domingo, 4 de diciembre de 2016

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

XIV.

Hilario Cruces miraba con rabia y frustración ese maldito pozo seco en el que una vez más había caído uno de sus animales. Las malas noticias nunca venían solas. Su hija Amelia estaba embarazada y no sólo de un Ibáñez, sino que del peor de ellos. Las tierras de los Ibáñez habían crecido enormemente en los últimos años, absorbiendo o haciendo desaparecer a sus vecinos más débiles o empobrecidos, pero Hilario se resistía, unos pocos animales y una pequeña chacra lo mantenían con vida, sin embargo, sus vecinos insistían en mantener ese maldito pozo seco ahí, que solo servía para que, de tanto en tanto, alguno de sus animales o sus crías, cruzaran el cerco, misteriosamente cortado en algún punto, y cayeran dentro malográndose, como si aquello fuera parte de su plan.

Rómulo Ibáñez tenía seis hijos, de los cuales uno ya estaba estudiando para ser cura, un tremendo orgullo y prestigio del que pocos podían presumir, tres hijas hermosas, el segundo, al cual bautizó Rómulo Segundo en desmedro de su primogénito y educó como su sucesor y heredero, y su hijo mayor, Román, un enano con fama de bueno para nada, borracho y pendenciero, como casi siempre es el que le sobra el dinero pero le falta todo lo demás, quien precisamente, e Hilario no se explicaba cómo, había embarazado a su hija. A penas Román se había enterado de esto, comunicó a su familia la noticia, la que fue recibida sin entusiasmo pero tampoco con demasiado rechazo. Su madre, Rosa Salamanca sí estaba contenta, aunque solo lo demostró sutilmente, acostumbrada con los años a no marcar demasiado contraste con el humor de su esposo, solo su hermano, Rómulo Segundo, compartió su enorme felicidad, se abrazaron y celebraron como nunca antes Román lo había hecho, con total mesura y educación, y trazaron planes de una vida nueva para el enano, en la que él estaba verdaderamente dispuesto a cambiar, a trabajar, a ser productivo, a dejar la bebida, a formar una familia de bien junto a esa mujer que lo había aceptado y querido y con la que estaba dispuesto a casarse como Dios manda. Sin embargo, los meses de ausencia de Amelia Cruces hacían crecer un mal presentimiento, al ser consultado, Hilario solo respondió que su hija había estado enferma pero que ya se recuperaba, le preguntaron por el embarazo de la muchacha, pero este solo respondió con burla que su hija nunca había estado embarazada, y que pensar aquello era una estupidez. Hilario no soportaba la idea de ver a su hija en la iglesia junto a ese monstruo deforme, las miradas de los vecinos, los comentarios, las risas, pero peor aún, tenía la certeza de que su nieto sería un monstruo igual a su padre, tampoco deseaba a los Ibáñez como parientes, tal como sabía que los Ibáñez no lo querían a él. Con el paso del tiempo, los rumores y sospechas se volvían menos alentadores, algunos afirmaban que la muchacha no estaba preñada sino que se había agarrado una de esas enfermedades raras en que la fiebre era tan intensa que los paños fríos se secaban en la frente como si los pusieran sobre una piedra bajo el sol, las habitaciones de los enfermos se caldeaban, y cualquiera podía contagiarse sin siquiera tocar o mirar directamente al enfermo. Otros, decían que sí estaba preñada, pero que la hija de Hilario, nunca había tenido madera de madre, que su consistencia delgaducha y enfermiza no soportaría lo que significaba un embarazo, condición heredada de su propia madre, quien todos recordaban como una mujer silenciosa y risueña que no alcanzó a soportar tres días luego de parir a su hija bajo un sauce, cuando el alumbramiento se le vino encima mientras lavaba la ropa en el riachuelo. Por otro lado, había quienes aseguraban, que habían visto a ciertas personas rondando la casa de los Cruces, y que lo más probable, era que la muchacha había sido obligada por su padre a hacerse un remedio para perder la criatura, y que de seguro, su prolongada desaparición, se debiera a las nefastas consecuencias de un procedimiento tan inseguro y peligroso como ese. Román estaba desesperado, no tardaría en volver a beber y a comportarse como un patán.

Hilario Cruces miraba con rabia y frustración ese maldito pozo seco en el que una vez más había caído uno de sus animales. El sol ya se ponía y estaba cansado luego de cabalgar todo el día de ida y vuelta hacia el pueblo, cuando se topó con los alambres cortados de su cerco, solo quiso echar un vistazo para confirmar lo que ya sospechaba, pues tenía prisa por volver a su casa, pero no lo hizo, Román estaba allí, aguardándolo pacientemente en compañía de una botella de coñac. La discusión fue acalorada, se insultaron mutuamente, Hilario sostenía el rebenque en la mano con el que azotaba a su animal, mientras el enano apretaba la botella vacía en la suya, la ira y el odio no tardaron en imponerse y la discusión concluyó de la peor manera. Román, quien no tenía posibilidades de luchar, descargó su rabia lanzando la botella vacía, pero la fortuna, buena o mala, quiso que impactara de lleno en la frente de Hilario, quien trastabilló adolorido y cayó dentro del pozo quedando inconsciente, entonces el enano rasguñó la tierra con sus propias manos hasta cubrir por completo el cuerpo del hombre caído dentro, mientras jadeaba incontables insultos y maldiciones, luego lloró, luego volvió a enfurecerse y a gritar amenazas e insultos hasta bien avanzada la noche, finalmente se durmió. Cuando despertó ya casi amanecía y decidió que era una buena idea visitar a Amelia. La encontró en su cama, en la pequeña y deteriorada casa de los Cruces, a su lado estaba Prudencia, la vieja hermana de Hilario, al otro lado, el sacerdote que el mismo Hilario había traído esa misma tarde desde el pueblo, pues su hija se lo había pedido insistentemente. En una esquina estaba sentada una mujer y junto a ella una chiquilla de pie, eran la partera y su hija que aguardaban allí, pues pronto deberían actuar. Román se acercó tímido, Amelia estaba dormida, sudada y evidentemente embarazada, el sacerdote a su lado rezaba inmutable, como si estuviera librando una ardua batalla espiritual por el alma de la muchacha y su criatura. Solo Prudencia Cruces le dirigió la palabra y solo fue un susurro corto y agrio, “A mi hermano no le va a gustar nada encontrarte aquí cuando regrese…” “¿Cómo está?” preguntó el enano con cara de idiota. Nadie le respondió, solo Dominga, la partera le informó después de un rato, “Tal vez si Hilario llega a tiempo con las medicinas que le encargué del pueblo, podamos hacer algo por ella…” Román se quedó allí, mirando a Amelia y deseando que Hilario volviera pronto con esas medicinas, hasta que de pronto recordó, como un hecho lejano o tal vez soñado, confuso, lo que había sucedido entre Hilario y él en el pozo y se asustó horriblemente, palideció tanto y de manera tan abrupta que Dominga se puso de pie para ayudarlo, pero el enano simplemente salió de la casa, horrorizado y echó a correr.

Cuando Román llegó al pozo, encontró a su hermano Rómulo Segundo montado a caballo y a cuatro de sus hombres que ya habían cubierto el pozo casi por completo. Hace ya varios días que habían tomado la decisión de dejar de tener conflictos con su vecino por ese agujero que no le servía a nadie y que solo traía problemas. Román Ibáñez se agarró la cabeza y cayó al suelo de rodillas espantado, los ojos se le llenaron de lágrimas y la desesperación se apoderó de él como si éfuera, el que estaba dentro del pozo. Tanto su hermano como los hombres que le acompañaron no comprendieron nada, se acercaron a él, lo tomaron, le preguntaron qué le sucedía, pero el enano no dijo nada, como si repentinamente hubiese perdido la cordura y se comportara de la forma más absurda sin razón alguna, pero para Román, la culpa en su interior era tan grande, el remordimiento tan doloroso y las consecuencias tan terribles que no se atrevía a confesarlas y no lo haría ante nadie, menos ante su hermano. Ese día y al igual que Hilario, Román desaparecería para siempre y sin dejar rastro ni explicación alguna, como si se los hubiese tragado la tierra, aunque en el caso de Hilario aquella frase adquiría tintes horrorosamente reales.

Fue entonces cuando Román conoció a Cornelio Morris, este se le apareció quién sabe de dónde cómo un amigo que sabía y comprendía inexplicablemente todos los detalles de lo sucedido, le ofreció alcohol y un alivio para su culpa. Él podía traer de vuelta a Hilario, Román le creyó, en parte porque necesitaba más que a nada esa redención y en parte porque aquel hombre tenía algo muy particular y muy poderoso en sus palabras, en su mirada, en todo lo que lo rodeaba, una convicción fuera de lo común que no dejaba dudas en lo que aseguraba. Aquella noche Román firmó el contrato alumbrado por una vela y aferrado a una botella de whisky, y Cornelio le presentó a Mustafá, un horroroso muñeco de aspecto arábigo encerrado en una caja de vidrio que aseguraba tener la capacidad de adivinar cualquier cosa. El cuerpo de Hilario no se podía recuperar así que ese sería su cuerpo de ahora en adelante, su alma estaría allí y el enano se había comprometido a darle vida hasta el final de sus días.


Nunca lo supo Román, pero la historia de la madre de Amelia se repitió con ella. Entre el cura, Prudencia y Dominga con su hija, solo lograron salvar a la criatura, una niña, pequeña y debilucha como su madre, a la que ninguno de los presentes supo cómo bautizar.


León Faras.

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