viernes, 30 de diciembre de 2016

Autopsia. Segunda parte.

V.

Clarita despertó de golpe e inmediatamente remeció a Elena para que despertara también, “…Apúrate. Gracia dice que alguien viene.” Era muy temprano pero ya había amanecido. Elena se incorporó, algo estaba soñando pero lo olvidó de inmediato. Tardó un poco en asimilar la información y darse cuenta de que quien se acercaba, podía estar buscándola a ella, con lo que se puso de pie de un salto, miró a un lado y a otro sin saber si huir o esconderse. Clarita y su perro ya habían desaparecido. Se sintió atrapada por un segundo, no estaba preparada para afrontar su culpa, ni menos el vendaval condenatorio que le caería encima de parte de las monjas o del padre Benigno o de cualquier otro sacerdote. Ya se sentía lo suficientemente culpable, como para que encima, le pusieran a toda la corte celestial en su contra, cosa que le parecía injusto pero le daba un miedo terrible, pues sentía que la iglesia tenía ese poder. No alcanzó a hacer nada, inopinadamente apareció un hombre en la entrada, un anciano que la miraba como si ella fuera un fantasma, espantado. El viejo, se rascó la cabeza por debajo de su gorra “¡Oh por Dios! Creo que por fin puedo ver a tu hermana, aunque, imaginaba que era más pequeña…” A su lado apareció Clarita riendo suavemente, abrazada a una botella llena de leche “No seas bobo Tata, ella no es Gracia. Ella es…” La niña no recordó el nombre de Elena debido a que ésta no se lo había dicho aún. Gracia tampoco lo sabía y al parecer no le interesaba en absoluto “…es Alguien, necesitaba un lugar donde dormir…” y luego agregó con una sonrisa y en tono confidente “…se estaba comiendo las aceitunas directas desde el árbol” E hizo una graciosa mueca de estar probando algo de muy mal sabor. Elena se sintió como la única persona en el mundo que no sabía cómo se comían las dichosas aceitunas. Clarita continuó dirigiéndose a ésta “Él es Tata…” la niña tampoco conocía el verdadero nombre del viejo, Gracia sí lo sabía, pero tampoco le importaba demasiado. Luego Clarita agregó triunfante “¡Mira! es leche de cabra. Nos ha traído leche de cabra” y su hermana hizo un gesto sarcástico de falso júbilo que nuevamente hizo brotar la risa fácil de la pequeña.

“…El castigo brutal y el dolor de la carne que recibió y soportó por nosotros y nuestros pecados nuestro Señor Jesucristo, siendo Él el más inocente de los hombres, hasta el día de hoy no encuentra parangón alguno en sufrimiento recibido por cualquier otro mortal. Algunos santos han logrado acercarse pálidamente, soportando tormentos realmente espantosos en el santo nombre de Dios y de la Iglesia, como nuestro patrono, San Lorenzo mártir, pero el calvario de nuestro Señor sin duda hace palidecer cualquier muestra de sufrimiento humano…” El padre Benigno daba su sermón con la severidad y vehemencia de siempre, ante su enorme y habitual audiencia de temerosos fieles, que veían en el sacerdote, a un hombre con el poder de condenar sus almas ante el menor descarrilamiento de su conducta, inculcándoles un arrepentimiento inclemente, incluso en los inocuos pecados del pensamiento, que los obligaba a buscar el perdón y consuelo so pena de perderse para siempre del bendito amor de Dios “…Hombres de poca fe, quejumbrosos y débiles de espíritu. Se atribulan con sus pequeños problemas culpando al Padre santo de ellos, olvidándose por completo de que nada son comparados con la terrible corona de espinas incrustadas hasta el hueso en el cráneo. Con la pesada cruz que nuestro Señor fue obligado a cargar, aun teniendo su santo cuerpo cubierto de terribles y dolorosas laceraciones. Con los clavos que atravesaron su carne y rompieron los huesos de sus manos y sus pies. ¿Se olvidan acaso de la lanza que de manera brutal puso fin a su vida y…?” En ese momento interrumpió su sermón, pues se le hizo evidente el dolor de su herida que hasta ese momento había olvidado por completo. Tanto rato de pie y todo su efusivo y aparatoso aspaviento, le había recordado de pronto que la puñalada en su vientre aún era demasiado reciente. Se mantuvo imperturbable, pero se llevó la mano al costado del vientre para presionarse la herida e inmediatamente la sintió húmeda, se dio cuenta de su error y de que a su pesar, su odiosa ama de llaves, nuevamente tenía razón cuando le insistió en que no debía hacer misa, sino que era preferible que se disculpara y guardara reposo, pero ya estaba allí y no se arrepentiría de cumplir con su deber. Dominó el dolor e iba a continuar pero reparó en la cara de Jacinto, su joven y poco alumbrado sacristán, que lo miraba espantado, el cura tenía su mano manchada de sangre y su ropa también, eso le pareció una desagradable contrariedad y hasta se enojó un poco consigo mismo. No le quedaba de otra que dar por terminada la ceremonia cuando vio incrédulo y disgustado, como sus fieles uno a uno se ponían de pie espantados, se persignaban y luego caían al suelo de rodillas venerando al cura como un santo bendecido con una milagrosa herida en su costado, igual a la hecha por la lanza que mató a Cristo, “¿Pero qué creen que están haciendo?” dijo Benigno, más irritado que sorprendido. Se volteó hacia su sacristán pero no lo encontró, éste también estaba postrado en el suelo junto a él con la frente pegada al piso. Enojado y ya al límite de su paciencia, el sacerdote obligó al pobre Jacinto a pararse con tres puntapiés en las costillas y lo mandó a que despachara a toda esa gente a su casa y cerrara la iglesia antes de que él mismo los sacara a todos a patadas.

El doctor Cifuentes reía mientras limpiaba la herida del padre Benigno y escuchaba, de boca de éste, toda la extraña anécdota en la que había acabado su misa, luego de que se abriera su herida justo en medio de su sermón, cosa que para el sacerdote estaba lejos de ser gracioso, sino más bien irritante “La gente necesita creer que existen cosas superiores al ser humano Padre, que existen los milagros, que Dios los toma en cuenta y se manifiesta para ellos, eso los ayuda a creer…” “No lo crea así Doctor, el milagro y poder de Dios se manifiesta todos los días en todas las cosas, pero la gente tarde o temprano termina empeñada en venerar Becerros de Oro…” El médico desenrollaba una venda para ponérsela al cura. Entre ambos se estaba formando curiosamente, una relación de mutuo respeto muy diferente a la que tenía el sacerdote con el antiguo doctor, “No me lo tiene que decir a mí Padre, en mi corta carrera he presenciado verdaderos milagros que la ciencia no puede explicar por más que lo intente, pero la gente común sólo sabe de mitos y tradiciones, necesita de estos sucesos milagrosos, aunque sean falsos, para justificar su fe en medio de sus vidas llenas de precariedades y sufrimientos…” “Es precisamente en la precariedad y el sufrimiento en donde se pone a prueba la verdadera fortaleza de la fe y del amor a Dios, Doctor… Pero estas creencias idólatras e impías, no hacen más que alejar al hombre del verdadero camino, de la verdadera fe y mi obligación es evitar a toda costa que eso suceda.”El doctor Cifuentes se quedó mirándolo con gravedad, luego asintió con la cabeza y dijo sin asomo de sarcasmo “Estoy seguro de que nadie mejor que usted para eso, Padre…” luego de unos segundos de pausa, agregó “…Será mejor que esta vez sí guarde reposo o se le volverá a abrir ese corte…” Benigno comenzó a vestirse, “Eso no será posible, Doctor. Tengo que hacer un viaje ahora mismo, a un pueblo cercano” El cura debía visitar a la hija de Ismael Agüero, como había prometido. Cifuentes se empujó los anteojos hacia arriba y se peinó hacia un lado su flequillo rebelde, contrariado “Es que la herida no le va sanar así, Padre. Si hace un viaje, aunque sea breve, lo más probable es que vuelva a tener problemas con el sangrado” “No se preocupe doctor, usted me va a acompañar” El médico se quedó extrañado “¿Y eso…?” fue todo lo que atinó a preguntar…


Al salir a la calle el sacerdote acompañado del doctor, un hombre joven los detuvo mientras le estiraba la mano al cura para saludarlo, “El Padre Benigno Hopfen, supongo” El sacerdote lo miró de arriba abajo, muy pocas personas usaban su apellido y muchas menos lo pronunciaban correctamente, pero por más que lo observó, no logró reconocerlo “Sí, soy yo…” admitió éste, dándole un apretón fuerte pero breve, como acostumbraba. “Soy Ignacio Ballesteros. Estoy buscando a mi hermana, Elena Ballesteros, seguro la recuerda. Entiendo que usted conoce su paradero y me gustaría contactarla para encargarme de ella como su hermano mayor” Benigno se enderezó y lo miró suspicaz desde lo alto de su imponente figura, no sabía hasta qué punto estaba enterado aquel hombre de los últimos sucesos acontecidos, “Debo entender que usted está al tanto de lo sucedido entre su padre y su hermana, ¿No?” Ignacio se llevó una mano a la frente, “Por supuesto, Padre, y precisamente por eso es que me urge encontrar a Elena. Ella aún tiene familia que la ama y que se preocupa por ella” El rostro del sacerdote parecía esculpido en mármol, “Pues esa familia dejó pasar bastante tiempo antes de recordar que la amaba y que le preocupaba esa muchacha” Ignacio se sintió ofendido, “¿Cómo dice?” Benigno no se andaba con rodeos, “Luego de lo sucedido me vi obligado a enviarla al Convento de las Hermanas de la Resignación para que las monjas se encargaran de su sanación mental y sobre todo espiritual, pero las cosas no salieron lo bien que esperábamos” Ignacio miró a Cifuentes consternado, pero éste no entendía ni media palabra de lo que sucedía, “¿De qué está hablando Padre?; ¿Qué le pasó a mi hermana?” “Las Hermanas de la Resignación me enviaron hace poco un telegrama informándome que habían encontrado muy mal a Elena luego de que ésta se provocara un aborto…” Ignacio se cubrió la boca incrédulo “¿Un aborto?...” El sacerdote lo miró con ruda compasión “Creí que estaba al tanto de los hechos. Su hermana fue embarazada por su propio padre” Ignacio no podía creer lo que oía. Conocía los hechos pero no los detalles, “Dios mío… Imagino cómo debe estar… Necesito ir a verla lo antes posible, Padre. Le agradecería que me dijera dónde está ese convento…” Benigno miró al cielo y respiró hondo por la nariz, aún no le contaba todo, “Apenas recibí ese telegrama fui a verla, la encontré restablecida de salud pero era una muchacha muy diferente a la que era antes…” Ignacio oía atentamente, el sacerdote continuó, “…su fe y su fortaleza espiritual estaban gravemente resquebrajadas, culpando a Dios de todo lo sucedido y renegando de forma muy ofensiva de Él y de su santo nombre. Intenté hacerla entrar en razón, que ese era el peor error que podía cometer, pero, todo acabó en una fuerte discusión y ella salió huyendo… A pesar de esto, creo que lo más probable es que ya haya regresado al convento, no hay mucho adonde ir en los alrededores para una muchacha de su clase. Las Hermanas me enviarían un telegrama para ponerme al tanto pero aún no he recibido noticias” “Entiendo…” respondió Ignacio con la vista pegada en los ojos del sacerdote pero con la mente asimilando la situación “…Esperemos que esté en ese convento o de lo contrario es imprescindible encontrarla lo antes posible.” “Por supuesto.” Convino el cura quien aún sentía algo de culpa por las potenciales consecuencias de su arrebato de ira.

León Faras.

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