que Román hubiese tenido un arma en su poder, una Colt 45, nada menos, y segundo, que teniendo a Cornelio Morris en frente haya preferido disparar contra Conde, o eso era lo que se contaba, porque de los protagonista de esa breve historia, ninguno la narraría para deleite de los curiosos, tal vez Román lo hiciera algún día, pero por ahora permanecía entre las garras de Mustafá, ausente, atrapado en el sueño horrible de darle su vida al muñeco adivino, indefenso y sometido. Morris había ordenado no sacarlo de ahí y era bien probable, que aquel castigo durara hasta consumirle toda la vida al enano.

Luego de atravesar un valle cubierto de interminables kilómetros de cultivos, los camiones se detuvieron en medio de un pintoresco pueblo construido a base de piedra y barro, con calles adoquinadas, árboles añosos y hasta una bonita iglesia de dos campanarios. El ritual de descarga de todo lo que recién había sido cargado comenzaba de nuevo, el traslado de pueblo a pueblo se evaporaba volviéndose instantáneo para los hombres del circo, que no recuperaban fuerzas del desarme, cuando ya les tocaba volver a armar todo. A excepción de Lidia encerrada en su acuario, todo el mundo trabajaba, incluso Cornelio, aunque su trabajo era a base de gritos, ya no estaba Conde para organizar todo por él. Ángel Pardo se paró frente a Mustafá para trasladarlo, nunca lo habían hecho con Román literalmente adherido a él por la parte posterior y la imagen de ambos, a pesar de la escasa luz, era escalofriante. El enano parecía un poseso, trémulo, sudoroso y babeante, tenía los ojos blancos y a ratos emitía sonidos ininteligibles como los de aquel que vive una pesadilla en sus sueños. Habían tomado la precaución de atarlo a su sitio. Por su parte Mustafá, lucía tranquilo e inquietante, vivo, casi complacido, sus ojos parecían seguirte a todos lados sin moverse, como los de una fotografía. Podía creerse que el gigante era un hombre fuerte, pero en realidad no era así, no más que cualquiera de los otros hombres del circo, pero más torpe y necesitaría ayuda para trasladar la caja del muñeco, Von Hagen llegó a ayudarlo, ver al enano le resultó doloroso “…y aun no lleva ni un día ahí” ”¿Cuánto tiempo crees que dure?” preguntó Pardo sin especificar si hablaba del castigo o de la vida del enano, estaba curvado completamente para oír mejor la voz baja de Horacio, este se rascó la barba y luego negó con la cabeza “No mucho… sin agua ni comida… morirá sin remedio” Sin embargo, y a pesar de la lástima que le provocaba la situación de Román Ibáñez, ya pensaba en que dicha situación se podía presentar como una oportunidad para él, pues tenía a Mustafá disponible a toda hora y eso le hacía más fácil encontrar el momento adecuado para preguntarle qué hacer para liberar a Lidia, lo cual, desde hace mucho era su plan, claro, considerando que las monedas que había ocultado en la jaula del fallecido Braulio Álamos continuaban allí, luego de la limpieza que le habían hecho y de hacerlo, debería ser lo antes posible, pues nadie podía asegurar cuánto tiempo tardaría la vida del enano en extinguirse por completo.

Al medio día, un hombre llamado Diego Perdiguero caminaba rápido por las adoquinadas calles de Esmeralda, eso que debía disponerse a buscar, había aparecido misteriosamente en su propio pueblo y aquello significaba un gran golpe de suerte, tenía la ventaja y eso significaba dinero fácil y casi directo a su casa, solo necesitaba hacer uso del único teléfono disponible en el pueblo y sería un hecho. “Sí, dame con Damián o Vicente… ¿Vicente?... Soy Perdiguero, les tengo la información que buscan, el circo está aquí, en Esmeralda… Sí, sí, lo acabo de ver, no hay duda. Deben de haber llegado durante la noche… No, no, las atracciones no están disponibles aun para el público, pero te digo que está aquí… Todavía no está funcionando… No, no he visto esa sirena que buscan, pero… Pero es el circo de ese tal Morris… Sí, ese mismo… ¡estoy seguro hombre!… Bien. No olvides el dinero… Sí… sí, sí, aquí estaré.”

La jornada fue bastante buena, sobre todo para Cornelio pues el circo se llenó de gente dispuesta a salir de su rural y tranquila rutina para admirarse gratamente con atracciones que jamás antes habían visto y probablemente nunca volverían a ver, sin embargo, no había hombre más contento y satisfecho que Perdiguero tras ver la breve pero increíble aparición de Lidia, comprendió de inmediato la urgencia de los hermanos Corona por encontrar aquel circo y que su pequeño esfuerzo de llamarles por teléfono valía cada centavo prometido. Una vez que ya todo acabó y el último de los curiosos fue evacuado del circo, Von Hagen se quedó sentado en un taburete respaldado en uno de los neumáticos de los camiones comiendo una manzana y observando con infinita desilusión cómo Cornelio Morris había dejado a un hombre armado con una escopeta cuidando a Mustafá de que nadie se le acercara durante la noche, como previniendo sus planes, cosa que para Horacio no era de extrañarse, sino más bien, algo que ya debía haber imaginado. Rumiaba su profundo desencanto cuando la pequeña Sofía llegó a su lado, venía contenta, la niña siempre andaba contenta. Von Hagen se esforzó en sonreír “Hola Sofía, ¿Qué haces?” La niña abrazaba un conejo de tela de aspecto extraño, flaco y de miembros desmesuradamente largos, cabeza pequeña y unas orejotas sinceramente groseras, una auténtica birria. Sofía, en cambio, sonreía encantadora, con esa sonrisa reprimida de quien busca que le pregunten por qué sonríe “Mi mamá me ha dicho que tendré una fiesta de cumpleaños…” luego se puso seria para agregar “…bueno, me ha dicho que lo pensaría. Pero yo espero que sí” Concluyó, recuperando su sonrisa. Von Hagen se mostró artificialmente animado, para dicho acontecimiento faltaban aun dos meses pero comprendía perfectamente la emoción de la niña. Siempre se habían pasado por alto sus cumpleaños, ni un saludo, ni un abrazo, ni un pequeño obsequio, ni siquiera una mención, nada. “Solo quería que lo supieras porque me gustaría que fueras… ¿irás?” “¡Claro!...” respondió Horacio feliz aunque poco convencido, luego agregó como si le hubiese parecido pobre su respuesta “…Ya eres toda una señorita, ¿Cuántos cumplirás? ¿Siete?... ¿Ocho?” Sofía ya se iba, pero antes respondió con naturalidad “No, ya voy a cumplir trece años…” Von Hagen se quedó con cara de idiota mientras la niña se alejaba dando saltitos. Sofía era una niña muy inteligente, eso era evidente, no podía estar tan equivocada, sin embargo, aun ocho años parecían demasiados al verla, trece era, del todo imposible. La niña no crecía. Entonces comenzó a considerar los rumores que circulaban sobre Braulio Álamos y su muerte, que había sido encontrado flaco como una momia y que había muerto de hambre pese a todo lo que parecía comer. Una ilusión, eso era lo que algunos decían, él mismo no tenía recuerdos de haber sido un hombre-simio antes de su llegada al circo, y más de una vez, Ángel Pardo había comentado como anécdota, que durante su adolescencia había sido un muchacho más bien pequeño y debilucho. Todo aquello le daba una idea tan esperanzadora como peligrosa.

La mañana siguiente comenzó con gotas de agua que pronto se convirtieron en una lluvia tupida y violenta, un auténtico diluvio cerrado de esos que parecen que no van a terminar nunca, cosa que a Cornelio Morris no le hizo gracia alguna, pero, un acontecimiento cambió por completo su humor: La caja, donde permanecía Eloísa comenzó a proferir extraños ruidos que no provenían de la chica. Algunos sonaban como gatos en celo, otros eran voces de ultratumba pronunciando misteriosos conjuros en un lenguaje ininteligible, luego se producían gritos que parecían producidos a metros de distancia y también un llanto, largo y sosegado, inagotable, torturante. “Sáquenla al aire libre” ordenó Cornelio de inmediato y dos hombres cogieron la caja, no sin antes dudar si aquello era una buena idea, sorpresivamente, la caja pesaba lo mismo que vacía, sin embargo, igual se apresuraron en su tarea, pues los agobiantes ruidos no cesaban. La lluvia caía inclemente empapando en el acto a quien osara oponérsele, pero nadie quería perderse el suceso. El momento había llegado, y al igual que una mujer ya lista para dar a luz, a la caja tampoco se le podía pedir que esperara mejores condiciones climáticas. Todos en el circo se calaban hasta los huesos preguntándose qué iba a salir de la caja, Morris se veía preocupado, Von Hagen, angustiado, en el rostro de los mellizos Monje, en cambio, solo se veía compasión. Los sonidos se volvían apremiantes. Uno de los trabajadores abrió la caja por órdenes de Cornelio y se alejó de un salto, del interior cayó Eloísa agotada al barro sin parafernalia alguna. Su espalda estaba cubierta de grisáceas plumas. La niña respiraba agotada pero sonreía, como una maratonista que acaba de cruzar la meta en primer lugar, Morris se le lanzó encima para recogerla, la muchacha lo miró llena de orgullo por sí misma “Lo hice bien jefe, ¿verdad? esperé…” tomó aire  “…esperé a que vinieras por mí…” tomó aire de nuevo “…sabía que lo harías” Cornelio le tomó la cabeza en sus brazos, “Haz sido la mejor, y ahora tienes tu recompensa, lo que te prometí…” La ayudó a levantarse “…Vuela Eloísa. Vuela y deja a todos estos idiotas con la boca abierta” La muchacha abrió dos alas espectaculares de plumas grises como un ángel que, a pesar de su envergadura, parecían no pesar nada en su espalda. La lluvia seguía cayendo como chuzos de punta, pero una brusca sacudida liberó su bello plumaje del agua que acumulaba, y luego en solo dos movimientos se elevó en línea recta hacia el cielo, como si siempre hubiese sido un ser alado. Ángel Pardo no podía cerrar la boca aunque se lo hubiesen pedido “Hasta yo mismo hubiese pagado lo que fuera por ver esto…” dijo, a su lado, Von Hagen respondió en medio de un suspiro “Lo sé”


A varios metros de allí, había una furgoneta negra estacionada y bajo un árbol, tres hombres observaban con binoculares, a pesar del intenso aguacero, lo que sucedía en el circo “Dios mío, ¿Has visto eso?” preguntó Damián Corona sinceramente consternado, a su lado, su hermano Vicente sonreía sin despegar sus ojos de sus gemelos “Si fotografiamos estas criaturas, vamos a hacernos ricos” Un poco más atrás, Diego Perdiguero sonreía orgulloso, pues ya había conseguido participar del trabajo y su recompensa se había multiplicado considerablemente.

León Faras. 

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