martes, 31 de mayo de 2016

La Prisionera y la Reina. Capítulo cuatro.

IV.

Baros desde la muerte de Orám sospechaba cada vez con más fuerza, que la maldición de la mujer maldita, era un embuste, probablemente, diluido y extinguido en las generaciones de mujeres que vivieron antes que Idalia, en las cuales la maldición sí había adquirido celebridad, pero ahora todo aquello perdía fuerza. La maldición era clara y ampliamente conocida: “Si uno de los dos muere, el otro también” y eso no había sucedido con el viejo jefe de guardias, además, la mujer maldita permanecía encerrada y narcotizada solo para evitar que cumpliera su objetivo de quitarse la vida y así eliminar a Rávaro, cosa que, ahora que era libre, nada se lo impedía y de seguro ya había conseguido pero nada había sucedido aun con su supuesta maldición. Baros Salió del castillo de Rávaro acompañado de cuatro soldados con órdenes específicas de matarlo en el acto y sin dudar si intentaba algo extraño y de una pequeña fortuna para negociar con los salvajes la recuperación de la mujer maldita. Pero sus planes eran otros.

El Místico corría y su capacidad para hacerlo era sobrenatural, disminuyendo el peso de su cuerpo al mínimo necesario para mantenerse pegado al suelo, logrando moverlo a una velocidad constante y respetable con poco esfuerzo durante horas. Se dirigía hacia la selva que rodeaba la ciudad Antigua, hacia la entrada que allí había a la verdadera ciudad, una entrada muy conocida y usada por los místicos y solo por ellos, pues no cualquiera tendría la ocurrencia o la osadía de internarse en una selva llena de criaturas peligrosas y gases tóxicos, ni menos pretender entrar a la ciudad Antigua sin ser invitado.

Idalia no podía creer lo que veía, no solo era la oscuridad de la noche que cubría todo hasta donde sus ojos veían, sabiendo que del otro lado del foso, había un sol radiante, sino que era también la ciudad, completamente levantada e iluminada, con sus torres y edificios de piedra, sus calles y puentes, arcos y pilares, todo nuevo, hermoso y finamente ornamentado y el río en el que la mujer aun flotaba, entraba directo en ella. Tan absorta estaba, que no vio la barca que se acercaba silenciosa hacia la ciudad, hasta que esta se detuvo junto a ella, y un farol la iluminó. Era un bote largo y delgado terminado en una punta curvada hacia arriba en ambos extremos y con un cuerpo más ancho y achatado. Dos figuras viajaban en la embarcación, una iba sentada en la proa y sostenía el farol en una mano, la otra iba erguida en la popa, inmóvil como una estatua, se apoyaba en una especie de vara o lanza larga. Ambas se cubrían con túnicas negras de pies a cabeza. Idalia se sobresaltó sin saber bien qué esperar, la figura que llevaba el farol se inclinó completamente para iluminarle el rostro, le habló en un idioma que la mujer no entendió, su voz era inesperadamente juvenil. La mujer trató de explicarse que no entendía lo que le hablaba, pero apenas pronunció dos palabras y la figura del farol se espantó, la otra en cambio, no hacía ningún movimiento. Entonces la vio, quien sostenía el farol era una chiquilla, de bonito rostro, cabello muy corto y unos delicados tatuajes bajo los ojos. Idalia nunca antes había visto tatuajes. La chiquilla, esta vez en el idioma de la mujer, le preguntó si es que acaso había atravesado el foso, y esta, aun en el agua, respondió que sí, lo que dejó pasmada a la muchacha, llevándose una uña a los dientes, eso hasta que Idalia debió sujetarse del bote agotada y la chiquilla por fin le tendió una mano para ayudarla a subir, Idalia dudó ante la amenazante figura erguida en la popa, pero la muchacha la tranquilizó, diciéndole que solo se trataba del barquero, luego se sacó la túnica para dársela a Idalia. Su nombre, era Driana. La barca reinició su marcha.

Gálbatar abrió la caja de madera y se quedó mirando el cúmulo de rocas en su interior, Gíbrida, desde lo alto de su torreta giratoria se volvió para curiosear, pero su jefe la reprendió para que volviera la vista hacia dónde iba, sin embargo, el paraje era desértico y hace rato que, aburrida, la muchacha solo se preocupaba de mantener la dirección en la brújula. Ella, esperaba ver una generosa fortuna en el interior de aquella caja, pero al ver el montón de piedras creyó que habían engañado al alquimista. Sin embargo, cuando las rocas comenzaron a agruparse y formar un ser que se puso de pie y miró a su alrededor, casi se cayó de su asiento. El enano de rocas, poco entusiasta por naturaleza, no mostraba interés alguno en salir de la caja, ni miaja de incomodidad por ser el centro de atención, pues hasta Bolo había detenido su trabajo unos segundos para observarlo con la expresión en el rostro que tendría alguien que de pronto ve que su comida se mueve. Gálbatar comentó la inverosímil historia que Rávaro le había contado sobre aquel enano y la bestia tirada en el patio del castillo, inverosímil no solo por la disparatada diferencia entre ambos oponentes, sino que por la naturaleza pacífica de los enanos de rocas, quienes habían existido miles de años sin que jamás hubieran tenido la necesidad de enfrentarse con nada ni nadie, ni competir por alimento, territorio o seguridad. La historia sonaba inasible desde todo ángulo, sin embargo, el enano despedía un olorcillo poco habitual, agrio y pertinaz, como a vómito, para ser más exacto, lo que no dejaba de ser curioso.


Mientras tanto en su castillo, Rávaro estaba literalmente echado en su trono, un trono que le quedaba grande físicamente, casi como un niño pequeño sentado en el sillón de su padre. Había un asunto al que no cesaba de darle vueltas en su mente y era lo que había dicho su media hermana, Lorna, antes de morir, que su hermano Dágaro tenía una joya de reencarnación en su poder gracias a ella y que estaba preparándose para regresar. Pero no era a su hermano al que le temía de forma inmediata, sino al ejército de soldados espectrales que mantenía fuera de su castillo y de los cuales no podía asegurar su lealtad, de hecho, estaba seguro, y con toda razón, de que aquellos seguirían al semi-demonio, si este regresaba y ese sería un gran problema. Se trataba de criaturas mudas e indolentes con las que no podía negociar ni por las buenas ni por las malas, y a los que no podía destruir sin un enfrentamiento que le dejaría numerosas bajas. Tampoco lograría expulsarlos o desterrarlos, pues su existencia dependía de permanecer cerca del castillo y los espectros no estarían dispuestos a irse. En todo aquello meditaba cuando un hombrecillo se presentó ante él, era un viejo que apenas mediría un metro, nervioso, humilde, de grandes orejas y ojos pequeños, Rávaro lo miró como algo desagradable que se hubiese quedado pegado a su zapato. Ni siquiera lo conocía. El viejo, se presentó como Obli, cosa que en Rávaro no despertó ni el más mínimo interés, luego, extremando al límite su ya intrínseca humildad, agregó que era el porquero, información que lejos de ser interesante, comenzaba a impacientar a Rávaro, entonces Obli, viendo que su vida podía correr peligro si seguía abusando de la tolerancia de su señor, le dio el recado con el que le habían enviado. La Bestia estaba despertando.  

León Faras.

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