XIV.
Hilario
Cruces miraba con rabia y frustración ese maldito pozo seco en el que una vez
más había caído uno de sus animales. Las malas noticias nunca venían solas. Su
hija Amelia estaba embarazada y no sólo de un Ibáñez, sino que del peor de
ellos. Las tierras de los Ibáñez habían crecido enormemente en los últimos
años, absorbiendo o haciendo desaparecer a sus vecinos más débiles o
empobrecidos, pero Hilario se resistía, unos pocos animales y una pequeña
chacra lo mantenían con vida, sin embargo, sus vecinos insistían en mantener
ese maldito pozo seco ahí, que solo
servía para que, de tanto en tanto, alguno de sus animales o sus crías, cruzaran
el cerco, misteriosamente cortado en algún punto, y cayeran dentro malográndose,
como si aquello fuera parte de su plan.
Rómulo
Ibáñez tenía seis hijos, de los cuales uno ya estaba estudiando para ser cura,
un tremendo orgullo y prestigio del que pocos podían presumir, tres hijas
hermosas, el segundo, al cual bautizó Rómulo Segundo en desmedro de su
primogénito y educó como su sucesor y heredero, y su hijo mayor, Román, un
enano con fama de bueno para nada, borracho y pendenciero, como casi siempre es
el que le sobra el dinero pero le falta todo lo demás, quien precisamente, e
Hilario no se explicaba cómo, había embarazado a su hija. A penas Román se
había enterado de esto, comunicó a su familia la noticia, la que fue recibida
sin entusiasmo pero tampoco con demasiado rechazo. Su madre, Rosa Salamanca sí
estaba contenta, aunque solo lo demostró sutilmente, acostumbrada con los años
a no marcar demasiado contraste con el humor de su esposo, solo su hermano,
Rómulo Segundo, compartió su enorme felicidad, se abrazaron y celebraron como
nunca antes Román lo había hecho, con total mesura y educación, y trazaron
planes de una vida nueva para el enano, en la que él estaba verdaderamente
dispuesto a cambiar, a trabajar, a ser productivo, a dejar la bebida, a formar
una familia de bien junto a esa mujer que lo había aceptado y querido y con la
que estaba dispuesto a casarse como Dios manda. Sin embargo, los meses de
ausencia de Amelia Cruces hacían crecer un mal presentimiento, al ser
consultado, Hilario solo respondió que su hija había estado enferma pero que ya
se recuperaba, le preguntaron por el embarazo de la muchacha, pero este solo
respondió con burla que su hija nunca había estado embarazada, y que pensar
aquello era una estupidez. Hilario no soportaba la idea de ver a su hija en la
iglesia junto a ese monstruo deforme, las miradas de los vecinos, los
comentarios, las risas, pero peor aún, tenía la certeza de que su nieto sería
un monstruo igual a su padre, tampoco deseaba a los Ibáñez como parientes, tal
como sabía que los Ibáñez no lo querían a él. Con el paso del tiempo, los rumores
y sospechas se volvían menos alentadores, algunos afirmaban que la muchacha no
estaba preñada sino que se había agarrado una de esas enfermedades raras en que
la fiebre era tan intensa que los paños fríos se secaban en la frente como si
los pusieran sobre una piedra bajo el sol, las habitaciones de los enfermos se
caldeaban, y cualquiera podía contagiarse sin siquiera tocar o mirar
directamente al enfermo. Otros, decían que sí estaba preñada, pero que la hija
de Hilario, nunca había tenido madera de madre, que su consistencia delgaducha
y enfermiza no soportaría lo que significaba un embarazo, condición heredada de
su propia madre, quien todos recordaban como una mujer silenciosa y risueña que
no alcanzó a soportar tres días luego de parir a su hija bajo un sauce, cuando
el alumbramiento se le vino encima mientras lavaba la ropa en el riachuelo. Por
otro lado, había quienes aseguraban, que habían visto a ciertas personas
rondando la casa de los Cruces, y que lo más probable, era que la muchacha
había sido obligada por su padre a hacerse un remedio para perder la criatura, y
que de seguro, su prolongada desaparición, se debiera a las nefastas consecuencias
de un procedimiento tan inseguro y peligroso como ese. Román estaba
desesperado, no tardaría en volver a beber y a comportarse como un patán.
Hilario
Cruces miraba con rabia y frustración ese maldito pozo seco en el que una vez
más había caído uno de sus animales. El sol ya se ponía y estaba cansado luego
de cabalgar todo el día de ida y vuelta hacia el pueblo, cuando se topó con los
alambres cortados de su cerco, solo quiso echar un vistazo para confirmar lo
que ya sospechaba, pues tenía prisa por volver a su casa, pero no lo hizo,
Román estaba allí, aguardándolo pacientemente en compañía de una botella de
coñac. La discusión fue acalorada, se insultaron mutuamente, Hilario sostenía
el rebenque en la mano con el que azotaba a su animal, mientras el enano
apretaba la botella vacía en la suya, la ira y el odio no tardaron en imponerse
y la discusión concluyó de la peor manera. Román, quien no tenía posibilidades
de luchar, descargó su rabia lanzando la botella vacía, pero la fortuna, buena
o mala, quiso que impactara de lleno en la frente de Hilario, quien trastabilló
adolorido y cayó dentro del pozo quedando inconsciente, entonces el enano
rasguñó la tierra con sus propias manos hasta cubrir por completo el cuerpo del
hombre caído dentro, mientras jadeaba incontables insultos y maldiciones, luego
lloró, luego volvió a enfurecerse y a gritar amenazas e insultos hasta bien
avanzada la noche, finalmente se durmió. Cuando despertó ya casi amanecía y
decidió que era una buena idea visitar a Amelia. La encontró en su cama, en la
pequeña y deteriorada casa de los Cruces, a su lado estaba Prudencia, la vieja
hermana de Hilario, al otro lado, el sacerdote que el mismo Hilario había
traído esa misma tarde desde el pueblo, pues su hija se lo había pedido
insistentemente. En una esquina estaba sentada una mujer y junto a ella una
chiquilla de pie, eran la partera y su hija que aguardaban allí, pues pronto
deberían actuar. Román se acercó tímido, Amelia estaba dormida, sudada y
evidentemente embarazada, el sacerdote a su lado rezaba inmutable, como si
estuviera librando una ardua batalla espiritual por el alma de la muchacha y su
criatura. Solo Prudencia Cruces le dirigió la palabra y solo fue un susurro
corto y agrio, “A mi hermano no le va a gustar nada encontrarte aquí cuando
regrese…” “¿Cómo está?” preguntó el enano con cara de idiota. Nadie le
respondió, solo Dominga, la partera le informó después de un rato, “Tal vez si
Hilario llega a tiempo con las medicinas que le encargué del pueblo, podamos
hacer algo por ella…” Román se quedó allí, mirando a Amelia y deseando que
Hilario volviera pronto con esas medicinas, hasta que de pronto recordó, como
un hecho lejano o tal vez soñado, confuso, lo que había sucedido entre Hilario
y él en el pozo y se asustó horriblemente, palideció tanto y de manera tan
abrupta que Dominga se puso de pie para ayudarlo, pero el enano simplemente
salió de la casa, horrorizado y echó a correr.
Cuando
Román llegó al pozo, encontró a su hermano Rómulo Segundo montado a caballo y a
cuatro de sus hombres que ya habían cubierto el pozo casi por completo. Hace ya
varios días que habían tomado la decisión de dejar de tener conflictos con su
vecino por ese agujero que no le servía a nadie y que solo traía problemas. Román
Ibáñez se agarró la cabeza y cayó al suelo de rodillas espantado, los ojos se
le llenaron de lágrimas y la desesperación se apoderó de él como si él fuera, el
que estaba dentro del pozo. Tanto su hermano como los hombres que le
acompañaron no comprendieron nada, se acercaron a él, lo tomaron, le
preguntaron qué le sucedía, pero el enano no dijo nada, como si repentinamente
hubiese perdido la cordura y se comportara de la forma más absurda sin razón
alguna, pero para Román, la culpa en su interior era tan grande, el
remordimiento tan doloroso y las consecuencias tan terribles que no se atrevía
a confesarlas y no lo haría ante nadie, menos ante su hermano. Ese día y al
igual que Hilario, Román desaparecería para siempre y sin dejar rastro ni
explicación alguna, como si se los hubiese tragado la tierra, aunque en el caso
de Hilario aquella frase adquiría tintes horrorosamente reales.
Fue
entonces cuando Román conoció a Cornelio Morris, este se le apareció quién sabe
de dónde cómo un amigo que sabía y comprendía inexplicablemente todos los
detalles de lo sucedido, le ofreció alcohol y un alivio para su culpa. Él podía
traer de vuelta a Hilario, Román le creyó, en parte porque necesitaba más que a
nada esa redención y en parte porque aquel hombre tenía algo muy particular y
muy poderoso en sus palabras, en su mirada, en todo lo que lo rodeaba, una
convicción fuera de lo común que no dejaba dudas en lo que aseguraba. Aquella
noche Román firmó el contrato alumbrado por una vela y aferrado a una botella
de whisky, y Cornelio le presentó a Mustafá, un horroroso muñeco de aspecto
arábigo encerrado en una caja de vidrio que aseguraba tener la capacidad de
adivinar cualquier cosa. El cuerpo de Hilario no se podía recuperar así que ese
sería su cuerpo de ahora en adelante, su alma estaría allí y el enano se había
comprometido a darle vida hasta el final de sus días.
Nunca
lo supo Román, pero la historia de la madre de Amelia se repitió con ella.
Entre el cura, Prudencia y Dominga con su hija, solo lograron salvar a la criatura, una
niña, pequeña y debilucha como su madre, a la que ninguno de los presentes supo
cómo bautizar.
León Faras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario